Cris P. Sobrín, de Ferrol al mundo: «Me embarqué en un arrastrero en las Malvinas, me saqué la espina del inglés en Londres y hoy vivo del cine»

YES

Cris P. Sobrín es bióloga, ama la fotografía, ha sido observadora pesquera y trabajó en el rodaje de la útima temporada de la serie «Hierro» en plena pandemia. Hoy rueda en Galicia.
Cris P. Sobrín es bióloga, ama la fotografía, ha sido observadora pesquera y trabajó en el rodaje de la útima temporada de la serie «Hierro» en plena pandemia. Hoy rueda en Galicia. José Pardo

Ellos lo dejaron todo por un sueño sin miedo a perder. Su lema es hacerse feliz, y ellos, un ejemplo de que el amor propio mueve montañas. Y este sí es para toda la vida...

09 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Cris tiene 44 años largos, un amor de sobrinos, una colección de aventuras de película, un oficio de cine (se dedica a la producción, ahora rueda en Galicia) y un lema por bandera desde niña: hacer las cosas no por otros, sino para sí misma. Hay una independencia sin guerra en su manera de afrontar la vida, que es una forma de trabajar y de relacionarse que no convierte su satisfacción en misión ajena. «Mis padres me educaron en eso, en enfocarme en mi bienestar. Ellos me apoyaron en todo desde el principio», subraya.

Esta ferrolana, que en el 2009 se embarcó en las Malvinas en una travesía de 80 días, salió del cascarón cuando se fue a Santiago a estudiar Biología a los 18. «A mí me gustaban muchas cosas. Siempre fui muy curiosa, pero la fotografía ha estado siempre conmigo —sopesa—. Mi padre es pintor y fotógrafo; me regaló la primera cámara. Pero había que estudiar, no había mucha promoción de opciones de FP y a mí gustaban la Biología y la Química. Y como en Química no entré, me fui de rebote a Biología», relata.

Cris P. Sobrín empezó la carrera en Santiago y la terminó en Madrid. «Necesitaba un cambio. Si no, veía que no iba a acabar la carrera». Así que se hizo la maleta en Santiago y la deshizo en Madrid, donde se licenció en el 2001. Allí se quedó un par de años trabajando y alimentando la pasión de su vida con varios cursos de fotografía, que le revelaron que, en realidad, «¡no quería trabajar de fotógrafa!». Ese gusto por inmortalizar momentos no se veía en el «bodas, bautizos y comuniones».

Desde entonces, Cris enfocó la fotografía como hobby. «Mis padres me apoyaron también. Me decían que hay que probar cosas para saber lo que nos gusta». Así que (todos a una) les hizo caso a ellos y a sí misma. En el 2006, volvió a Ferrol con la carrera hecha y experiencia en diversos empleos que la ayudaron a mantenerse, y empezó a trabajar en el audiovisual, «echando una mano» a Rubén Coca con el cortometraje Mínimo común múltiplo. Fue un flechazo profesional para la ferrolana, que trabajó en plena pandemia en el rodaje de la serie Hierro, «una isla maravilla», valora quien la conoce a fondo.

Tras su primer corto, rodó en casiña, en Ferrol, el primer largometraje en el que estuvo, O club da calceta. Y siguió en la película Barreiros, o Henry Ford español, sobre la vida de un gallego que comenzó de cero y construyó una compañía con 25.000 trabajadores. Así rodó en Galicia durante unos años la vida de Cris, con bonitos proyectos profesionales de cine, bonitos pero todos, naturalmente, con sus días muy contados de trabajo. En el 2009, entre toma y toma, decidió embarcarse en la aventura de darle la vuelta a su vida en 80 días de travesía por el Atlántico sur. Ella lo cuenta la mar de tranquila, sin arrogarse méritos, sin grandes olas ni vientos de intensidad en un relato que nos impacta y nos admira. «Me decidí a lanzarme por un compañero de la facultad que se había embarcado. Atreverme era para mí un reto personal. Siempre me gustó el mar», explica.

Se embarcó en la aventura sola, sola porque fue la única mujer de 28 personas a bordo del Forcadela, como lo contó en su día la periodista Beatriz Antón en este periódico, una Willy Fog durante 80 intensos días alrededor de las Malvinas. ¿Fue duro ser la única mujer? «A mí no me educaron para ser una mujer, sino para ser una persona. Me refiero a roles. Mi padre siempre me hizo sentirme capaz de todo, y mi madre ha hecho de todo; en casa pintaba cuando había que pintar y cambiaba las bombillas... Ella lo hacía todo», revela.

