50 años... y así

Lucía Vidal

YES

Lucía Vidal / Daniel Portela

Felices los cuatro. Dicen que el amor no tiene edad. Pero también que la chispa del amor se apaga a los siete años o que no hay amor que cien años dure. Estas parejas ponen a prueba fórmulas matemáticas, procesos químicos y dichos populares. ¿Quieren saber cuál es su secreto para que la llama siga viva 18.250 días después del «sí quiero»?

16 sep 2017 . Actualizado a las 13:06 h.

Llegan a la cita como al baile de los sábados, y como los famosos, perfectamente conjuntados. Unos a rayas. Los otros de color salmón. Todos vecinos de Tameiga, una parroquia de Mos. Su universo vital. 

Consuelo y Manuel fueron juntos al colegio. Jugaron en la misma pandilla. «Non gastamos suela de zapato» dice la risueña Chelo. Y es que en la época eran muchos los amores que se labraban a golpe de kilómetros, los que había que recorrer a pie para ver a esa persona especial. Vecinos de barrio, O Pazo, estaban predestinados -que no condenados- a entenderse.

También se conocen prácticamente desde que nacieron Carlos y Rosario. Pegados el uno al otro las 24 horas del día, los sentimientos de amistad se tornaron en algo diferente llegada la adolescencia. Charo recuerda cómo el párroco le dijo un día: «Caray, que cedo botas mozo». Tenían quince años, y lucían su estrenado amor debajo de un castaño, en la plaza de San Martín, junto a la iglesia. «Daquela xa andabamos xuntos, tratándonos doutra maneira, xa me entendes... E así seguimos».

Respeto. Es la palabra que repiten como un mantra. La base sobre la que se ha cimentado su longeva relación. Eso y «aguantar». «Se un dos dous enfada -comenta Carlos- pois marcha un rato. E despois facemos as paces». Él fue transportista. Recorrió toda Galicia con su camión. Charo se dedicó al campo y a las tareas de casa. Siempre apoyándose el uno al otro. Siempre juntos. Hasta para hacer la compra: «É raro que un colla o coche sen o outro». Ella va a la coral, hace bolillos y cuero, ejerce de vocal de la asociación contra el cáncer y participa activamente de la vida religiosa de la parroquia. A Carlos le va la natación. Qué decir de Manuel y Consuelo, Ginger y Fred. Qué gracia moviéndose. ¡Si parecen dos chavales! Las torneadas piernas de Chelo pisan a menudo el gimnasio. Y se nota. La música y la piscina son otras de sus aficiones.

Dos hijos han tenido cada una de las parejas. Y cinco nietos, en total. «Non queren facer máis grande o país. Como hai pouco traballo...». 

«Casar namorados»

¿Que si cambiaron mucho los noviazgos desde entonces? ¡Mi madre! espeta la expresiva Chelo. «Agora volven da lúa de mel xa separados» añade con retranca Carlos. «E que queren imitar os famosos», completa el razonamiento Charo. ¿Un consejo que darles a las parejas de ahora?: «Que casen namorados e sen pensar que non vai ser para sempre», proponen ellas, que de esto, desde luego, saben un rato. «E que agora -añade Manuel- non soportan os berrinches» Y la pícara Chelo concluye «se total, debaixo da manta marchaban todos. E iso era a felicidade máis grande» «Si, si -se suman todos al carro-... a reconciliación era o mellor. Un perdón en condicións».

¿Repetirían experiencia? Los cuatro lo tienen claro. «A vida foi bonita», dice Manuel con esa nostalgia que brota cuando miras al pasado... «Eu pediría que foras un pouco máis nova» comenta Carlos, que acaba de casarse por segunda vez con su Charo, aprovechando el enlace de su hija. «A ver se chegamos ás de platino»

Viéndoles da la sensación de que el tiempo se ha detenido. Sus miradas cómplices, sus manos entrelazadas, el brillo de sus ojos... nos devuelven a la sombra de aquel castaño en el que hacían manitas cincuenta años atrás. 

Oscar Vazquez

José y Mari Carmen: «Con seis hijos, uno no podía pensar en crisis de pareja»

Fue en mayo del 57 cuando José y Mari Carmen se dieron el «sí quiero». Ella, una mujer adelantada a su tiempo, se licenció en Químicas por la Universidad de Santiago recién empezada la segunda mitad del siglo XX. Tres años después se trasladó a un colegio en A Rúa para ejercer como maestra. Y fue aquí, en este rincón de la provincia de Ourense, donde conoció a su futuro marido, un hombre alto y distinguido apodado como «Rodolfo Valentino». El galán de fino bigote quedó prendado de aquella chica morena y culta que venía de fuera. Su enlace fue recogido en distintos medios como «una boda de tronío». La familia del novio poseía lo que entonces equivalía a un «Corte Inglés» de la época, con su sección de muebles, zapatos o droguería. Ella, de riguroso negro, como marcaban los cánones. La lencería de la noche de bodas, bordada a mano, es hoy un tesoro en manos de Carmen, su única hija. Cuando les preguntan por el secreto de su consolidado amor, dan una respuesta más pegada a la razón que al corazón: «es que con seis hijos, uno no se podía parar a pensar en crisis de pareja». Recién cumplidos los noventa y con un riñón menos, José le echa un pulso a la vida cada día que pasa: «Pasear es lo que me mantiene vivo. La calle». Todas las mañanas se le puede ver por Samil. Mari Carmen es más casera. ¿Su gran pasión? La lectura. Devora libros empujada por un miedo, el de «perder la cabeza», y aunque oficialmente se ha jubilado, sigue siendo ejerciendo de profesora para los suyos. «Doy clases de formulación a mi nieta, que estudia Farmacia». Lo hace en la misma mesa camilla en la que también enseñó a sus hijos ciencias, francés o latín...

