Hambre, muerte y canibalismo en Ucrania Holodomor, el estremecedor genocidio ordenado por Stalin
Lunes, 13 de Septiembre 2021
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Los niños morían de hambre. Y los padres, muy próximos también a la muerte por inanición, cocinaban los cadáveres de sus hijos y se los comían. La debilidad los sumía en un profundo embotamiento. Luego, cuando se daban cuenta de lo que habían hecho, enloquecían».
Así describe una reclusa polaca, enviada a una isla-prisión, el horror que contaban los supervivientes del Holodomor, la inconcebible hambruna que entre 1932 y 1933 causó la muerte de 3,9 millones de personas en Ucrania y 1,1 millones más en otras regiones productoras de cereal: el norte del Cáucaso, el río Volga y Siberia occidental. Cruel ironía, los graneros de la Unión Soviética.
¿Fue un holocausto provocado alevosamente por el dictador Iósif Stalin? Es la pregunta que responde Anne Applebaum, autora de Hambruna roja. La guerra de Stalin contra Ucrania (Debate), y Premio Pulitzer por un libro sobre el gulag.
«Stalin fue el responsable. Tenía miedo de una contrarrevolución. Y se acordaba de que en la guerra civil hubo una revuelta de los campesinos ucranianos. Pero también hubo otros responsables: burócratas, líderes y militantes del Partido Comunista tanto dentro como fuera de Ucrania», sostiene Applebaum.
Los cadáveres yacían a la intemperie en las calles. Nadie tenía fuerzas para enterrarlos
Si la barbaridad fue intencionada o el asunto se le fue de las manos, es objeto de debate. Pero el objetivo de Stalin era doble. Por una parte, quería sujetar en corto a Ucrania: atemorizando de hambre a su población acababa con cualquier resistencia contrarrevolucionaria, pues Ucrania se había proclamado independiente durante la revolución de 1917. Stalin temía que los ucranianos sabotearan sus planes.
Por otra parte, había una meta económica. Rusia carecía de una divisa fuerte, así que Stalin pensaba financiar la inversión en maquinaria industrial exportando cereal. El cereal de Ucrania.
Todo empezó con la colectivización. Se puso en marcha el primer plan quinquenal como respuesta a la crisis de 1929. Se pretendía convertir a los campesinos en proletarios. Stalin también buscaba modernizar la industria. Las exportaciones de trigo pagarían la factura. «Pero el Estado no sabía cuánto grano tenían los campesinos. Sospechaba (correctamente) que escondían una parte. Estos debían renunciar a sus tierras y unirse a las granjas colectivas», relata Applebaum. Los campesinos, por su lado, veían el comunismo como una segunda esclavitud después de haber sido siervos del zar; y los más religiosos lo consideraban el Anticristo. Hubo enfrentamientos.
Los líderes soviéticos lanzaron una campaña propagandística contra los kulaks, los campesinos más prósperos. Comenzaron las expropiaciones de sus tierras y las deportaciones en masa, acusándolos de sabotaje. Unos 125.000 fueron enviados al gulag siberiano a partir de 1930.
«Con la demonización de los kulaks, los campesinos más pobres tenían a alguien a quien culpar del sufrimiento de sus familias. Stalin utilizó esa retórica en toda la Unión Soviética, también en las ciudades. Si la revolución comunista no estaba teniendo éxito, era por culpa de los kulaks», explica Applebaum.
La cosecha de 1931 fue buena. La URSS obligó a Ucrania a entregar el 42 por ciento de su producción. La siguiente cosecha fue catastrófica. «A finales de 1932, las estaciones de tren de Ucrania estaban ya abarrotadas de gente raquítica y andrajosa que mendigaba», cuenta Anne Applebaum.
La situación se tornó desesperada cuando se aprobó la ley de las tres espigas, que imponía penas de diez años de trabajos forzados para aquellos que robasen cualquier propiedad estatal. Y la comida pertenecía al Estado. Activistas del partido y unidades del Ejército se desplazaron a Ucrania para requisar los alimentos que los campesinos escondían para sobrevivir. «Se apropiaban de todo lo que fuera comestible», dice la autora de Hambruna roja.
Acorralados
Stalin creó un cordón en torno a Ucrania. Muchos pueblos fueron rodeados por la Policía para que nadie pudiera salir. Y se instalaron torres de vigilancia. Se desató el infierno. «La gente echaba a la olla ranas y sapos. Se comían los cinturones y zapatos de cuero, la hierba, la corteza de los robles, el musgo… Se comían los perros y los gatos. Las ardillas, las ratas, los cuervos, las hormigas. Los más afortunados eran los que vivían cerca de ríos y bosques, porque podían pescar o buscar champiñones. Pero la mayoría no tenía esa suerte», cuenta Applebaum. Poseer una vaca era un asunto de vida o muerte. Las familias las vigilaban con armas y horcas. Para alimentarlas, deshacían el techo de paja de sus casas.