La aventura en la que se hizo a la mar y a la gente en una suerte de confinamiento en mitad del Atlántico, esta gallega con una vida de película la afrontó con ganas y también «por dinero». «Yo no tenía ingresos de manera regular, porque en el mundo del cine no tienes un proyecto estable. Te llaman para una película y, a lo mejor, después en tres meses no tienes nada más».

«Fui a bordo como observadora pesquera. Mi trabajo era en el puente del barco. La experiencia fue buena. Aprendes mucho sobre ti, a adaptarte, algo que a mí siempre se me dio bien, quizá por eso me lancé... Pero también fue duro. Y eso que tuve suerte con la tripulación. Me cuidaron mucho. Quizá porque era la única mujer, a mí me lo contaban todo, era un poco la confidente», cuenta.

Cris, en el 2009 a bordo del arrastrero en el que estuvo 80 días en el Atlántico sur.
Cris, en el 2009 a bordo del arrastrero en el que estuvo 80 días en el Atlántico sur. cris p. sobrín

LO MÁS DURO, EN TIERRA

El momento más duro de su travesía sucedió en tierra: fue el nacimiento de su sobrino. «Yo quería volver, ¡quería conocerlo!», se explica. «A veces evitaba llamar por teléfono para evitar ese pellizco de morriña al colgar. Como remedio, me centraba en mi trabajo. Leí 25 libros, vi muchas pelis, trabajé, trabajé y trabajé». Aprendió a aguantarse a sí misma y a ver su capacidad, a no poder caminar («es algo que echas mucho de menos en un barco pequeño, dar un paseo»). Un novio la vio partir, sin reproches, rumbo a esa experiencia que le agrandó la paciencia. «A mis parejas no me gusta exigirles, ni que me exijan. Por eso estoy soltera», se ríe. Y la suya es una risa grave, contagiosa.

A la vuelta de las Malvinas, Cris quiso sacarse la espina del inglés. «Con 33, me fui a Londres. Tenía una buena amiga que me ayudó con la burocracia y empecé en Zara», resume. Por internet, encontró alojamiento en la casa de una inglesa en la que se alojaba otra española. «Luego me fui a otra casa, y tuve una pareja inglesa con la que viví un año», añade. ¿Qué tal en conjunto la inmersión en la City? «Cumplí mi objetivo: aprendí inglés. Aprendí inglés y me mantuve allí cinco años trabajando. Me lo costeé yo todo», condensa.

Tras un lustro en Zara que le sacó la espina del inglés, la aventurera intentó volver a Galicia para trabajar en Inditex, pero no salió. Y el corazón le tiraba a sus sobrinos, que vivían (y viven) en Canarias. «Tras el cansancio de Londres, quería dar un giro hacia la vida tranquila, en chanclas. Vi que allí, en Fuerteventura, tenía la oportunidad de trabajar, y más, al saber inglés. Y había bastante empleo en producción de cine», relata. Empezó como profesora en una academia. Dio español a extranjeros y dio inglés a españoles, «a beginners». Y en la pandemia, trabajó en el rodaje de la serie Hierro.

¿Pero a qué no te has atrevido tú todavía?, pregunto. « Me he atrevido a todo lo que ha surgido. ¡Pero no me he ido sola a la India! Me habría gustado irme a vivir un año a Australia...».

Por su trabajo en el audiovisual, viaja y rueda. Ahora está de rodaje en Galicia y tiene su base en Fuerteventura, cerca de sus sobrinos, de su hermana y de su madre. A sus casi 45 aprovechados años, esta gallega valiente e independiente puede contar unas cuantas batallas felices a sus sobrinos. Y tener esa gran satisfacción en la vida: haber hecho lo que quería. Por amor a sí misma. Y un poco a los suyos también, porque este mantra de vivir para uno es, en este caso, una sólida costumbre y ley de familia.

Baltasar en una de las fotografías de su viaje por Asia y América, que comparte en el libro «Sin billete de vuelta». Todas las imágenes de este reportaje han sido cedidas por el autor.
Baltasar en una de las fotografías de su viaje por Asia y América, que comparte en el libro «Sin billete de vuelta». Todas las imágenes de este reportaje han sido cedidas por el autor.

