He (sobre)vivido un día sin ver completamente nada. Oscuridad por decisión propia. Una búsqueda de empatía con aquellos que, de la noche a la mañana, se ven sin uno de los sentidos más preciados

Alexandre Centeno

Nunca tuve especial inquietud por saber cómo sería la vida sin ver. Aun consciente de la obvia limitación que supone, he defendido que hay restricciones mucho mayores que la ceguera. Recuerdo pequeñas discusiones con mi madre, que se apañaba con solo un 5 % de visión.

-Lo peor que te puede pasar es perder la vista.

-No digas eso, mamá. Lo peor que te puede pasar es perder la cabeza. Tú, incluso como estás, vives sola, te vales por ti misma. En cambio, Fina (mi suegra, afectada desde hace años por el Alzhéimer) es como si ya no estuviera. No puede haber nada peor.

-Bueno… 

Ella asentía por no llevarme la contraria, pero no quedaba conforme. Años después, me acuerdo de lo que decía la abuela Maruja (desde que nació su primera nieta, dejó de ser madre para convertirse para siempre en la abuela Maruja). Y estoy más cerca de entenderla. No me atrevería a decir que es la mayor de las limitaciones. Pero, tras pasar 24 horas totalmente ciego, creo que comprendo un poco más aquella desazón que la perseguía. Sus ganas de no salir de casa. La angustia permanente. Cómo muchas veces se encerraba en ella con la única compañía de aquella lágrima que asomaba furtiva de sus ojos. Porque, aunque su proceso fue progresivo, nunca llegó a aceptar esa disfunción. Cuando el Alzhéimer le roba a uno los recuerdos y, cruelmente, lo devuelve a la niñez más inicial, quienes lo sufren de verdad son los familiares. El enfermo, ni siente ni padece. Un ciego sí. Lo siente. Y vaya si lo padece.

Yo, lejos de ese sufrimiento, hoy puedo decir que he conseguido (sobre)vivir un día sin ver. Que me sigue resultando imposible saber cómo sería permanecer ciego el resto de mi vida. Pero que, más que nunca, pido a Dios que no lo permita. 

¿Y por qué me decidí a sentir esta experiencia? Hace unos meses participé junto a Jesús Suárez, un músico ciego que lleva años impulsando diferentes iniciativas de integración, en la prueba de Sistema Escoita, una iniciativa del Concello de A Coruña que permitirá a las personas con discapacidad visual recibir en tiempo real la audio-descripción de las actividades deportivas se celebren en el estadio y el Palacio de los Deportes de Riazor. Aquel día viví un partido de baloncesto con los ojos tapados. Dos horas que, dentro de lo extrañas que supusieron, me pidieron más.

Lo que experimenté solo sirve para personas que han perdido la visión de forma repentina. Los ciegos de nacimiento y los que llevan años sin ver han conseguido un desarrollo sensorial del que el resto carecemos. Pero cualquiera al que, de un día para otro, se le haya apagado la luz seguro que habrá sentido muchas de las cosas que yo he pasado en solo un día. Eso sí, multiplicadas por mil. Porque yo estaba preparado para todo y sabía que a la mañana siguiente iba a volver a ver el sol. Ellos, no. 

 

Son las nueve de la mañana, me pongo los parches en los ojos y comienzo la experiencia. Primer obstáculo: la ducha. Antes del aseo, todavía con vista, había dejado preparada la ropa que me iba a poner. Pero había que entrar en el plato y ponerse bajo el agua. Cada uno tiene sus pudores y sus líneas infranqueables. La mía está en la puerta del baño. Así que estoy solo. Eso sí, no cierro la puerta con pestillo, por si acaso. No sé lo que me va a esperar. Entro en la ducha. Siento vértigo. Tengo miedo a resbalar. Y es entonces cuando estreno un banquito incrustado en la pared que siempre estuvo en el interior de la mampara y nunca había pensado que tendría que usar hasta llegada una edad. Me siento y me tranquilizo un poco. No mucho. Ya intuyo que será una ducha rápida. Y así es. No dejo de agarrarme a todo lo que puedo. Me seco a velocidad de tortuga. Sigo notándome inestable. El vértigo ha desaparecido. Pero no estoy seguro. Me visto. Esto sí ha sido fácil. Y me doy cuenta de que el vestirse y el desvestirse forman parte de una rutina diaria que tenemos automatizada. No tengo que pensar, por lo tanto, me es fácil hacerlo incluso sin vista. Primera prueba superada.

