Las claves de «Las campanas», penúltimo capítulo de la serie: ¿Realmente ha pasado lo que creemos que ha pasado? (Ojo, spoilers, no sigas leyendo si aún no has visto el último episodio)

María Viñas
Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Máster de Edición Periodística en la Ecuela de Medios de La Voz de Galicia. maria.vinas@lavoz.es

(Absténganse los que todavía no hayan visto el episodio de Juego de Tronos emitido este lunes; este texto, disección de la batalla final, está cargado de claves, pero también llenito de spoilers).

Ni el valonqar ni la chiquenina, que diría la Abuela de Dragones. Tanta profecía resultó ser cuento de viejas, paparruchas, puro pasatiempo para el espectador maquinador que anda descolocado por el inesperado cariz que han tomado los acontecimientos: a Cersei acabó matándola un peñasco, quién lo diría, un vulgar cascote que la redujo a un cuerpo inerte más sepultado en esas ruinas de Desembarco del Rey sobre las que hoy, pasada la gran contienda de los vivos, llueve polvo gris. Dracarys, dracarys, dracarys. Ya nos lo advirtió Missandei en una sugerencia final antes de perder la cabeza. Y eso que Daenerys dijo que nunca sería como su padre, rey de las cenizas.

¿Pasó realmente lo que creemos que pasó o en un nuevo volantazo los creadores de Juego de Tronos nos devolverán en el último y definitivo episodio la fe en esta historia hoy por hoy anémica perdida? Con lo que tú fuiste, serie de todas las series. No parece de rigor que tras tanta artimaña urdida en la sombra, al fresquito de esa fortaleza escarlata entre lingotazo y lingotazo, de tanto semblante altivo y lágrima digna -verticalísima- mejilla abajo, la mala más mala de todo Poniente termine chafada por toscos y ordinarios ladrillos, con un puñado de chichones en el cráneo; eso sí, en los brazos de un amor prohibido que nunca lo fue: ni prohibido, ni amor.

Más épico fue el final de Jaime, el mismo -pedrusco en el cogote-, pero con una carga poética mucho mayor. El «más estúpido de los Lannister» (Cersei dixit) dejó hecha un trapo en Invernalia a la mujer más recta y admirable de todo este juego de tronos para echar a correr hacia la capital de Poniente como vaca que va al matadero, obsesionado con la rubia fatal, pensando con todas las partes de su cuerpo menos con la diseñada para ello. Pero antes de arrojarse a los brazos de su melliza, el muy guapito se deja convencer por, de los Lannister que quedan, el más inteligente y astuto y, siguiendo las instrucciones del enano, presto a echarle un cable y en doble deuda con él -«De no ser por ti jamás hubiese sobrevivido mi infancia. Tú eras el único que jamás me trató como un monstruo»-, conduce a la autoproclamada reina a las grutas subterráneas del castillo para ayudarle a huir. Con el vientre abultado de Cersei en mente, aún tiene tiempo para salir malherido de una rápida reyerta con Euron Greyjoy -en llamas sus escorpiones, Drogon exhalando gasolina-, en la que pierde el pirata fanfarrón, pobre tonto él, que no solo creía que la criatura en gestación llevaría su apellido, sino también que su nombre pasaría a la Historia por haber matado al matarife de todos los reyes.

Puede que indirectamente lo haya hecho, dejándole en las últimas, del mismo modo que quizá Daenerys, desencajada, taladrada perdida, haya sido la principal responsable del final de los dos hermanos Lannister al calcinar a discreción todo el vecindario, que llegó incluso a rendirse pero a estas alturas qué más le daba a ella ya, y, con él, la fortaleza roja y entera su techumbre, al más puro estilo Notre Dame. El desenlace se desvelará en la siguiente y concluyente entrega, pero hasta entonces, Jaime y Cersei están, para el público general, más que finiquitados

