El tormento de ser la hija de Lucian Freud (y posar desnuda para él)
«Me quité la ropa y le pregunté qué le gustaría que hiciera. Dijo que dependía de mí»
Posó tres veces para su padre, el pintor Lucian Freud. La primera, desnuda y con las piernas abiertas, cuando tenía 18 años. A sus 65, Rose Boyt publica unas memorias que giran en torno a aquella sesión mientras recorre la compleja relación con su padre y su acercamiento al genio cuando ya le rondaba la muerte.
Su vida se puede resumir en tres retratos. Rose Boyt —hija de Lucian Freud— posó tres veces para su padre. Tres momentos que modelaron su relación con el gran retratista del siglo XX, un hombre hermético, extravagante, que rechazaba el uso de métodos anticonceptivos y cuyos vástagos aún lidian con el peso de haberlo tenido como padre. Rose es una de las nueve hijas reconocidas por el pintor –tuvo en total catorce hijos de seis madres distintas–. En el caso de Rose, posar para su padre sin ropa y abierta de piernas fue parte de un viacrucis personal. Lo cuenta en Naked portrait ('Retrato desnudo'), el significativo título de sus memorias.
Un cuadro extraño. Lucian Freud tuvo 14 hijos, 9 de los cuales eran mujeres. Rose Boyt es una de ellas. De adolescente posó desnuda para él en el lienzo Rose. | Cortesía Galería Ordovas
Rose es hija de Suzy Boyt, una alumna joven de la prestigiosa Slade School of Fine Art (Londres), donde daba clase el maestro, 17 años mayor que ella. Para entonces, el pintor, divorciado dos veces y padre de dos niñas, ya seguía al pie de la letra el patrón de conducta que mantendría casi toda su vida: amantes (quinientas le atribuyó su amigo el escultor Vassilakis Takis, incluidos algunos hombres), relaciones breves e intensas, embarazos (Daniel Farson, escritor y amigo, habló de hasta cuarenta hijos), amigos de toda ralea y, por encima de todo, una inagotable pasión por la pintura. Tanta que Rose pensó que posar para él bien podría ser el mejor camino para acercarse a su padre.
Cuando lo hizo por primera vez, a los 18 años, padre e hija habían retomado el trato tras una infancia distante. Rose tenía solo 7 años cuando su madre, sumida en una profunda crisis personal, vendió su casa para comprarse una barcaza y dar la vuelta al mundo con sus hijos. La madre se enamoró rápidamente del capitán, un alemán alcoholizado que disfrutaba poniendo a los niños desnudos en cubierta para darles manguerazos con agua fría y con el que Rose tenía pánico a quedarse a solas. La travesía duró año y medio y terminó de mala manera en la isla de Trinidad, cuando Suzy recibió un telegrama del alemán tras varios días sin saber de él: «Barco hundido, vete a casa». Sin un centavo, regresaron a Londres.
Hambre y violación
Instalados en la precariedad, Suzy Boyt y sus hijos nunca recibieron ayuda de Lucian Freud –ella nunca le pidió dinero y él nunca se lo ofreció–, aunque este siguiera tratando con la familia. A su manera, claro. Rose recuerda el día que su padre la llevó a una pastelería para que metiera los dedos en todos los pasteles, antes de dejar una generosa propina. «En casa solo me esperaba una cebolla, una lata de tomate y una bolsa de espaguetis para cinco niños –rememora–. Así que dudé en meterme el dinero en el bolsillo, pero no lo hice».
Con 14 años, Rose fue violada por un amigo de su hermano mayor. Ante la indiferencia de los suyos por lo sucedido –«cosas que pasan» fue su reacción– dejó el hogar materno. Ella y su novio se instalaron cerca de su padre y así empezó a retomar la relación. Ella le cocinaba al salir de clase, limpiaba su estudio, se hacía amiga de sus amantes... El acercamiento definitivo –o así lo interpretó ella– se produjo cuando le pidió que posara para él. «No habíamos hablado sobre ello, pero no dejaba de pensar: 'Se supone que debo posar desnuda'». No se equivocaba.
«Cuando me tumbé desnuda en el sofá, me puse en guardia, alerta. Me sorprendí cuando miré el cuadro y vi lo que él veía»
«Me quité la ropa y le pregunté qué le gustaría que hiciera –prosigue Rose–. Dijo que dependía de mí. Le pedí que no pintara el vello de mis piernas y le advertí que no me quitaría el rímel. No le gustó, pero lo aceptó. Fue una pequeña victoria. Cuando me tumbé en el sofá, yo no quería parecer obediente y me puse en guardia, alerta, como expresan los músculos de mi pierna doblada, preparada para saltar en cualquier momento. Quise saber si le gustaba la pose y mostró cierta preocupación. Ignoro si dudaba de mi capacidad para seguir hasta el final con tanta tensión en mi cuerpo o si pensaba que me incomodaría el nivel de exposición que, sin saberlo, había elegido infligirme a mí misma». Porque mientras posaba, asegura Rose, no era consciente del punto de vista del pintor. «Me sorprendí cuando miré el lienzo y vi lo que él veía».