Salgo del baño y me enfrento a mi propia casa. Esa que tantas veces he recorrido incluso de madrugada y sin luz. La conozco a la perfección. Sí. Pero en esta ocasión me siento extraño. Tengo miedo de estamparme contra cualquier cosa. Las distancias que más o menos tenía interiorizadas no están ahí. Voy despacio. Dando tumbos. Tengo un pequeño pasillo estrecho que me permite ir agarrándome a las paredes. Mi hija, Julia, que desde ya inicia su misión como lazarillo, me advierte de que estoy a nada de toparme contra el taquillón en el que luce el Nacimiento.

A duras penas llego a la cocina. Tras plantar los diez dedos de mis manos en los cristales de la puerta, logro abrirla. Quiero ver si soy capaz de prepararme el desayuno. Atino más o menos bien para abrir la nevera y coger el cartón de leche. Pido que me pasen una taza. No me atrevo a meter las manos en la zona de la loza. Sé que el estropicio puede ser mayúsculo. Consigo echar la leche sin que se derrame. Incuso abrir el microondas y, palpando, ponerlo en marcha. Inicio el desayuno. Tampoco me cuesta mucho mojar las galletas y llevármelas a la boca. Entiendo que, como el vestirse, es algo automatizado. También es cierto que la precaución que adopto es máxima: las dos manos para coger la taza y beber, acerco la cabeza al máximo cuando se trata de meter la gallega en la boca…Medidas que no contemplo en el día a día. Pero consigo llevar a cabo la misión. Segunda prueba superada.

Vamos subiendo el grado de dificultad. Ducharse, vestirse, preparar el desayuno y tomárselo no han resultado pruebas tan difíciles de superar. Pero ahora toca fregar. Estoy seguro de que la voy a liar. Pero quiero probar. Ojalá tuviera tanto tino con los números de la Primitiva (llevo 20 años con los mismos y aquí sigo sin juntar ni para un homenaje gastronómico). Una vez que me sitúo delante del fregadero, atino dónde está el grifo y a partir de ahí no encuentro problema para adivinar la ubicación del estropajo y el lavavajillas. Pero la labor, como temía, no iba a ser tan sencilla. Y eso que voy con cuidado. Pero me resulta imposible no empaparme. Tercera prueba superada. Mojado. Pero prueba superada.

El día no ha hecho más que comenzar y tengo muchos planes para realizar. Probablemente, aquí sí que esté una nueva diferencia con alguien que ha perdido la vista de repente. Yo tengo ilusión por experimentar. Un ciego, en su primer día, probablemente esté tocado. Incluso, hundido. Yo no. Todo lo contrario. Me apetece dar un paseo. Suena el móvil. Sí, ese aparato que a estas horas ya habría manipulado unas cuantas veces, principalmente, el wasap, pero que todavía no he cogido. No por falta de ganas, sino por impedimento. Es entonces cuando me doy cuenta de que mi teléfono no está preparado para la ocasión. No me anuncia el número desde el que llaman. Necesito ayuda. No consigo tampoco descolgar. También preciso colaboración. Al final, consigo hablar. Un mensajero me anuncia la llegada, en un rato, de un paquete. Decido sentarme a esperarlo en el sofá. Trato de que Siri me eche una mano con la lectura de wasaps e incluso a la hora de abrir aplicaciones. Me falta práctica o el asistente de Apple no es tan inteligente como creía. Pero la falta de acierto me desespera. Con ayuda de mi otro asistente inteligente, el de once años de edad, consigo poner la radio. Y ahí empiezo a experimentar una nueva sensación que no pensé que fuera a resultarme tan placentera.