El salto mundial de Baltasar Montaño: «A los 45 dejé de trabajar para vivir viajando»

Fue periodista económico antes de lanzarse a vivir sobre la marcha por el mundo. A los 45 se acogió a un ERE, se tomó un año sabático y a la vuelta cumplió su sueño: vivir sin trabajar hasta que llegue el momento del retiro. El autor de «Sin billete de vuelta» nos cuenta cómo lo hizo

Ana Abelenda

El periodista que fue durante 25 años le dio unas vueltas al lápiz y la cabeza, y se sentó a pensar para tomar impulso. Baltasar Montaño (Puebla de Sancho Pérez, Badajoz, 1971), que sabe lo que es viajar en business y también con lo justo, quería escribir la segunda mitad de su vida de otra manera. Le dio forma al sueño, dejó el trabajo y se echó a rodar ligero de equipaje pero con un colchón (no es literal). Ese giro de timón de Baltasar nos invita a viajar (a nosotros desde el sitio) en Sin billete de vuelta (Círculo de Tiza). A los 35 años, empezó a madurar un plan. «Yo lo llamo Plan de Ataque. No fue un plan repentino que tuviera de un día para otro. Fue un plan que se diseñó con tanta antelación que hubo momentos en los que ni siquiera me lo tomaba en serio», confiesa.

Fotofrafías cedidas por Baltasar Montaño, autor de «Sin billete de vuelta».
Fotofrafías cedidas por Baltasar Montaño, autor de «Sin billete de vuelta».

Este contador de historias que crece en movimiento se especializó en periodismo económico, y le fue bien. «Pero, como desde jovencito me gusta mucho viajar, pensé: ‘¿Por qué voy a estar toda la vida trabajando?’. Eso de vivir viajando puede estar bien...».

Baltasar aún sigue de cerca la información económica, cada vez desde un lugar distinto. El movimiento es una forma de estar, y de ser. «Dejé el diario El Mundo de forma voluntaria, en un ERE, después de 14 años, y fue una pasta. Me fui de año sabático a Australia y Nueva Zelanda. Y, al volver, me incorporé de nuevo a un trabajo como periodista económico en Vozpópuli. Y ahí fue, con 40, cuando lo tuve claro. En un plazo de diez-doce años, lo que hice fue invertir en una buena vivienda en el centro de Madrid y ahorrar dinero y, gracias a eso, he podido dejar de trabajar. Dejé de trabajar única y exclusivamente por una cuestión vital: quería disfrutar los 20 o 25 años que me quedan hasta mi retiro», revela.

Hoy, Baltasar Montaño se dedica a vivir y a viajar sin billete de vuelta. Cosidos a su sombra lleva cinco años viajando sin parar, «sin billete de vuelta y sin trabajar», subraya. Tiene un blog (elblogdebalta.wordpress.com) por el que no recibe ingresos, en el que va escribiendo por el placer de contar.

El covid le hizo volver de México porque, de quedarse allí, lo haría de «ilegal». «Es el único país del mundo que yo conozco que te da seis meses de turista con tu sello en el pasaporte. Suelen darte tres», comenta. Tras ese semestre en México, se refugió en España, en plena pandemia. «Llegué en abril del 2020, en el peor momento», cuenta. La editorial Círculo de Tiza digamos que lo fue a buscar. «A mí me gustaba mi vida, tenía una buena posición, un buen trabajo y vivía muy a gusto en Madrid, viajaba mucho..., pero siempre he pensado que no voy a estar 45 años trabajando».

Baltasar Montaño

La segunda parte de su vida quiso (y así hizo y hace) dedicarse a gastar sus energías, «gestionándolas en plenitud de su capacidad física y mental». Lo que tenía muy claro era que no quería postergar su deseo de vivir viajando sobre la marcha «a los 67 años». «Es una opción que puede parecer chulesca y petulante», admite. También realista, ¿cómo irse a la aventura por el mundo cuando el cuerpo tiene ya edad de empezar a quejarse y fallar?

La otra cara del coraje en el salto es la renuncia. «Yo al decidirme a vivir así, sin billete de vuelta, he cedido en muchas cosas, como en comodidad». Ahora vive con un sueldo autoasignado de unos 1.500-1.700 euros al mes, «que no está mal para viajar, pero sí muy lejos de lo que percibía como jefe de Economía o como periodista de investigación», concede.

