Militza, Dioleida, Diolitza y la madre que las nombró

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Militza y Diolitza, junto a su madre, Ana
Militza y Diolitza, junto a su madre, Ana Ángel Manso

Estas hermanas son únicas. Como su creativa madre, que les dio en el nombre la primera singularidad. En realidad, son cinco, diferentes pero muy unidas, y cada una es un poco hija de la anterior

05 dic 2019 . Actualizado a las 00:14 h.

Toda historia tiene al menos un nombre propio. La de las hermanas Cajigal Leonett tiene cinco fuera de lo común. Ellas son Militza, Dioleida, Diolitza, Mileidy... y Anabel. Digamos que el quinto nombre es la excepción que confirma la creatividad de la madre que las trajo al mundo en Venezuela y las crio en Galicia, con arte y disciplina, hasta verlas volar fuertes e independientes como son. «Siempre tuve claro que si les ponía nombres peculiares nadie se iba a acordar... y así ha sido. La prueba está en que mis vecinos siempre andaban con la confusión. ‘¿Tú eres Militza?’, le decían a Diolitza o Dioleida. Así si quieren hablar mal de una, no saben de cuál, ¡no se acuerdan de quién es quién!», resuelve la madre de estas cinco hermanas que no perdonan un viaje al año juntas (sin parejas ni hijos, en exclusivo homenaje a su hermandad). El nombre de la matriarca, pintora y autora de la novela La vedette y el guerrillero, es Ana Isabel, y su apellido, Leonett, que perdió al casarse en Venezuela pero recuperó años después. A su primogénita la llamó Militza por una amazona americana. «Luego hice mis composiciones. A mi segunda hija le puse Dioleida, inventado por mí. Luego nació Diolitza, un compuesto de Dioleida y Militza. La cuarta fue Mileidy, que es Mi por Militza, lei de Dioleida y dy de Diolitza», cuenta Ana. Cada hija es, entonces, un poco hija de nombre de la hija anterior.

La quinta y última es Anabel. ¿Por qué, no llegó al paritorio la inspiración? «Bueno... Yo le iba a poner Anmidibel. An de Ana y Andrés [el padre, y esposo de Ana], mi de Militza, di de Dioleida y Diolitza y bel de mi segundo nombre, Isabel», relata Ana, que dice que su marido rechazó la última propuesta materna, y la quinta hija se llevó en un momento de relax antroponímico el nombre de mamá. «Los amigos de mi padre siempre bromeaban: ‘Nes, como é o das túas fillas?’. Y él se veía siempre contando la historia», ríe Militza, la mayor, que posa en la foto (primera por la izquierda) junto a su madre y su hermana Diolitza en representación de toda la piña, en la casa familiar de Mera, donde constato se imponen el arte y la mujer, y las conversaciones son redondas (sin fin) como la mesa a la que se sirven con humor y café.

DOS «DIOS» Y UNA «DIOR»

Dioleida y Diolitza suelen abreviarse las dos en Dio (en Italia, nombre de Dios) y comparten profesión, la enfermería. «Cuando trabajaban las dos en el oncológico, tenían sus pretendientes... A veces llamaba uno: ‘Hola, ¿está Dio?’. ‘¿Cuál de las dos?’, le preguntaba yo. ‘No... una chica venezolana...’. ‘Hay dos venezolanas’, decía yo. ‘No... una chica que trabaja en el oncológico’. Y yo: ‘Hay dos que trabajan en el oncológico’. Pensaban que les tomaba el pelo, pero es la verdad», comenta Ana, consciente de la comedia de la situación.

El padre de las Cajigal, Andrés, cedió en todas, salvo en la última en llegar. «Tú sabes cómo era antes la vida de la mujer. La crianza y la casa le pertenecían solo a ella, por eso decidí yo», comenta Ana. «Eso sí, si alguna vez llegaba el niño, se llamaría Andrés», aseguran Militza y Dio (enfermera, venezolana... ¿adivinas cuál de las dos?).

Hubo un sexto embarazo, que se truncó. El niño no llegó, o llegó en la siguiente generación. Entre los diez nietos de Ana y Andrés hay más de un varón. El primero lleva el nombre del abuelo. «Mi hijo es Andrés, como mi padre. Luego llegó la niña. Para que mi hijo no se celase, le dije: ‘Lo más importante lo vas a poner tú: el nombre’. Y él le puso el nombre de su tía favorita: Dioleida». Así que hay al menos dos Dioleidas en el mundo y son tía y sobrina. Aunque a la pequeña Dio, por su gusto por la moda, en el cole la llaman «Dior».

Cuando Ana dio a luz a sus cinco hijas, el sexo del bebé era sorpresa hasta el final. «Había unas bombillas, si se encendía la roja era niña. Si se encendía la azul, niño. A los hombres no los dejaban pasar. Con la última hija, Anabel, todo el mundo predecía: ‘Ahora sí, ¡llega el niño! La barriga es distinta’. Andrés estaba en la sala de espera con otro padre. Cuando se encendió la luz roja, él dijo: ‘Tiene que ser la mía’, jajaja. Ahora debe dar gracias a Dios por lo mimado que está», dice Ana, que tiene la espina de un varón por eso que dicen de que «son muy de sus madres».

La familia lleva en Galicia 40 años, pero el amor entre Andrés y Ana nació «allá». «Lo conocí en mi casa, en Caracas -recuerda ella-. Vino un amigo y trajo a Andrés de visita. En aquella época el cortejo era en casa de la mujer. Yo salí por primera vez sola de casa con mi marido el día que me fui a casar. Antes nunca estuvimos solos, solitos, los dos. Tenía que ser uno virgen a la fuerza». Las niñas nacieron en Caracas, donde Ana trabajaba como maestra hasta que se vinieron a España. «Llegamos en el 78 a un piso en Coruña», cuenta. «Con la Constitución», apunta Militza.

Se vinieron todas, sin Andrés. «La situación era difícil. Y había que dar de comer a cinco hijas. Mi marido decidió quedarse, por trabajo, un año en Venezuela. Y ese año se convirtió ¡en 20!», relata Ana. «Mi padre venía una o dos veces al año y, cuando venía, mi madre se ponía tan nerviosa que le temblaban las copas», recuerdan sus hijas. «Fueron 20 años, es bonito decir ‘Qué sacrificio’, pero ¿y mi aspecto sexual, qué?», plantea Ana, que hablaba los sábados por teléfono con Andrés, «no mucho, que salía caro». «La gente me preguntaba: ‘¿Tú cómo haces con cinco hijas?’. Yo me dejaba llevar por el ajetreo del día y no daba tiempo a pensar», zanja Ana.

Militza recuerda cuando nació la cuarta hermana, Mileidy. «Un día mi madre me dijo: ‘Mili, voy a buscar el coche al aparcamiento, coge las maletitas (la suya y la del bebé, que tenía preparadas) y espera abajo. Lo hice. Subí al coche y mi madre empezó a conducir. ‘¿Mamá, adónde vamos?’, dije. ‘Al hospital, que tengo contracciones’», cuenta Militza con los ojos como platos. «¡Entonces no podías llamar al 112 y que viniese la ambulancia! Mi familia vivía a la distancia de A Coruña a Barcelona, ¿entiendes? Tenías que apañártelas sola, como podías», explica Ana.

Los años se abrevian en minutos a la mesa con historias de Ana Leonett, orgullosa del carácter independiente de cada una de sus hijas, «y del equipo que son, de lo unidas que están». Una maestra las inventó.