Soy habitual consumidor de radio. Ya sea en directo o mediante podcasts. Cuando salgo a caminar, correr o voy al gimnasio, mientras la mayoría de la gente se motiva con música, yo me refugio en las ondas hertzianas. Pero nunca imaginé que en una situación así me iba a hacer tanta compañía. Aunque luego abordaré el tema. De momento, decir que sintonizo Voces de A Coruña, y entre Pablo Portabales, Loreto Silvoso, Fernando Molezún y Bea Franco hacen que me reconcilie con el mundo. Es esa sensación de familiaridad que da el haber pasado tantas mañanas con ellos, que es como si hubiera encontrado una protección más. Primera frustración superada con ayuda.

Suena el telefonillo. Aviso: «¡Voy yo!», No tengo obstáculos por medio. El salón no tiene puerta así que, tras levantarme del sofá, llego sin problema. Descuelgo. Pulso el botón. Atino a la primera. Otra prueba de automatismos. Abro y espero a que suba el repartidor. Me dirijo a la puerta. Abro. Por inercia, enciendo la luz. Nuevo problema. El paquete es algo aparatoso y no consigo agarrarlo bien para no tirar nada y poderlo meter en casa. El chico —intuyo que es joven por su voz, y sin querer, me doy cuenta de que estoy agudizando el sentido del oído para tratar de imaginarme al hombre— me dice que no me preocupe que él lo mete en casa. Y, entonces, caigo en la cuenta de otra cosa: estamos una niña y un ciego solos en casa y dejamos entrar a un desconocido con total tranquilidad. ¿Se dan estas situaciones en la realidad? Pues es probable que, en muchos casos, no quede otra. O nos aislamos o hay que convivir con estos pequeños riesgos. Ahora toca firmar el recibí. Sin problema. El repartidor me acerca el dispositivo móvil, el lápiz óptico y estampo la firma. Cuarta prueba superada.

Es hora de dar un paseo. Abro la puerta. Ya tengo experiencia. Cojo las llaves. También es fácil. Otro gesto automatizado. Las tengo a la izquierda de la puerta. Justo en la salida. Así que lo he hecho mil veces sin mirar. Cierro. Y ahí sí que ya se me complica la cosa. Llevo bastantes llaves y algunas son parecidas. Una de ellas me resulta sencillo, porque uno de los extremos es de plástico. La introduzco con alguna dificultad, pero no excesiva. No sucede lo mismo con la otra. No soy capaz y vuelvo a precisar colaboración. Llamo el ascensor. Abro la puerta. Entro. Y toca pulsar el piso. Sí, están marcados en Braille… Pero yo no sé Braille. Es el primer día que soy ciego. Y no tengo memorizado el orden. Más o menos sí, pero dudo si al lado de la campana de alarma está el sistema de apertura de puertas. Si está abajo, arriba… Dios. Pero si llevo viviendo más de quince años en el mismo piso y no lo tengo memorizado. Me tienen que ayudar a marcarlo. Solo, me hubiese sido imposible. Llego al portal y me acuerdo de la cantidad de veces que en las reuniones de vecinos se habló de la posibilidad de implantar una rampa, un sistema para bajar el ascensor a nivel cero, un elevador… Algo para no tener que bajar y subir los pocos, pero latosos, escalones que hay entre la puerta de salida y el ascensor. Sin embargo, son sistemas caros. Las ayudas no son excesivas y, mientras nadie lo necesite de verdad, se acordó irlo retrasando. Creo que en la próxima junta, tocará de nuevo el tema y estaré más sensibilizado. El caso es que consigo bajar las escaleras, no sin cierto miedo a tropezar. Los primeros escalones, hasta que agarro bien el pasamanos me cuesta algo, pero luego van de golpe. Quinta prueba superada. Con dificultades,  pero superada.

Inicio el paseo. Voy agarrado de la pequeña. Porque aunque llevo un bastón de caminata, no estoy seguro. Y es entonces cuando me encuentro con uno de los mayores obstáculos y del que no me había percatado nunca. El semáforo que tengo delante de casa para cruzar no tiene sistema de voz para ciegos. No avisa cuando se pone en verde. Ni con mensaje estilo: «Avenida de Finisterre, calle Barcelona, puede cruzar», ni pitido, ni nada de nada. Así que si hubiera ido solo o pedía que alguien me cruzara o me lanzaba a la aventura. Por fortuna, voy acompañado, así que solo es cuestión de seguir las indicaciones del lazarillo.

