Por qué la cara oeste de las Cíes parece cubierta de oro

ANTÓN LOIS AMIGOS DA TERRA VIGO@TIERRA.ORG

VIGO CIUDAD

MANUEL MARRAS

La presencia de líquenes en los acantilados de las islas es una señal de la buena calidad del aire

04 dic 2017 . Actualizado a las 12:02 h.

Que la puesta de sol con las Cíes al fondo es un espectáculo fascinante no tiene mucha discusión. Y es la excusa perfecta para presentar a unos entrañables amigos. Para ello, vamos a empezar cambiando el punto de vista. Si este atardecer llegásemos en barco a Vigo, los últimos rayos de sol invitarían a pensar que las Cíes están cubiertas de oro. Veríamos los acantilados de su cara oeste brillando con un espectacular tono dorado. El responsable de semejante belleza es un liquen (en realidad, cientos de miles de líquenes) de la especie Caloplaca mariña.

En primer lugar deberíamos contar qué viene siendo un liquen, cosa que tiene su enjundia porque no es una sola criatura, sino la suma de varias. Nuestros primos son fundamentalmente hongos, pero no solo eso porque en un proceso evolutivamente excepcional decidieron asociarse cooperativamente y en realidad son la combinación de un alga y un hongo bien juntitos en íntima armonía. El hongo es lo que vemos y suministra al alga la humedad que necesita para vivir, que recoge del exterior y lo almacena en sus tejidos internos. Por eso al tocarlos notamos su tacto siempre seco, y a su vez el alga microscópica que vive en su interior colabora con el hongo aportando el milagro de convertir en alimento el sol, la fotosíntesis que los hongos no pueden realizar.

Los líquenes son, en definitiva, el mejor ejemplo de simbiosis: dos especies distintas que se unen para colaborar y ayudarse mutuamente en una relación íntima que sería imposible en solitario y de la que ambas salen beneficiadas y, a su vez, benefician al conjunto de su entorno. Además de tapizar las rocas, contribuyen en un proceso tan lento como constante a generar un mínimo suelo a partir de las rocas desnudas en las que producen y fijan nitrógeno esencial y de esta tenaz característica pionera, poco a poco, se benefician otras especies que también viven al límite. Son a la vez lo más fuerte y lo más frágil que podemos ver en la naturaleza y entre sus bienes y servicios nos aportan uno esencial, que ni a nosotros ni a ellos nos gustaría tener que utilizar: son excepcionales bioindicadores de contaminación. La presencia de muchas variedades de líquenes es una señal de buena calidad del aire, y su ausencia indica lo contrario. Como no podía ser de otra forma, la cultura tradicional buscó utilidades a estas llamadas «tripas de roca» y el listado de sus usos era tan variado que incluía tanto funciones estéticas (tintes naturales y fijadores de perfumes) como medicinales (antioxidantes, antivíricas, antitumorales e incluso antirrábicas) e incluso arquitectónicas en el revestimiento de paredes.

Por poner un ejemplo cercano de estos últimos usos, ¿les suena la noticia de que en el antiguo Hospital Xeral tienen que retirar los altamente tóxicos revestimientos de amianto antes de iniciar las obras de la ciudad de la justicia? Pues como cobertura de seguridad en las paredes de las minas de amianto se utilizaban los líquenes. Siempre que mencionamos estos usos tradicionales, especialmente los medicinales, la prudencia es fundamental pero en el caso de los líquenes resulta igualmente importante evitar cualquier tipo de uso. Demasiado tarde empezamos a conocerlos y apreciarlos y por defecto deberíamos considerarlos a todos como especies amenazadas.

Como todas las especies que viven donde ninguna otra puede hacerlo, y pocos lugares tan complicados como sobre las piedras al borde del mar donde pinta de oro las islas Cíes nuestra hermosa Caloplaca, los líquenes están siempre al filo de la supervivencia. La más mínima alteración, desde una simple pisada humana (y no digamos pasarle la hidrolimpiadora a presión) es determinante para romper ese frágil equilibrio.

Nuestra amiga es cosmopolita y encontramos a sus primas desde el Polo Norte a la Antártida. Ni siquiera sabemos todavía cuántas especies componen su familia, porque al menos 30 diferentes viven en nuestras latitudes; incluso en el Parque Nacional das Illas Atlánticas quizás nos encontremos alguna sorpresa. Podemos anotar una curiosidad al hilo de lo dicho: una de estas especies recién descubierta justo enfrente de las Cíes, apenas cruzando el Atlántico, es la Caloplaca obamae. Y, efectivamente, el apellido «obamae» fue un detalle con el expresidente norteamericano. No sería mala idea que esta lección ecológica que nos brindan estos seres tan pequeñitos la adoptase nuestra especie como norma de conducta. Nos iría mucho mejor a todas, a todos y a todo si la relación de nuestra especie con nuestro planeta empezase a ser simbiótica y dejase de ser parasitaria.