Cincuenta años de la mayor tragedia aérea de Galicia: «Doe como se fose o primeiro día»

m. carneiro / S. G. RIAL A CORUÑA / LA VOZ

GALICIA

Un avión con 85 personas a bordo se estrelló en Montrove, Oleiros, el 13 de agosto de 1973 por un fallo del piloto en una maniobra con niebla. Nadie sobrevivió. Una mujer que perdió a ocho familiares recuerda cómo fueron aquellos días

13 ago 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

«Aviaco 118, de Torre de Coruña, ¿me recibe?». Silencio. En el aeropuerto de Alvedro pasan cuatro minutos eternos hasta que a las 11.42 horas del 13 de agosto de 1973 una llamada anónima da la respuesta. El avión acaba de estrellarse contra una casa en Montrove, a un par de kilómetros del umbral de la pista.

El piloto realiza hasta cuatro intentos para encontrar un claro por el que atravesar la espesa niebla que cubre la tierra. Había salido de Barajas a las 9.14 horas y menos de una hora después entra puntual en el espacio coruñés. Viajan 79 pasajeros y 6 tripulantes. Al mando, el comandante Rafael López Pascual, cordobés de 34 años, 8.600 horas de vuelo, medio centenar largo de maniobras en Alvedro, 7 hijos y esperando el octavo.

A tres minutos del destino establece contacto con la torre de control. Lo informan de que la visibilidad se encuentra por debajo del mínimo y le sugieren mantenerse a la espera o desviarse a Santiago. López Pascual decide esperar. Pocos minutos más tarde, a las 10.20, solicita el descenso, que se frustra y lo obliga a volver al aire. Durante una hora sobrevuela la gran nube blanca hasta que le comunican que la niebla empieza a disiparse y la visibilidad horizontal ha aumentado a 1.500 metros. Después de tres maniobras fallidas, a las 11.38 horas de aquel lunes de agosto del que hoy se cumple medio siglo, el Caravelle 10R inicia su cuarta y última aproximación. Sin referencias visuales ni ayudas a la navegación, el aparato desciende demasiado y da con unos eucaliptos, que arranca «como berzas», cuenta horas después un vecino Antonio Regueira. El comandante trata de forzar el ascenso, pero ya no hay tiempo ni espacio.

El avión se incendia y termina estrellándose contra el Pazo do Río, donde en ese instante dos obreros trabajan. Milagrosamente no sufren un rasguño. «La parte donde van los pasajeros quedó como encajonada entre las paredes maestras del pazo, por lo que no estaban muy esparcidos», explicará uno de ellos. Todos los ocupantes mueren en el acto, calcinados, salvo un miembro de la tripulación al que encuentran moviendo las manos y que fallece horas después en el hospital.

Xosé Castro

En la terminal de Alvedro, las familias se agolpan en una cola infinita sobre la única cabina telefónica que existe. En Montrove los vecinos alertados por el rugir del Caravelle corren con mantas hacia el lugar siniestramente señalizado con una columna de humo. Retiran decenas de cuerpos. Todo es nada ante la envergadura de la tragedia y el horror de los que vieron y olieron aquel escenario.

«Yo ya estaba endurecido, con postilla, pero Montrove me marcó», dice Xosé Castro, Pepucho, fotoperiodista jubilado de La Voz, 50 años haciendo calle y una de las primeras personas en llegar. Sus fotos hablan de la precariedad de la época. Llegaron a hacerse turnos para evitar intoxicaciones. Sin ambulancias, cualquier coche sirvió para trasladar restos. Sin pruebas de ADN o la obligación siquiera de inscribirse en el rol de viajeros con nombres y apellidos, 42 personas no pudieron ser identificadas y acabaron en una fosa común en el cementerio de San Amaro. Solo sus familias los recordaron hasta que pasados 41 años, en el 2014, el gobierno local permitió la colocación de una escultura en su memoria sufragada por la familia de una víctima afincada en Estados Unidos.

Alvedro entró en la leyenda negra. Hasta 1990 no volvieron los reactores y habrían de pasar cuatro años, con campaña de firmas mediante, para obtener un informe oficial del accidente. Desaparecieron, eso sí, las primas que las aerolíneas ofrecían a los pilotos por aterrizar en condiciones adversas, evitando el sobrecoste del desvío a otro aeropuerto.

