Muíño de Pena, un museo en O Pino

CRISTÓBAL RAMÍREZ REDACCIÓN / LA VOZ

TERRA

PACO RODRÍGUEZ

En verano se llenó de peregrinos, y la cita ahora es el Outono Gastronómico

01 dic 2021 . Actualizado a las 22:23 h.

Yuli es una mujer joven y con un acento muy musical. Amable, reflexiona cómo fue el verano en Muíño de Pena, y se le nota que está contenta por cómo marcha ese excelente y ya veterano invento de Turgalicia (hoy Turismo de Galicia) llamado Outono Gastronómico. «Hoy tenemos todo lleno», dice, satisfecha. Y desde luego, por allí hay mucha gente visitando los inmediatos alrededores, que son simplemente espectaculares, con el río Mera corriendo desbocado (ojo si se viaja con niños), un puente peatonal no lejos de otro maravilloso que es Ponte Puñide, una ruta de senderismo tan corta como fácil y grata que conduce a una playa fluvial en donde se encuentra ese río con el Tambre… Es decir, concello de O Pino.

Y por si fuera poco, un lugar histórico, puesto que metro arriba, metro abajo, por ahí debía de pasar una calzada romana, como lo demuestran las piezas encontradas aquí y allá. Yuli no sabe que la página de este periódico del 25 de julio del 2003 que tiene enmarcada está firmada por la misma persona que firma esta. Quizás por eso habla relajada, buena anfitriona con los que llegan, ignorante quizás de lo que decía el periódico hace 18 años: «Un molino centenario convertido en museo. Mejorar el entorno a la vez que el edificio, clave del éxito de la reconstrucción».La transformación de estas venerables paredes en establecimiento de turismo rural se debe a Maruja Pena, que llevaba una vida tranquila en Santiago hasta que un buen día se decidió a recuperar del olvido el molino-aserradero (una maquía, en suma) que pertenece a su familia desde hace bastante más de un siglo. Y hay que volver a escribir las palabras de años atrás: «Ni corta ni perezosa dedicó tres años de su vida a dirigir la restauración de un edificio enorme». La acompañó su marido, Antonio, y un animal entrañable que, por supuesto, ya no está: la fiel perra Laila.

El calificativo de enorme queda más que justificado: aquello es grande, muy grande, pero permanece oculto desde la carretera que desde Santiago conduce a Curtis. Es más, a pesar de que a la izquierda del asfalto se colocó un cartel de buen tamaño indicando el desvío en descenso, quienes se pasan de largo suman más que los que lo ven a las primeras de cambio.

Hay que bajar por una pista estrecha e inmediatamente aparece ante los ojos un cuidado cruceiro (¡con una canasta de baloncesto al lado!) y lo recomendable es dejar por ahí el coche, que eso es lo peor que tiene: con la geografía no se puede negociar, y el aparcamiento resulta escaso e incómodo, pero algún defecto debía de tener. Cierto es también que el hallarse donde se halla encierra sus ventajas: esa barrera espesa de vegetación que lo separa de la carretera también amortigua el ruido de los vehículos, que por otra parte no es mucho fuera de las horas laborables.

Pero en fin, lo cierto es que la primera impresión es que el calificativo de enorme parece que le viene grande. Es necesario ir a la otra orilla del Mera —que es el que en otros tiempos aportaba la fuerza motriz a esa instalación industrial— o bien entrar a los dominios de Yuli para darse cuenta de las dimensiones del establecimiento.

Antes de bajar los escalones del interior para ir a dar a un espacio muy amplio y muy alto, a la izquierda parte un corredor que lleva a cinco de las siete habitaciones. La escalera de frente lleva a otras dos, que quizás sean las menos íntimas porque todo el mundo baja al vecino comedor o bien simplemente quiere admirar el museo. Hay, además, un pequeño apartamento aislado en otro edificio (que no aparece en su web).

Porque, en efecto, Muíño de Pena tiene un museo, algo que nunca se le pagará lo suficiente a Maruja Pena porque ella con su marido salvaron todas esas piezas de una destrucción segura, tal y como pasó en otros tantos parajes de Galicia. La sierra, por ejemplo, se merece un sobresaliente, y llama más la atención incluso que el telar. En total, aseguran que allí hay la nada desdeñable cifra de ochenta piezas, la más antigua del siglo XVI. Esa parte, por cierto, es la menos iluminada, generando una atmósfera peculiar. Pero lo cierto es que nadie se marcha sin hacerse ahí una foto.

Yuli comenta que durante el verano se cansaron de recibir a peregrinos (van a recogerlos adonde estén y al día siguiente los devuelven al Camino), si bien, lógicamente, el panorama ya cambió, y ahora abren los fines de semana hasta que vuelva a manifestarse el wanderlust, ese impulso por viajar definido por los alemanes y que parece pensado para los gallegos. «Oiga, Yuli, ese acento tan musical, ¿es canario?». Y bajo la máscara se adivina una enorme sonrisa: «¡No, qué va, no tiene nada que ver! Soy peruana».