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Patente de corso

Una historia de Europa (CXIII)

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 29 de Agosto 2025, 09:36h

Tiempo de lectura: 3 min

Se preguntarán ustedes, a estas alturas del siglo XX ya entrado en años, qué pasaba con los judíos europeos. Los dejamos la última vez o podridos de pasta, millonetis haciendo negocios en plan Rothschild (unos pocos), constituyendo una clase media burguesa o razonablemente situada (buena parte) o en la miseria y la opresión, chivo expiatorio en pogromos y matanzas (muchísimos más) en varios países del este. Con el reciente auge de los nacionalismos étnicos y lingüísticos y la xenofobia que traían en el zurrón, la persistencia de los judíos en su fe y costumbres se veía como traición al estado y les endilgaba la peligrosa etiqueta de apátridas. Para muchos cristianos en general (la sociedad europea lo era en su gran mayoría) los judíos tenían mala fama, y su manera de entender la religión y la vida los mantenía, en gran parte, muy a lo suyo: una estampa de fulanos más bien cerrados, en términos generales. Eso no era del todo exacto, pues las comunidades judías, sobre todo en niveles acomodados, se integraban en la vida nacional con normalidad, servían con las armas a la patria correspondiente, y aunque conservaban en familia la lengua original (el yiddish), hablaban el idioma de sus respectivos países e incluso adoptaban, a menudo, nombres propios no judíos. Aun así, los mejor situados e influyentes suscitaban envidias y rencores a todo pasto. Además eran muchos, con importantes núcleos en Holanda, Alemania e Inglaterra (comerciantes y gente de negocios, sobre todo), y en los países de Europa centro-oriental (artesanos, campesinos y obreros). Y para desagrado de quienes los miraban con poca simpatía, se multiplicaban como conejos: en sólo medio siglo, la población hebrea en Europa había pasado de cuatro millones y medio a ocho y medio (lo que significaba más del 2% de la población total). Sólo en Varsovia vivían 210.000 judíos, 170.000 en Budapest y 50.000 en París. Un elemento que contribuía a que en muchos lugares los mirasen con recelo era la fama que tenían (injustificada en algunos aspectos y justificada en otros) de tocapelotas y revolucionarios. Desde la Ilustración y la Revolución Francesa, incluso antes, algunas de las cabezas mejor amuebladas del intelecto europeo eran judías; y su influencia en la política, la cultura, el periodismo y la sociedad resultaban notables. Eso tuvo consecuencias, naturalmente. Daba mucho por ahí detrás. Ya desde el último tercio del siglo XIX, como señalan los historiadores Bonhomme y Verclytte, a las minorías judías educadas se las consideraba con frecuencia revolucionarias, desestabilizadoras, implicadas en complots (el asesinato del zar Alejandro II) y otros disturbios; y todas sus tentativas de integración social se consideraban como parte de una estrategia para hacerse con el poder mundial. Esa mala fama fue calentada por el creciente antisemitismo religioso, xenófobo, conservador y contrarrevolucionario de los nacionalismos en boga. Surgieron partidos políticos abiertamente antijudíos (como el de Karl Lueger, que fue alcalde de Viena) y el pésimo ambiente general dio lugar a escandalosos episodios como el asunto Dreyfus en Francia, cuando un militar de origen hebreo fue acusado y condenado con falsos cargos de espionaje (y tuvo que salir el novelista Émile Zola a defenderlo con su famoso artículo Yo acuso). En fin. Todo este mal rollo tuvo consecuencias y daños colaterales, sembrando lo que acabaría manifestándose en todo su horror pocas décadas después. De momento, el resultado inmediato fue forzar una emigración enorme, sobre todo de Rusia y Europa central, tanto hacia las grandes urbes del oeste continental, donde las democracias otorgaban ciertas garantías, como a los Estados Unidos. Pero incluso esa emigración, que enriqueció a Norteamérica con intelecto y trabajo, tuvo sus consecuencias negativas en los países europeos más desarrollados, pues difundió la imagen judeomasónica del hebreo apátrida y revoltoso que venía a trastocar el orden sagrado, la religión y las tradiciones locales, y alimentó el recelo de los antisemitas radicales, incluso el de las élites judías más ricas e integradas. Ese panorama encendió la bombilla de Theodor Herzl (un periodista hebreo de origen húngaro que vivía en París) con la idea de un movimiento sionista que diese a los judíos de todo el mundo, errantes desde la Diáspora, un estado-nación que los acogiera: una patria propia y una lengua universal. Y la cosa tuvo éxito, porque en 1905 un congreso sionista declaró como objetivo la creación del Estado de Israel en su tierra original, Palestina, que entonces era parte del imperio turco y luego fue protectorado británico. Y, bueno. Lo que ocurrió después, que ustedes conocen tan bien como yo, es historia y es presente.

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