Los incestuosos han sido, por tanto, los últimos personajes con nombre propio en estirar la pata en este quinto episodio de Juego de Tronos que desenfunda sus créditos finales con un saldo total de siete muertos: Varys, primero en caer, bien tostada a la parrilla esa araña que llevaba días conspirando para intentar que fuese Jon y no Daenerys quien finalmente descansase sus posaderas en el Trono de Hierro; Qyburn, maestre consejero, que acaba a rolos por las escaleras tras un mal empujón de la Montaña; Euron, rey de las Islas del Hierro, provocador hasta el último minuto, que se despide a carcajada limpia tras ser atravesado por la espada de Jaime; los dos hermanos Clegane, que pierden la vida en uno de los encuentros más esperados de todo el capítulo, quizá también de los más satisfactorios (un minuto de silencio por ese entrañable chucho con la cara llena de ampollas); y, finalmente, los tortolitos leones dorados.

Hay, además de estos cadáveres, otros cambalaches importantes en el tablero del Juego de Tronos a un paso del final de los finales: parece claro que, tal y como se nos condujo a sospechar en la última escena del anterior episodio, Daenerys ha perdido por completo la cabeza, 50 % de genética, otro 50 % de desolación. Ella, que se ve tan sola. Ella, tan ambiciosa. Ella, que reconoce no sentirse amada, que confiesa tener miedo. Ya en la antesala de la batalla de Desembarco, a pesar de que Jon Snow insiste en que ella es y siempre será su reina, se intuye por dónde irán los tiros: la madre de los dragones, obcecada con la traición de quienes la rodean, herida especialmente por la de su chico, tiene clara la estrategia, incinerar la ciudad, tanto le da quién se le ponga delante. Tanto le da que suenen las campanas a modo de bandera blanca. Era una genocida y no lo sabíamos. 

Ni la apelación a la calma de Tyrion ni los ojillos de cordero degollado de Jon, que además le niega un beso -a quién se le ocurre-, consiguen persuadir hacia la calma a la aspirante al sillón de mando, que, convertida en antagonista, se encarama a su dragón para pilotar una masacre que sí, resulta muy espectacular y muy cruel, puro y duro Juego de Tronos, pero también demasiado tosca y poco inteligente. ¿Dónde está aquella sesera que urdía tramas rebuscadas y que nos dejaba a todos con el estómago del revés y las mejillas encendidas, dónde la lúcida maniobra que se esperaba de la narcisista y llena de amargura Luz de Occidente, interpretada a las mil maravillas por Lena Headey?

Formalmente, Las Campanas es casi un capítulo impecable, con recursos y planos para enmarcar -Arya, apaleada, tanto física como psicológicamente al comprender que su sed de venganza es una condena autoinflingida, pero en pie, a lomos de ese caballo blanco; la Montaña, intentado marcarse otro «Obery Martell», el puñal en toda su jeta, el suicidio del Perro, dejándose caer sobre esas lenguas de fuego a las que tanto temía; el final de la Compañía Dorada, embestida desde atrás por el aliento de la bestia voladora-. También se salvan en él trazos con sustancia, como la deriva de la Khaleesi, todo codicia y fuego -si no hay amor, entonces habrá miedo-, o la templanza de Jon, que no es parálisis esta vez, su nobleza y esa mirada que (ojo) lo supone todo para desarmar al enemigo, para calmar al pueblo.

Nos faltan, sin embargo, cosas: dosis de épica y puede (tal vez, ojalá, el desenlace nos confirme que estábamos equivocados) que de complejidad, de arcos argumentales mejor delineados, de chicha: nos resistimos a pensar que todo vaya a zanjarse con un brote psicótico de la rubia platino. Y cuidado. Que ahí están las hermanas Stark. Y que, por si alguien no lo había advertido, la Targaryen tiene los ojos verdes. ¿Seguiremos creyendo en los augurios a estas alturas?

El avance del episodio final de Juego de Tronos