Voy paseando por una calle peatonal. Sin aparente peligro. Y no voy solo. No obstante, no me atrevo a dar pasos muy largos. Voy marcando con el bastón mi territorio. Y noto una sensación rara. Como si todo el mundo me observara. Hay bullicio. Me parece que más que de costumbre. Supongo que será que se me hace a mí más atronador. Porque pregunto y me dicen que no hay nada diferente. Y me encuentro con más semáforos, situados hace apenas cuatro años que… ¡tampoco tienen sonido! Y si alguno lo tiene, es inapreciable para mí. En apenas cien metros ya me encuentro con dos dificultades. 

De nuevo toca cruzar una calle. Aguardo a que mi hija me avise de que puedo cruzar. Aguardamos tranquilamente. Se pone el esperado verde pero —esto, obviamente, lo sé porque me lo cuentan— justo se para un coche delante del semáforo que me impide pasar. Le dio igual que hubiera gente esperando para cruzar. Apuró el ambar al máximo y se quedó en medio del paso.

Tras aguardar el siguiente semáforo, vamos a tomar un café. Paro en el Surrey a diario y Jose, el propietario, se extraña de mi aspecto y me pregunta. Explico en qué consiste el experimento y a continuación alguien me acerca un taburete para que me siente en la barra. Noto el olor a café. Qué bien huele. Como nunca... Supongo que será que agudizo también el olfato. Ya tengo experiencia bebiendo de la taza, por el desayuno, así que me tomo el café tranquilamente charlando un rato. El problema surge ahora para pagar. No conozco bien las monedas. Intuyo las de dos euros, pero las de euro no, así que preciso ayuda para hacer efectiva la cuenta. Sexta prueba superada. 

Sigo con ganas de experimentar. Toca coger el bus. Y, nueva frustración. En la parada no hay un indicador sonoro de cuál es el vehículo público que llega. Así que, o preguntas, o puedes acabar en Cuenca. Sigo acompañado, así que no sufro. Para el bus, el conductor lo inclina lo suficiente y accedo sin mayor problema. Ya dentro, durante el trayecto, sí que va indicando las paradas. Sin problema ninguno tampoco para bajar.

Tras ponerse el semaforo en verde, al ir a cruzar, un coche se me atravesó delante del paso de peatones.
Tras ponerse el semaforo en verde, al ir a cruzar, un coche se me atravesó delante del paso de peatones. MARCOS MÍGUEZ

De vuelta a casa, toca comer. Está claro que no me atrevo a cocinar nada. Pero tampoco quiero ayuda. Así que me preparo un sándwich. Así y todo, un emparedado tampoco está mal para comer un día. Hasta atino con la cafetera de cápsulas. Séptima prueba superada

La experiencia matinal con fregado me llegó. Así que no voy a empaparme, de nuevo. Ya han pasado más de cinco horas desde que comenzó mi ceguera. Y he hecho numerosas cosas. Estoy satisfecho. Pero empiezo a agobiarme un poco. Todavía me quedan horas y horas… Decido echarme un rato en el sofá. No puedo leer un libro. No puedo ver una serie ni una película. Sí, lo intento con audio-descriptivo. Pero, sinceramente, me parece un coñazo. Supongo que si esto se me prolongara en el tiempo, acabaría adaptándome. Pero hoy me da pereza. Creo que empiezo a estar de no. 

Apuesto entonces por la radio. Vuelvo a negociar con Siri, pero no me hace todo el caso que quiero. Así que recurro de nuevo a mi hija, que a estas horas ya empieza a estar también de mí hasta el gorro. Y eso que comenzó también la experiencia con mucha ilusión. Pero tener que estar todo el día pendiente de otra persona, entiendo que cansa. Muchos ciegos también tienen hijos pequeños. Y muchas veces dependen de ellos. Asi que imagino también la carga añadida que para los niños supone. Finalmente, Julia me ayuda a sintonizar Onda Cero. La Radio de Julia. No está la señora Otero. Pero sí Carmen Juan, Quintanilla, Gallego, Nuria Torreblanca, Aneyma León… Y, como por la mañana, me vuelvo a sentir en familia. Acompañado. Pero con la ventaja de que no tengo que mantener la conversación. Solo escuchar. Porque a estas horas empiezo a parecer vinagre. Y, hasta me molesta, cuando Isa, mi mujer, o la niña me quieren ayudar sin yo pedirlo. Quiero hacer lo máximo posible yo solo. No veo, pero tampoco estoy totalmente incapacitado. Y así me paso un buen rato de compañia con gente que también escuché muchas veces, pero nunca sentí tan cerca.

