Once meses de espera para probar 18 platos del Celler de Can Roca

Alfonso Andrade Lago
Alfonso Andrade A CORUÑA / LA VOZ

SOCIEDAD

Así es el menú degustación de El Celler de Can Roca, uno de los mejores restaurantes del mundo

18 jun 2017 . Actualizado a las 10:18 h.

Sobre la relación entre innovación y gastronomía decía nuestro inmortal Julio Camba: «Siga usted las prescripciones de la ciencia siempre que se acomoden a su gusto, y siga siempre las prescripciones de su gusto, aun cuando no coincidan con las de la ciencia».

En ese delicado equilibro entre innovación y cocina se mueve El Celler de Can Roca (Gerona, tres estrellas Michelin) con tanta precisión e inteligencia que el resultado obtenido por los hermanos Joan, Josep y Jordi se traduce ya en una lista de espera de 11 meses. Cada pase del comedor es para unas cincuenta personas, mientras que el local cuenta con 70 profesionales, y a día de hoy tres estudiantes gallegos becados por el BBVA. Hay dos menús degustación: el corto, de 180 euros, más la opción del maridaje de vinos por 55; y el largo (Festival), de 205 euros, más 90 del maridaje. Incluye cuatro aperitivos, once preparaciones principales y tres postres. Los comensales se lo toman con calma «y algunas sobremesas duran casi hasta las ocho de la tarde», confirma Josep Roca.

¿Dónde está la clave del éxito de un restaurante que ha llegado a ser el número uno del mundo? Posiblemente en la comprensión de que la ciencia -y El Celler es vanguardia absoluta en ese terreno- solo funciona al servicio del plato, nunca como ingrediente principal. Ese equilibrio lo logran los Roca con dos elementos: tradición y juego.

El peso de la tradición en El Celler es abrumador. Uno de los aperitivos, Memoria de un bar en las afueras de Girona, es una interpretación de las recetas del restaurante familiar, los sabores de la niñez reinventados. Aparecen entonces los calamares a la romana del bar, el canelón de Montse (su madre) y los riñones al jerez. Y es en este punto donde los Roca ponen en marcha los engranajes científicos de El Celler, resumiendo todo ese guiso, producto de horas de preparación, en una liofilizadora que concentra esa esencia en un diminuto snack, un intenso bocado de riñones al jerez.

En cuanto al juego, es el conducto por el que se canaliza la ciencia. Lo vemos en el helado de oliva verde. A la mesa llega un bonsái de olivo de cuyas ramas penden pequeñas aceitunas. Al cogerlas, están frías; al probarlas, se deshacen en la boca; un homenaje a Adrià y las esferificaciones.

También un juego, sensorial, marca el ritmo de los postres. Primero, el olfato, con la adaptación del perfume Miracle, de Lancôme. En la mesa se presenta un pequeño cono impregnado con el aroma, además del plato diseñado por Jordi Roca, que recrea el perfume a base de sabores: crema de jengibre, granizado de pomelo, sorbete de lichi rosa, violeta y pimienta rosa.

Después, la vista, con el postre Cromatismo naranja, en el que varias frutas de esa tonalidad se encierran en una cápsula que se mece sobre zanahoria rallada. Y por último, el tacto, en Libro viejo. El cliente recibe un ejemplar envejecido de En busca del tiempo perdido, de Proust, junto a un milhojas de galleta de mantequilla que imita las páginas del libro. En una de ellas se lee la mítica descripción de la magdalena. El milhojas se acompaña de crema de té y esencia de libro viejo. Y aquí se cuela otra vez la ciencia, para pasmo de los comensales. Hace años ya que El Celler investiga con destiladores. Han patentado el Rotaval, con el que consiguen, por ejemplo, esencias de tierra húmeda o de libro viejo. Ciencia, sí, pero, como sugería Camba, según las prescripciones del gusto.