Anna, ucraniana que llegó a Galicia huyendo de la guerra: «A 500 metros de la frontera, llamaron a los hombres, y tuve que separarme de mi novio»

María Vidal Míguez
María vidal REDACCIÓN / LA VOZ

INTERNACIONAL

Anna llora desconsolada mientras Natalia, la madre de su pareja, intenta consolarla.
Anna llora desconsolada mientras Natalia, la madre de su pareja, intenta consolarla. MARCOS MÍGUEZ

Anna consiguió huir de Kiev, y después de seis días aterrizó en Galicia

04 mar 2022 . Actualizado a las 08:03 h.

Anna y Leonid habían aprovechado unos días libres para hacer una escapada en pareja. Se encontraban en Ivanofrankivsk, cuando el ruido de las bombas los despertó en la habitación del hotel. Él enseguida llamó a su madre, una ucraniana que hace cinco años se mudó a Galicia siguiendo a su corazón. «Les dije: ‘Huid. Coged el primer bus que vaya hacia la frontera'», cuenta Natalia, vecina de Oleiros. Se subieron a un autobús, que casualmente iba en dirección a Polonia. El trayecto que normalmente se hace en dos horas, se prolongó durante 24. Estaban muy cerca de la frontera, a escasos metros, cuando saltó la noticia: los hombres de entre 18 y 60 años tenían prohibido abandonar el país. Leo, como lo llaman, tiene 23 años. «Le dijeron que saliera del autobús, que se tenía que volver. Nos despedimos sin saber qué va a pasar», dice Anna sin poder evitar las lágrimas.

Ella consiguió cruzar. Cogió otro bus hacia Varsovia, de allí voló a Portugal, desde Oporto se desplazó en coche a Pontevedra, donde finalmente el pasado martes se pudo reunir con Natalia, y su marido, Antonio.

Además de a su novio, Anna dejó atrás a su padre y a su madre, también amigos y compañeros de trabajo, que viven en Kiev. «Cuando hablamos por teléfono, escucho de fondo los bombardeos, tengo mucho miedo de que les puedan matar», dice Anna, que vive pendiente del teléfono. «Tengo miedo de quedarme dormida y no darme cuenta si me envían un mensaje por si les atacaron o les ha pasado algo», asegura con la voz entrecortada. Y continúa: «Me levanto cada hora para ver si están online, si están vivos. Si no contestan significa que ya los mataron». La conversación se detiene por momentos. Las lágrimas no le dejan articular palabra. «Lleva desde que llegó sin poder dormir, estuvo casi cinco noches en vela, le tuvimos que dar medicinas para que descansara», apunta Natalia, que tampoco ha cerrado mucho los ojos en los últimos nueve días. Los nervios y la tensión no le permiten llorar.

Anna está en contacto permanente con Leo, que ahora mismo se encuentra en la ciudad de Leópolis, donde vive con otras seis personas. Es consciente de que no lo verá durante los próximos tres meses, el tiempo que, en principio, está en vigor el decreto militar, pero poco le importa. «Solo deseo que esté vivo, no importa dónde», confiesa. De momento él, como no tiene experiencia militar, «no sabe coger un arma», está dedicado a otras funciones, recogiendo ayuda humanitaria y repartiéndola entre los que la necesitan, aunque sabe que en cualquier momento lo pueden llamar.

Su ciudad ya no existe

Por suerte, Anna y Leo no se encontraban en su casa cuando estalló la guerra. A día de hoy, la ciudad en la que residían en un piso de alquiler, Irpín, ya no existe. Los edificios han quedado reducidos a escombros. Anna llora al pensar que solo tiene lo puesto. Atrás quedaron sus pertenencias, sus recuerdos, su documentación, su dinero... «No tenemos sitio donde volver. Nuestra casa no existe. Solo tengo lo que llevé para pasar dos días», se lamenta. Las bombas caen en edificios residenciales casi por azar. «En el que vive mi madre en Kiev todavía está, pero justo el de al lado, no», explica Anna, de 30 años, que trabajaba en la empresa más importante de telefonía del país, donde era directora de márketing digital y contaba con 20 personas a su cargo. «Hay un compañero del que no tenemos noticias, no tiene conexión desde el día 28, así que entendemos que le ha podido pasar algo. Otra chica de mi equipo está en un barrio de Kiev con un bebé de siete meses y está rodeada de escombros, no tiene ni para comer ni forma de salir de allí, porque la carretera está cortada», cuenta Anna.

«Solo pido que nos ayuden —interrumpe Anna—, que nos den armas, que cierren el espacio aéreo, porque la población civil de Ucrania se ha convertido en un escudo de protección para la Unión Europa. Las mujeres, los niños... están muriendo, y mientras Putin ya está amenazando con armas nucleares».

Antes del 24 de febrero, su vida era normal, tan normal como para irse de escapada un fin de semana sin pensar que estallaría la guerra. «Nadie podía creer que iba a pasar porque somos gente civilizada. Ahora solo deseo que sea una pesadilla».