«Sly», el documental en el que Stallone se muestra como el marginado que hizo de su frustración una obra maestra

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CARLOS OSORIO | REUTERS

El cineasta muestra en Netflix su cara más íntima y narra su lucha encarnizada por ser admitido en Hollywood tras salir de la nada hasta convertirse en un icono americano... como Rocky

30 nov 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

¿Qué es más sano, vivir con la ilusión de que aún te queda algo de esperanza y que pudiste ser grande, o equivocarte y darte cuenta de tu fracaso? Yo creo que la ruta más fácil es vivir bajo la ilusión y decir: '¡Oye, de haber tenido la oportunidad, los hubiera vencido a todos!'». Con esta declaración de intenciones plantea Sylvester Stallone (Nueva York, 1946) su filosofía de vida en Sly, el documental de Netflix que muestra cómo eligió el camino difícil hasta convertirse en una estrella. Una hora y media en la que deja ver quién se esconde tras el mito: un hombre de carne y hueso marcado por el maltrato de su padre, por el desprecio de Hollywood y por la amarga sensación de haberse perdido demasiado de su propia familia en su camino hacia el éxito.

Dirigido por Thom Zimmy, el documental muestra a un Stallone que, a sus 77 años, se dispone una vez más a empezar de cero. Rodeado de cajas de mudanza, se despide de su hogar —que acababa de venderle a Adele—, embalando su impresionante despliegue de recuerdos —que incluyen incluso esculturas suyas a tamaño real— de todas sus películas, pero especialmente de la saga Rocky. Como el boxeador, Sly fue un pobre diablo, un rebelde que tuvo que escribir su propia película porque en Hollywood no lo quería nadie, en gran medida por su apariencia física y su particular dicción, fruto de un accidente al nacer.

Antes de convertirse en un icono, Sly fue un mal estudiante que no duró ni un mes en la escuela militar. Un día decidió que lo suyo era el cine, así que hizo teatro, pasó por el porno e interpretó papeles de matón. Fue precisamente esa frustración la que alimentó el guion de Rocky. «El rechazo solo me animaba», señala el intérprete, que detrás de la aparente superficialidad del músculo esconde uno de los mejores guionistas de la historia del cine norteamericano. «Sabía que mi destino estaría en la pluma», pronosticaba Stallone, que en el principio de los tiempos reescribía compulsivamente los guiones de cada película que iba a ver al cine, donde tenía la costumbre de colarse a diario.

Esa escuela práctica y su indiscutible habilidad hicieron posible que escribiese el guion de Rocky, una de las grandes obras maestras del cine estadounidense —que su creador define como una historia de amor y no de boxeo—, en tan solo tres días. También que haya sido capaz de dirigirla, producirla e interpretarla a la vez. Pero Sly tenía algo. Algo para lo que no alcanzan las palabras y que va mucho más allá de una buena historia: el don de transmitir emoción. Tras un preestreno catastrófico en el que la crítica abandonó prácticamente la totalidad de la sala antes de que acabase la película, llegó un estreno apoteósico. Stallone recuerda cómo los espectadores se levantaban de sus butacas y cómo, con cada golpe de Rocky, se oían los gritos desde fuera del cine. Después de ese día, nunca más sería anónimo.

Su padre, autoritario y violento, nunca fue capaz de digerir su éxito. Unos celos enfermizos que lo llevaron incluso a golpear a su propio hijo en la espalda durante un partido de polo que ambos disputaban y que Stallone había organizado para contentarlo. «Nunca más quise subirme a un caballo», afirma con tristeza el actor, que, no obstante, siempre lo quiso y buscó su aprobación. Su obra está repleta de referencias a esa tormentosa relación que le marcó para siempre, encarnada en el emblemático entrenador de Rocky Balboa, al que en el filme echa en cara que no le hubiera ayudado años atrás para después perdonarle y alcanzar juntos el éxito.

La pieza repasa parte de su trayectoria, que no habla solo del éxito de títulos como la saga Rambo o Los Mercenarios, sino también de fracaso, como su breve y fallida incursión en el mundo de la comedia. Tarantino, Talia Shire —la inolvidable Adrian de Rocky— o Arnold Schwarzenegger —que cuenta cómo la rivalidad entre ambos desembocó finalmente en amistad— forman parte del reparto, en el que también aparece su hermano Frank, que explica la huella que dejó en Sly su trauma paterno. Pero la más profunda, sin duda, es la devastadora pérdida de su hijo Sage a los 36 años. Siempre llevará el peso de no haber estado más presente en su vida.

Aun después de una carrera tan trepidante como la suya, Stallone recuerda vivamente a ese profesor de Harvard que, tras verlo en el cásting de Muerte de un viajante, de Arthur Miller, le dijo que se tenía que dedicar a la actuación. Le hizo caso. El resto es historia. «Pensé: si puedo tomar mi frustración y expresarla, tengo el presentimiento de que hay miles de personas que tienen la misma frustración, que son ignoradas. Y yo estoy en el negocio de la esperanza», señala el cineasta que, sin embargo, ha aprendido que lo más importante está fuera de cámara: «Si lo perdiese todo, ¿podría volver y empezar de nuevo? No. Sin esta familia, sin el amor de mi esposa, de mis hijos, ¿qué es todo esto? Son solo imágenes de algo que nunca existió». Quizás sí, pero qué imágenes.