«Soy una princesa valiente que nació en una cajita de cristal»

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MARCOS MIGUEZ

Martina, que al nacer pesó 860 gramos, ahora tiene tres años y es una niña sana y feliz

17 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Los ojos de Martina dicen que es una niña feliz. Me coge de la mano cuando llego a su casa, y aunque su hermana pequeña está a su lado, ella prefiere ignorarla (señal de que todo va normal) y centrarse en la conversación conmigo, sabe que hoy la protagonista es ella, que he venido a hablar de cómo vino al mundo.

Así que cuando su madre, Ana, saca de una carpetita los recuerdos de su nacimiento, la medalla de haber superado el kilo y su primer pañal, ella me avanza el titular: «Soy una princesa valiente que nació en una cajita de cristal, ¿sabes?».

Me quedo impresionada por ese primer pañal que le quedaría grande a un Nenuco, y no le serviría al muñeco con el que posa en la foto Martina junto a su mamá y su hermana Julia. Para que se hagan una idea, podría servirle a una Nancy porque no ocupa ni tres dedos de una mano. Esa proporción mínima dibuja las circunstancias en las que esta valiente nació hace 3 años. A su padre, Santiago, se le pone un nudo en la garganta cuando su mujer empieza el relato. «Era nuestra primera hija, todo era ideal, yo tenía 32 años, llevaba un embarazo normal y de repente un día empecé a tener más flujo. Decidimos ir a urgencias y allí ya me dijeron que la niña venía de nalgas y que yo había dilatado 4 centímetros. ¡Si estoy de 25 semanas!, ¿cómo va a nacer?». A partir de ese momento la vida de Santiago y de Ana se volvió del revés.

«En un instante todo cambió, me quedé ingresada y me pusieron una inyección para madurar los pulmones de la niña. No te queda más que ir día a día, yo quería aguantar, pero a las 48 horas rompí aguas y ya me tuvieron que hacer una cesárea». Martina nació el 10 de enero del 2015 y pesó 860 gramos. Sus padres la esperaban para el 11 de abril.

«De pronto te ahoga la incertidumbre: yo había dado a luz, pero no tenía a la niña conmigo, no sabía si estaba viva y si tenía posibilidades de salir», cuenta Ana mientras fija su mirada en su marido: «Él lo pasó peor, los padres son los grandes sufridores, pasan mucha angustia y parece que todo se centra en nosotras, las madres, pero ellos lo pasan muy mal». Santi asiente confirmando que durante unas horas no supo qué era lo que pasaba con su mujer y su hija. Desde ese momento, todo fue un proceso lento que requirió mucha paciencia y fortaleza. «A ver, Dios mío, estás en shock, de golpe tienes una hija intubada por la garganta, llena de cables, que no respira por sí misma, su piel es transparente, las venas se le ven, el cerebro tiene que madurar, tiene riesgo de hemorragias y piensas: ¿y a la larga?, ¿qué le va a pasar después?», relata Ana.

UNA NIÑA LLENA DE CABLES

Lo peor llegó a la semana, a Martina tuvieron que operarla del corazón, «es el famoso ductus de los prematuros» -explica-, una válvula que no se le cerró ni con medicación. «Sientes una montaña rusa de emociones, tu hija tiene 600 gramos (porque después bajan de peso), un día te dicen que la tienen que operar, otro que le descubren un problema en el ojo». «A nosotros nos pasó a los dos meses, todo iba relativamente bien, y otra vez nos dicen que a lo mejor hay que volver a intervenirla porque de tanto oxígeno que había recibido le había afectado a la vista. Al final se resolvió con medicación, pero la angustia es constante», apunta.

Lo mejor para ellos fue, sin duda, el trato que recibieron de parte de los médicos y enfermeras del Materno, «te conviertes en una gran familia», «con ellos te sientes tranquila, es como una gran casa», y los dos aseguran que también la relación con los otros padres fue crucial durante el período de ingreso. «Son muchos días, muchas horas, y allí con solo una mirada te sientes arropado, compartes muy intensamente todo». Esa experiencia ha hecho que Ana ahora sea la responsable en A Coruña de Agaprem (Asociación Gallega de Prematuros), y cree firmemente en el bien que hace establecer lazos entre las familias.

«Todos pasamos por lo mismo, tenemos las mismas inseguridades, yo me sentía muy culpable. Nosotros al principio nos asustábamos con los monitores de la uci, pero cuando nos dieron el alta, les dijimos: ¿qué vamos a hacer sin el monitor? ¿Cómo vamos a saber que está bien? Todos nos queremos llevar las máquinas para casa».

Martina, solo hay que verla, ha crecido sana y sin grandes complicaciones. «Son niños que van más lentos el primer año, pero bueno, qué más da que haga las cosas un poco más tarde, al final lo importante es que las haga, que esté bien, y ella lo está», dicen sus padres, que se desvivieron en sus cuidados, sobre todo cuando les dieron el alta. «Entre que yo me sacaba la leche porque prefería dársela en biberón para saber cuánto tomaba y se lo daba me pasaba todo el día. De pronto la vida se te para y es así: todo es tu hija, sacar leche y cuidarla». «La suerte que hemos tenido -concluye Ana- son esos profesionales, esas casi cien personas que podían estar pendientes de mi hija, eso se lo agradeceremos siempre. Ellos son los que le han dado verdaderamente la vida a Martina».