Carmen habla con adoración de ellos. «Los admiro», dice. «Han discutido, claro, como todos los matrimonios, pero cada uno siempre ha tenido su espacio. Se han sabido adaptar a los tiempos». Su madre no entiende «el estrés de las parejas de ahora», y regaña a su nieta cada vez que le presenta a un novio nuevo... Su padre es, en ese sentido, «mucho más moderno». Prometió que dejaría de conducir a los noventa. Y ha cumplido. Le ha regalado el coche a un nieto, pero con la condición de que este haga de chófer cuando lo necesiten. Por ejemplo, cuando van a pasar unos días a la casa que tienen en O Carballiño. Sin duda queda algo en él del hombre de negocios que fue.

Entre la larga lista de recuerdos vitales, rescatan uno especial: el paso de Mari Carmen por el popular concurso 1,2,3. Kiko Ledgard era entonces el presentador del espacio con el que crecieron miles de españoles. Ella y un compañero del instituto de O Porriño consiguieron llegar a la codiciada subasta. Se llevaron 31.200 pesetas, que donaron a sus alumnos para el viaje de fin de curso, y ¡un coche! Todavía mantienen contacto con una azafata del programa, que les escribió para felicitarles por su sesenta aniversario. Entre las últimas anécdotas, la mala pasada que le jugaron los nervios a Mari Carmen el día que el fotógrafo de La Voz quiso inmortalizar sus sesenta años de amor. Su hija lo cuenta con humor: «Con tanto ajetreo mi madre perdió los dientes postizos. Y claro, sin ellos decía que no salía en la foto... Al final los tenía en el bolsillo del pantalón». 

MARCOS MÍGUEZ

Jaime y María Antonia: «Si uno dice amén a todo algo no funciona. Lo que hay que hacer es hablar, no callar y guardarse todo»

Lo de Jaime y María Antonia fue un flechazo en toda regla. Coruñeses de toda la vida (podrían tener el carné CTV). Ella vecina de Rubine. Él, de la calle Compostela y alumno de Maristas. «Ella fue quien tomó la iniciativa -dice Jaime- Yo me dejé. Un día me llamó por teléfono y quedamos». La primera cita fue en el cine Avenida. Fue verse y tener claro que pasarían juntos el resto de su vida. En su caso sí puede aplicarse eso de ‘la primera impresión es la que cuenta’. Tenían quince años. Los jardines de los Cantones fueron testigo de muchos paseos agarrados de la mano. Y la Hípica, adonde iban a tomar un vino o un refresco en las noches de invierno. Tiempos de noviazgo inocente. «Fuimos puros y castos hasta los 18», apunta Jaime.

Pasaron por la vicaría a los 23 -él, a punto de cumplirlos, tuvo que luchar contra la reticencias de la familia de María Antonia que lo veía muy joven-. «Me casó ella a mí».

En Madrid vivieron nueve años. Cinco de sus siete hijos nacieron en la capital. Los dos últimos, ya de vuelta en Galicia. Hoy tienen cinco nietos, a los que dedican parte de su tiempo. El otro lo comparten juntos, en sus largas caminatas por la ciudad «hasta que las piernas aguantan». El pasado 17 de julio celebraron su 50 aniversario de bodas renovando sus votos en el convento de las Carmelitas, un lugar muy especial para ellos. Su hija es monja de clausura. «Pero sin blanco y de corto. Fue una boda moderna -comenta la renovia-. Con mucho ritmo porque en mi familia hay muchos músicos, y baile». «La gente ahora cree que es otra cosa pero el matrimonio tiene sus rosas y sus espinitas. No hemos estado siempre de acuerdo. Si uno dice amén a todo es que algo no funciona. Lo que hay que hacer es hablar. No callar y guardarse todo. La comunicación es fundamental», apunta María Antonia. «También es importante tener un tiempo para la pareja. Siempre guardábamos un día a la semana para nosotros. Solo para nosotros. Para hacer planes juntos. Sin hijos». Hoy ya no les hace falta porque como ellos dicen «éramos dos y volvemos a ser dos». Jaime tiene claro que lo suyo ha funcionado porque «nos queremos muchísimo y nos respetamos».

«Las relaciones ahora son distintas. Nosotros hemos ido viendo la evolución según iban creciendo nuestros hijos. Cada seis u ocho años se produce un cambio. Hoy a los 12 los niños ya andan con niñas. Y las parejas se separan y vuelven a rehacer su vida con otros. O viven juntas sin estar casadas». Para Jaime y María Antonia el matrimonio «es lo mejor del mundo» pero claro, hablan desde la atalaya marital de preciosas vistas que han podido y sabido construir.

Lo suyo es como un candado irrompible. Con unas claves que solo ellos saben descifrar. «Se soldó en su momento y hoy no hay quien lo separe. Si algún día uno de los dos se va... no nos imaginamos al lado de otra persona».