Marisa Santamaría muestra las fotos de los ocho parientes que perdió en el siniestro
Marisa Santamaría muestra las fotos de los ocho parientes que perdió en el siniestro Basilio Bello

Ocho víctimas del accidente de avión de Montrove en una misma familia: «Aínda doe como se fose o primeiro día»

Marisa, hermana de Joaquina, una de las fallecidas en el siniestro junto con su cuñada y cinco niños, relata cómo les afectó aquel siniestro

 

Tal día como hoy de hace cincuenta años, en la víspera del arranque de las Festas da Xunqueira de Cee, las que iban a ser jornadas de alegría se transformaron en una tragedia que aún mortifica el alma de mucha gente. Ocho personas de una misma familia del municipio, cinco de ellas niños, perdían la vida en el accidente de Montrove. Un hachazo difícil de evaluar y de soportar, y más aún (si esto es posible) si se tienen en cuenta algunas circunstancias del suceso.

En ese siniestro fallecía Concepción García Rodeiro, de 56 años. Era natural del lugar de Lagarteira, en la parte alta del núcleo de Cee. En una casa de ese lugar había vivido con su marido, Jesús Pais, natural de la cercana parroquia de Buxantes, en Dumbría, que había emigrado a Acarigua, en Venezuela, y le había ido muy bien con una explotación ganadera, razón por la que su esposa se había marchado también para allá.

Esa fatídica jornada perecían también sus dos nueras: Teresa Cofano, venezolana de origen italiano, y Joaquina Santamaría Túñez, de 25 y 26 años. Joaquina era de Escabanas, también en Cee, muy cerca de Lagarteira, y vivía en la casa de su suegra antes de cruzar el Atlántico con ella. Lo hizo con sus dos hijas, María Jesús y María del Carmen, que tenían 6 y 5 años el día del siniestro, y regresaba a casa con un tercer vástago, Manuel Elías, de apenas dos años y ya nacido en Venezuela. Teresa también traía con ella a los suyos, María Gabriela (6) y Juan Carlos (3). Todos murieron. Los dos maridos y su padre tenían previsto desplazarse a Cee más adelante, también con escala en Madrid.

La familia esperaba su llegada vacacional solo en parte. Sí sabían que acudiría Concepción con su nuera Teresa y sus dos nietos. Pero la de Joaquina y sus hijos era una sorpresa para hacer aún más felices esas jornadas de celebración; porque la Xunqueira es una fiesta en la que los reencuentros de emigrantes son una tradición que aún se mantiene hoy. Se había marchado dos años antes, y las ganas de reencuentro eran evidentes.

No ocurrió tal, claro. La madre de Joaquina escuchó por la radio lo del accidente del avión, y las referencias a las víctimas de la familia política de su hija. De hecho, los parientes de Buxantes acudieron a Cee para pedirles que fueran con ellos a reconocer el cadáver de Concha, como la llamaban. Y al llegar a Oleiros descubrieron que también estaban Joaquina y sus hijos. De golpe, el mundo se les derrumbó.

Todo esto lo recuerda, entre lágrimas, Marisa, hermana menor, y única, de Joaquina, que entonces tenía 20 años, seis menos que ella. Habla manteniendo a su lado las pequeñas esquelas de los fallecidos, con sus fotos, impresas «en el primer mes de su muerte», por su funeral. «A la eterna memoria de nuestros queridos e inolvidables deudos», se lee en una de ellas. Los recuerdos, que nunca se han ido, se le agolpan. «Isto aínda doe como se fose o primeiro día», explica. «Nunca unha cousa semellante pasara en Cee, foi tremendo».

Fue una jornada dura aquella del 13 de agosto de 1973, y también las siguientes, incluido el novenario en la casa familiar, en memoria de las víctimas, que «era como un enterro diario», una experiencia durísima. La madre de Marisa y Joaquina lo llevó muy mal. «Se escoitaba un avión xa se poñía a chorar. E se vía unha boneca no chan, desfeita, o mesmo». No hace falta explicar por qué. Sus padres siempre tuvieron muy presente la tragedia. Fallecieron ya muy ancianos, no hace tanto. Algunos detalles añadieron más dolor, como el hecho de que el equipaje de la familia no llegó en el mismo avión, sino en otro posterior (tal vez por un problema de peso no se pudo embarcar), así que se lo enviaron a casa un par de días más tarde. Cuesta imaginar la sensación de la llegada de las cosas de quienes acababan de fallecer.

Los restos de todos descansan en el cementerio de San Amaro, en A Coruña. De Joaquina apareció un medallón con sus iniciales, justo al lado.

Para aumentar el infortunio, un cuñado de la fallecida ya había perecido pocos años antes haciendo el servicio militar en el naufragio de un barco. Y el otro hermano de su marido (eran tres) moriría más adelante durante un robo en su casa. Historias que nunca se olvidan.