Fueron largas sesiones nocturnas durante meses. «Me sentaba tres o cuatro veces por semana cuando oscurecía, a menudo hasta el amanecer. Él siempre quería trabajar y yo no sabía negarme. Se quejaba si yo necesitaba estirarme o ir al baño. Muchas veces me quedé a dormir en su estudio, dolorida por la pose y demasiado cansada para levantarme del sofá. Él me daba un gran vaso de oporto para noquearme y me echaba una manta encima». O le ofrecía las píldoras azules que él consumía para trabajar más duro. «Me dijo que se llamaban Corazones Púrpuras. Las pastillas me despertaban, sí, pero me arruinaron el apetito».
Emoción o dolor. Cuando posaba para su padre y todo iba bien, se generaba «una emoción maravillosa». Pero, cuando iba mal, él se clavaba el pincel en la pierna y gritaba de dolor.
Cuando la sesión iba bien, rememora Rose, en el estudio se generaba «una emoción maravillosa». Lucian le hablaba del abuelo Sigmund, padre del psicoanálisis; le contaba emocionantes historias personales, como sus escapadas con aristócratas y villanos en Londres o el día en que vio a Hitler en Berlín. Cuando la cosa iba mal, el pintor se clavaba el pincel en la pierna y gritaba de dolor.
«Durante el trabajo su concentración era completa, yo recibía el lujo y el sufrimiento de su atención plena, pero de repente él se interrumpía en plena pincelada y hacía una llamada o se tomaba un Häagen-Dazs directamente de la caja, de pie y cuchara en mano, como un adolescente. Yo siempre estaba eufórica, lista para lo que fuera, y salía del estudio con un montón de cosas zumbando en mi cabeza».
Rose nunca había pasado tantas horas con su padre como en aquellos días. Tan intensos que su madre acabó por reprochárselo. «Una noche me espetó que había cambiado mi apellido por Freud». No era verdad. Pero «me hirió su acusación». Fue de las pocas veces que su madre dijo algo sobre su padre. Ella nunca se enfrentó a él, ni siquiera cuando salían y él mantenía al mismo tiempo relaciones con otras mujeres. «Supongo que mamá intuyó que era mejor no pedirle nada. Deseaba evitar escenas incómodas; siempre se mostraba feliz cuando él estaba cerca y ocultaba sus sentimientos para que no se sintiera atado. Quién sabe lo que realmente había entre ellos...».
Su padre tampoco daba muchas pistas. «A veces hablábamos de mamá –revela Rose–. Me contó cómo nos hervía huevos cuando éramos niños, la forma en que los sostenía bajo el grifo para enfriarlos; recuerdo que sonrió al describirlo. Hablaba de ella con cariño y respeto, pero cuando le pregunté si la había amado miró por encima de su caballete y me dijo: 'No'. Su negación me angustió, me sentí culpable por preguntárselo, pero quería entender. Ahora sé que solo le interesaba que ella estuviera disponible».
El pabellón psiquiátrico
Suzy y Lucian, de hecho, volvieron a liarse. «Eso la desestabilizó y la hizo muy infeliz –cuenta Rose–, y yo me desestabilicé por su infelicidad. Enloquecí durante unas vacaciones familiares al final de mi segundo año en la universidad. Mamá me habló de papá y me dijo que era una estúpida por haber vuelto con él, que quería suicidarse. Me abrumó la ansiedad. Al volver a casa, me llevaron al hospital, donde un psiquiatra me advirtió que el pabellón psiquiátrico era como una prisión; y me fui a casa».
«La bondad de mi padre en la vejez borró de mi memoria su egoísmo anterior e hizo que cuidar de él fuera más fácil»
Después de pintar su desnudo, Freud le dijo a su hija que no quería volver a trabajar con ella. Rose estaba de acuerdo, pero no dejaron de verse. «Limpiaba su estudio. Me gustaba el olor de las tablas mojadas del suelo y siempre estaba ansiosa por ver en qué trabajaba, inhalar la pintura...».
Al cumplir los 31, sin embargo, su padre cambió de opinión. Ella trató de negarse, pero «no tuve opción», dice. Quizá por ello esta vez posó abotonada con una camisa oscura, el pelo corto y sin enfrentar su mirada con la del artista. Como iba a pasar mucho tiempo con su padre, decidió tomar notas furtivas en un diario sobre sus interminables conversaciones en los descansos.
El retratista, retratado. De origen alemán —nació en Berlín, en 1922—, Lucian Freud está considerado como uno de los artistas figurativos más importantes del arte contemporáneo. Falleció en Londres, en 2011. Las memorias de su hija iluminan nuevas zonas de su personalidad. | Foto: Getty Images
Freud volvió a pintarla ocho años más tarde, ya en plan familiar junto con su esposo y sus dos hijos, una imagen de madurez que consolidaba la relación entre padre e hija hasta el punto de que Freud la designó, con un abogado, como coalbacea de su herencia, un patrimonio de 96 millones de libras. El vínculo se hizo aún más firme cuando a Freud le diagnosticaron un cáncer y ella permaneció a su lado hasta su muerte, con 88 años.
«Mi padre fue cambiando con la edad a medida que sus pasiones se desvanecían –escribe Rose–. Su bondad amorosa en la vejez borró de mi memoria su egoísmo anterior e hizo que cuidar de él fuera más fácil». Lucian Freud murió pocas semanas después. «Mis hermanos y yo nos guardamos la noticia durante un tiempo, queriendo poseer el hecho y su cadáver durante el mayor tiempo posible antes de hacerlo público. La gente siempre intentaba quitárnoslo cuando estaba vivo».