Un testigo ruso recordaba a los niños ucranianos que vagaban por las calles lentamente, exhaustos, en un estado de alucinación: «Todos iguales; sus cabezas, hinchadas como sandías; sus cuellos, delgados como los de una cigüeña; la piel, pegada a los huesos como una gasa amarillenta. Y los rostros, avejentados». Otro testigo no podía olvidar a una madre con un bebé en brazos. «Estaba de pie a un lado del camino y su pequeño bebé esquelético, en vez de mamar del pecho seco, se chupaba los nudillos».
Se comieron las suelas de los zapatos, el musgo, las hormigas, las cortezas de los robles, los cuervos…
De los campos de trigo cercanos a las carreteras llegaba un hedor insoportable. La gente hambrienta se arrastraba hasta las cañas para cortar las espigas; se las comían y morían allí mismo, porque sus estómagos vacíos ya no podían digerir nada. Los cadáveres yacían a la intemperie donde caían. Y allí se quedaban hasta que los retiraban los militares, porque nadie tenía fuerzas para enterrarlos.
Hubo cientos de casos de canibalismo. «Pero a los ucranianos les cuesta mucho hablar de ello. Les avergüenza imaginar que algo así pudiera suceder. Incluso en esa situación tan desesperada, el canibalismo no se consideraba algo normal. Era horrible. Los caníbales eran apresados. Algunos eran linchados», comenta Applebaum.
A medida que la hambruna se extendía, se lanzó una campaña de represión contra intelectuales, catedráticos, escritores, artistas, sacerdotes, funcionarios… que fueron encarcelados, enviados a campos de trabajo, ejecutados. Cualquier persona relacionada con la efímera República Popular Ucraniana (que existió durante unos meses en 1917) o que hubiese fomentado el idioma o la historia de Ucrania.
Stalin no quería que el mundo se enterase de que la colectivización, de la que alardeaba como su gran triunfo, estaba siendo un desastre. Algunos burócratas intentaron convencerlo de que los campesinos ya no escondían grano… porque no les quedaba nada. Pero Stalin no cedió.
El suicidio de Nadezhda
Una de las personas que le pidió que reconsiderase su política en Ucrania fue su propia esposa, Nadezhda Alilúyeva. Nadezhda se había negado a llevar una vida alejada de la realidad en la burbuja del Kremlin e ingresó en la Escuela Técnica. Descubrió que el nivel de vida de los trabajadores caía en picado, a pesar de las pamplinas que le contaba su marido. Y sus compañeros de trabajo le hablaban de detenciones y fusilamientos sin cuento…
Cayó en una depresión, agravada por las infidelidades reiteradas de Stalin, que la obligaba a presenciar cómo se encamaba borracho con sus amantes. Una noche, en noviembre de 1932, al regresar de un banquete por el aniversario de la revolución, en el que se sirvieron ostras del mar Caspio, caviar y vinos franceses, se pegó un tiro en su dormitorio.
La negación
Finalmente, a partir de mayo de 1933 las autoridades soviéticas redujeron las cuotas que debía entregar Ucrania. No hubo más confiscaciones de alimentos. Y se frenaron las detenciones, en parte porque las cárceles estaban abarrotadas. Lo peor había pasado.
«Las autoridades soviéticas ocultaron la hambruna. Los diplomáticos occidentales miraban para otro lado. Y, salvo excepciones, la prensa extranjera contribuyó a minimizar lo sucedido para no perder sus privilegios. Walter Duranty, corresponsal del New York Times, escribió: «Se puede objetar a la vivisección de animales su carácter triste y horrible, y es verdad que la suerte de los kulaks y otros opositores al experimento soviético no ha sido afortunada. Pero en ambos casos el sufrimiento ha sido infligido con un noble propósito». De todos modos, los censores solo permitían alusiones eufemísticas, como restricción de comida, déficit alimentario…
Los soviéticos ocultaron la hambruna, pero la documentaron. Hay mucha información en sus archivos
Se invitó a personalidades extranjeras que simpatizaban con el comunismo, como el literato George Bernard Shaw, a los que fue fácil convencer de que todo eran rumores de la propaganda antisoviética. Cuando el censo de 1937 dio cifras no deseables, se ejecutó a los autores y se alteraron las estadísticas oficiales. Solo a partir de los años ochenta empezó a aflorar la tragedia, gracias al historiador Robert Conquest y a las investigaciones del Instituto Ucraniano de Recuerdo Nacional. Pero fue con la apertura de los archivos, tras la caída de la URSS en 1991, cuando empezó a confirmarse la magnitud de la hambruna. «La Unión Soviética llevó registros muy minuciosos de sus crímenes. Sus dirigentes creían que nadie podría hurgar en esos archivos. Hay mucho material a disposición de los historiadores».
Hoy en día sigue siendo un episodio en disputa. Los rusos lo relativizan. Mientras que los ucranianos lo consideran la tragedia fundacional de su país.
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