Cuando los animales hablaban

SOCIEDAD

De repente, los animales de los cuentos dejan de pronunciar sentencias y moralejas. No desaparecen completamente de las historias que nos cuentan, pero se convierten en ganado o mascotas

17 dic 2017 . Actualizado a las 09:36 h.

Nuestra infancia transcurre, en gran parte, en el reino animal. No me refiero a que algunos hayamos cuidado mascotas en casa -de niño yo tenía una perra de caza, Harpa, que se alimentaba fundamentalmente de calcetines-, sino a que vivimos rodeados de bichos de todas clases: en los cuentos, en los juguetes, en las películas, en la ropa, en las canciones... Decía Rilke, en una frase muy citada, que la patria del hombre es la infancia. Se le olvidó aclarar que también lo es de la mujer, y que nuestros conciudadanos en esa patria imaginaria son osos de peluche, galletas con forma de dinosaurio, relojes con cara de búhos, lámparas que en realidad son gusanos luminosos.

Lo cierto es que, como Mowgli, el de El Libro de la Selva, todo niño se cría entre fieras, aunque se presenten en efigie; y, como en el libro de Kipling, esas fieras son quienes nos educan. Los animales de verdad nos ayudan a hablar por medio de sus onomatopeyas, mientras que los imaginarios son nuestros modelos de comportamiento: gatos con botas, cerditos albañiles, abejas filosóficas, ratitas presumidas. Y luego viene Disney, que es como el supermercado de la imaginación infantil, con sus ratones de clase media -que, extrañamente, son dueños de perros- y sus patos millonarios.

Es curioso que nadie que yo conozca -yo incluido- se acuerde del momento preciso en el que todo este mundo se desvanece. De repente, los animales de los cuentos dejan de pronunciar sentencias y moralejas. De hecho, dejan de hablar. La mayoría se vuelven cuadrúpedos y se hacen nudistas. No desaparecen completamente de las historias que nos cuentan, pero se convierten en ganado o mascotas. A los perros carteros, por alguna razón, les echan de Correos, destituyen a los cerditos alcaldes, los osos polares y los pingüinos dejan de ser amigos, los ratones disminuyen dramáticamente de tamaño y se convierten en una plaga. En cuanto a los animales de la realidad, parece que se quedan estancados en el lenguaje de la onomatopeya, mientras nosotros progresamos rápidamente y adquirimos un vocabulario complejo. El mundo animal se vuelve, de un día para otro, duro como el patio de una cárcel: una lucha por la supervivencia que solo se puede contar en documentales censurados. Si algún niño pudiese ser consciente de este cambio, le parecería el golpe de estado más asombroso que pueda imaginarse.

Me acordaba de esto esta semana, al leer que el Congreso ha iniciado los trámites para un cambio legal que hará que los animales dejen de ser considerados cosas y se reconozcan sus sentimientos. En realidad, es una manera de embellecer lo que es una reforma más bien técnica: se hace a los animales inembargables -como también lo son los instrumentos de trabajo- y se les incluye en las futuras peleas de los divorcios, en una categoría parecida a la que disfrutan y sufren los hijos.

Los cuentos tradicionales gallegos tenían un recurso literario para marcar el comienzo de una historia. Para situarla en un tiempo mágico en el que todo era posible, el narrador decía: «Aló, naquel tempo cando os animais falaban...». Entiendo que esta reforma que se quiere hacer en el parlamento es popular, porque acompaña el signo de los tiempos y reconoce el vínculo emocional de mucha gente con sus animales. Pero ayer, mirando un cuento troquelado para niños, me preguntaba si no responderá también, en el fondo, a una fantasía que nunca nos abandona: la de volver a visitar la propia infancia. Quizás todas las utopías, que son lo mejor y lo peor del ser humano, consistan solamente en eso, en un intento de regresar a la patria perdida que decía Rilke.