Ya son las siete y estoy cansado de estar en el sofá. No estoy cómodo ni sentado, ni recostado, ni tumbado de todo… ¡Quiero volver a ver! Incluso estoy tentado de quitarme los parches que me acompañan desde diez horas antes. Me resisto. Quiero llevar a cabo la experiencia completa. Me levanto un poco, pero caminar por casa ya dije que no es tan sencillo como nos puede parecer. Vuelvo a sentarme. Cambio la radio por la música. Tampoco me apetece nada especial. Ni aquellos grupos o solistas que escucho con más frecuencia. Acaba de comenzar el año y me acuerdo del Concierto de Año Nuevo. Pido que me lo busquen y me relajo. Sigo sin tener ganas de relacionarme con nadie. Vuelvo a acordarme de aquellas tardes en las que la abuela Maruja no quería salir de casa. Que prefería quedarse ella soliña en su sofá con su tele prendida que no veía, pero sí escuchaba. «Cómo te entiendo ahora mamá», le digo desde lo más profundo de mi corazón. Creo que hasta brotó de uno de mis ojos la misma lágrima furtiva que acostumbraba a dejarse ver por sus mejillas durante las tardes.

Se me empieza a agriar el carácter

Y así, con música clásica y paz interior, me voy quedando relajado. Me vienen recuerdos a la cabeza. De todo tipo: agradables y desagradables. Momentos buenos y malos… Pienso en el trabajo. Reportajes que puedo hacer. En la familia. En los que están y, sobre todo, en los que faltan. Me encuentro en mi mundo. Y no por falta de compañía sino de ganas.

Tengo suerte y no me toca preparar la cena a mí. Así que la última comida del día no tiene por qué ser un simple emparedado. Mi mujer, Isa, me pregunta qué quiero. Que me hace lo que desee. Pero no tengo apetito. Estoy cansado, aun sin haber hecho nada del otro mundo durante el día. La fatiga mental me supera. Quiero que llegue pronto el día siguiente. Quiero volver a ver.

Aún me quedan muchas horas. El agobio sigue creciendo. No tengo hambre. Ceno solo un yogur. Charlo un poco con la familia. Más por compromiso que por ganas. Y me voy para la cama. No tengo sueño, pero es como una huída de la realidad. Vuelvo a poner la radio. Otro programa de los habituales. El Partidazo, en la Cope. Es viernes y allí estará el oasis de libertad con el admirado Joseba Larrañaga, mi buen amigo Germán Dobarro, el gran Tomash Guash, el polémico Víctor Fernández… Y de nuevo me siento entre ellos. Como por la mañana escuchando a Portabales o por la tarde a Carmen Juan. Descubro… Más bien, confirmo, que la radio es mucho más que un medio de comunicación. Es ese cómplice que te abre los brazos cuando más lo necesitas.

Permanezco despierto casi hasta el final. Recuerdo el inicio del Campo del Gas con Ugarte y el director Garci. Y nada más. El cansancio me puede. Fue una jornada distinta. Bonita. Difícil. De altibajos. Asombrosa…

Horas después, despierto. No pregunto ni la hora que es. Me da igual. Solo quiero quitarme de encima el cordón umbilical que me une a la ceguera. Adiós, parches. Vuelvo a ver. Aunque esa mirada nunca volverá a ser igual. Ahora veo todo desde otro prisma. El de aquel que por un día ha sentido y padecido lo que supone ser ciego en una sociedad aún inadaptada a muchas necesidades. A mí me duró un día. A otros, les queda una vida de resignación y lucha.