31 ago 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

El martes pasó lo que podría pasar todos los días: un aeronauta que hacía la ruta Bangkok-Madrid con escala en Munich abrió la puerta equivocada. Podría haber sido una versión aeroportuaria del dilema de Monty Hall, un intrigante acertijo matemático popularizado en el concurso estadounidense Let’s make a deal y que en España se hizo carne en Mayra Gómez Kemp cada vez que le preguntaba a un concursante del Un, dos, tres por uno de los sobres que conducían al coche o a la calabaza. Pero nuestro hombre apenas tuvo opción porque se fue sin dudarlo a la mala puerta, un acceso restringido para pasajeros con derechos cuando él, a esas alturas del viaje, todavía no lo era. El relato especifica que el chaval se bajó del avión para transitar unas horas por el aeropuerto de Munich suspendido en el espacio y en el tiempo de las escalas. Acuciado por una urgencia física inaplazable se metió en un cuarto de baño de la terminal, un paréntesis que resultó fatal. Al salir del excusado su manada había desaparecido; confundido, emprendió la marcha por la dirección equivocada y acabó empujando una puerta con aspecto convencional pero que resultó ser el portón del Infierno, el mismo que Dante franqueó aquella vez, «es por mí que se va a la ciudad del llanto, es por mí que se va al dolor eterno». Todo estaba allí para este desgraciado viajero, los nueve círculos concéntricos con Satán en el centro y las penas eternas: 130 vuelos cancelados y un caos en la sección de facturación que se mantuvo durante horas, detención exprés, interrogatorio y unas penas por determinar.

Para este pobre español, que las crónicas describen «horrorizado», el viaje ha sido terrible, aunque quizás haya visitado este mundo para servir de lección y parábola a la humanidad. Con su gesto nos ha demostrado a todos algo que intuíamos: el infierno está en un aeropuerto, ese lugar con puertas abiertas por todo el planeta pensado para el sufrimiento eterno y la humillación definitiva. Incautos seres humanos pagamos cada día por entrar en ese averno en el que nada más acceder te descalzan y desnudan; te cachean; te arrebatan el agua; te intoxican con comida de plástico; te embuten en un asiento en el que no cabes y a veces hasta te pierden la maleta de tu vida. Y todo eso, entrando por la puerta adecuada. Imposible determinar con certeza lo que habrá sufrido nuestro viajero del martes.