Juan González Nuñez, misionero: «No me planteo volver. Mientras las fuerzas me respondan, seguiré en Etiopía»

Fina Ulloa
Fina Ulloa OURENSE / LA VOZ

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Juan González es Administrador de la Diócesis de Hawassa, en Etiopía
Juan González es Administrador de la Diócesis de Hawassa, en Etiopía cedida

El actual Administrador Diocesano de Hawassa es un sacerdote natural de Chandrexa de Queixa que lleva 45 años en África

22 oct 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Juan González Núñez nació en Chandrexa de Queixa en 1944. Al año siguiente comenzó a construirse el embalse para represar el río Navea, una obra que concluyó en 1953 y le iba a afectar más de lo previsto porque su familia fue una de las que tuvo que buscarse un nuevo acomodo cuando las aguas se tragaron su casa. Lo encontraron en O Burgo de Castro Caldelas y eso fue lo que lo llevó al seminario de Ourense. No quiere esto decir que la vocación religiosa no le hubiese llegado en el seminario de Astorga —a cuya diócesis pertenece su parroquia natal— pero quizá no hubiera tenido la oportunidad de conocer a quienes más le influyeron para hacerse misionero. Hoy, tras 45 años de trabajo en África, es el Administrador apostólico de la Diócesis de Hawassa, en Etiopía.

—¿Cuándo decidió que quería ser misionero?

—La idea de las misiones estaba muy presente en el seminario. Venían muchos, de distintas congregaciones, a hablarnos de su trabajo y hubo un momento en que yo sentí que Dios me llamaba por ese camino. Lo normal hubiera sido ir a Burgos, donde estaba el instituto de la Conferencia Episcopal, pero yo tenía especial simpatía por un misionero comboniano y entré en esa congregación. Hice el noviciado en una casa que abrieron en Moncada, en Valencia, el mismo año que yo empecé. Tenía 19 años. Allí me ordené, di clases y hacía animación misionera. Después me mandaron dos años a Granada como formador antes de que, por fin, me destinaran a mi primera misión en Etiopía.

—¿Cómo se adaptó?

—Fue un choque. Y eso que llegamos tres juntos y siempre tienes en quién apoyarte. Era enero de 1976 y Etiopía estaba en un momento muy especial: acababan de destronar al emperador que había gobernado 60 años. Entró una revolución marxista y por la manera que tenían de hablar daba la impresión de que nuestros días estaban contados, de que nos iban a echar. Había además la dificultad de la lengua, que era realmente compleja. El amárico es un idioma emparentado con el árabe y el hebreo, semita, y distinta a todas las lenguas africanas. Y además no ocurre lo que en otras zonas de África, como Kenia, en la que todo el mundo sabe inglés. En Etiopía aún hoy apenas el 10 % lo habla. Hicimos un curso intensivo de un año pero luego me enviaron a una misión al sur del país y allí ya hablaban otra lengua.

—¿Qué labor hacía?

—Cuando llegué estuve como director de la escuela y luego como párroco. En todas las misiones que abríamos los combonianos hacíamos la labor evangelizadora, la educativa y la sanitaria porque en todas estaban también las hermanas que llevaban el dispensario. En el primer momento eché de menos no tener un misionero experimentado que me ayudase a entrar. El que estaba allí llevaba muy poco tiempo. La verdad es que me sentía un poco perdido, casi deprimido, pero después de un año cambié de ánimo completamente y pasé a estar mucho más eufórico y seguro de mí. Allí estuve cinco años.

—¿Por qué se fue?

—Me llamaron para ser rector de un seminario que empezaba en Addis Abeba. Bueno rector, profesor y todo. Arranqué con cuatro seminaristas y cuando me marché, seis años después, ya había 33. Luego volví a Europa. Estuve de Provincial comboniano en España y luego en la dirección general. Tardé quince años en regresar a África. Al volver estuve en una de las zonas más pobres y retrasadas, donde las misiones empezaban de cero en todo, con una tribu muy marginada cerca de Sudan. Fue una de las mejores experiencias que recuerdo. Y justo cuando ya pensé que no me movería, me llamaron para que ocupase el puesto de Administrador Diocesano de Hawassa porque habían destinado al obispo a otro lugar y no había dado tiempo a hacer una elección por los cauces habituales.

—Osea, que pasó de la tribu al palacio episcopal

—Bueno, este palacio tiene poco que ver con la idea occidental. Aquí la puerta está a ras de tierra y los monos, que andan en manadas bastante grandes, entran aunque estés en el despacho a ver si pueden robar algo. Cuando me lo propuso el nuncio lo primero que le dije es que consultase mi fecha de nacimiento, porque yo ya tenía 76 años y los obispos renuncian a los 75. Era un peso muy grande que se me venía encima. Pero no hubo forma, me dijeron que sería provisional, unos mesecitos. Llevo más de dos años.

—¿Le gustaría regresar aquí?

—No, no es algo que tenga programado. Me gusta volver de vez en cuando, pero estás dos días para matar la nostalgia y ya no tienes nada que hacer. No me planteo volver. Mientras las fuerzas me respondan seguiré en Etiopía. Allí tengo muchas cosas que hacer. Pasé ahí casi toda mi vida en Etiopía y me gustaría quedarme. Lógicamente, mientras la salud me lo permita. Luego me mandarán volver porque, entre otras cosas, cuando uno llega a una cierta edad allí te conviertes en un peso, en una carga para la misión. El misionero de otros tiempos soñaba con ser enterrado en su misión, pero hoy eso es literatura. Te envían a las casas que hay ya para ancianos en Europa. También es verdad que los misioneros antes morían jóvenes, muchas veces por infecciones y otras enfermedades.

—¿Cuál es la clave para ser un buen misionero?

—Yo creo que el secreto es ser adaptable a todas las situaciones. Yo no dejo el corazón en ningún sitio, lo llevo conmigo y trato de dar lo mejor de mi mismo en ese lugar donde estoy, sin hacer nostalgias del pasado ni soñar demasiado con el futuro. Yo estoy plenamente en el sitio donde me pongan.

—A su entender ¿las misiones necesitan más dinero o manos?

—Las dos cosas, porque si no hay manos el dinero sirve para muy poco.