Baltasar Montaño

UNA MOCHILA DE 12 KILOS

Todo lo viajado le permite concluir, sin miedo a equivocarse, que «en España se vive muy bien». Quizá hay que alejarse para ganar perspectiva y apreciarlo. Marcharse es una forma de querer.

Del valiente giro que le dio a su vida hace un lustro, que arrancó con un viaje a Colombia, donde conoció los laboratorios de coca escondidos en la jungla y aprendió a bailar la champeta en «las fogosas noches de negritud norteña», se trajo muchos secretos. Dejó también algunas cosas por el camino, que fue haciendo a su manera con una mochila de 12 kilos a la espalda.

¿Qué te llevas siempre, qué es indispensable para viajar? «Lo cuento en el arranque del libro para ser explicativo, para que no parezca algo marciano, para favorecer la cultura del año sabático, que está muy interiorizada en muchos países europeos. Al igual que digo que vivo con 1.500 euros al mes, digo lo de los 12 kilos de la mochila. En ella llevo lo básico para que no pese mucho: diez mudas de calcetines, diez de ropa interior, seis u ocho camisetas, un par de sudaderas de entretiempo, un cortavientos de invierno, dos pantalones cortos, mi cámara de fotos, mi pequeño iPad, mi teclado Bluetooth, mi navaja multiusos, a veces una botellita de aceite de oliva porque me encanta cocinar en los hostels, un par de calzados diferentes (uno de trekking, otro para hacer deporte), un bañador, unas gafas de sol, otras de buceo, y cuatro cosillas más. Cuando necesito algo, lo compro. Por ejemplo, si paso mucho frío en la Patagonia, me tengo que comprar una chamarra. Si se me rompen los zapatos, compro otros. Yo no voy descalzo por la vida», comparte. En Asia, en zona tropical, debió adquirir un pantalón largo para poder entrar en ciertos sitios, pero no lleva más de uno de esos en la mochila. Ahora, «si me quedo a vivir en Copenhague seis meses, obviamente, tendré tres pantalones largos mínimo». De la misma manera, que si va al Amazonas, no lleva la hamaca encima, la compra in situ.

Lo práctico no quita lo poético en la crónica de este aventurero que conoce la danza del Mekong y recorrió Vietnam entera... con la moto que se compró en Hanói y vendió, en tres meses.

Desde que no tiene casa ni vida estables —dice quien no acumula sino que exprime destinos—, ha cambiado su modelo de consumo. Sobre la marcha, gasta menos; se ha ido dando cuenta «de la cantidad de cosas que son prescindibles». «Al igual que soy absolutamente prescindible», dice de una pieza este no-padre, pero buen tío de sobrinos.

«Cada vez que vuelvo a España, todos los brazos están abiertos para mí. Y soy un tío que vuelve a España, mínimo, una o dos veces al año. Cuando vuelvo, todo fluye como cuando me fui». La solidez de los hechos alienta su movimiento. Uno de sus más ricos alimentos cuando viaja es «lo imprevisible». «¿Pero sabes una cosa? Va a haber un momento en que me canse...», me comenta, sin haber llegado en absoluto a ese punto.

Su cabeza ya se enfoca en vivir otros seis meses en México. Y la siguiente parada será África. «¡A ver cómo salgo de África! No voy a poder terminarla, porque la mitad de los países africanos no se pueden ni pisar...». Poderoso reto.

Sin billete de vuelta es una aventura copiosa, no una colección de viajes metralleta. En ella se ve el paisaje físico, el humano, el inhumano, y la vida de la gente que Baltasar ha ido conociendo. «Cuando explico, por ejemplo, por qué los lady boys, la transexualidad, están tan aceptados en Tailandia, cuando en Europa estamos con el debate abierto, esto es real. Me lo he encontrado en mi viaje, como la prostitución», afirma. Su forma de retratar esas sombras es un mordisco en el corazón de los prejuicios. Este viaje se disfruta y se sufre, como la vida...

En su crónica hay literatura, arte, cine, pero no ficción. «Todo es real». A veces, algo está cambiado de sitio, avisa. Él conoce una eficaz vacuna contra la aversión al cambio, y nos invita a ponérnosla, a jóvenes y no tan jóvenes. Lanzarse. Sin miedo.

El suyo es un sueño mundial. Viajar es siempre un comienzo.