Jueves, 24 de Julio 2025, 12:03h
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Hubo un tiempo, al menos algunos creemos recordarlo, en el que quienes hacían trampas estaban mal –incluso muy mal– vistos. De un tiempo a esta parte, nos hemos acostumbrado a que comparezcan ante nosotros gentes que dicen que van a hacer una cosa para luego hacer la contraria, que afirman obrar por algo que no es manifiestamente lo que provoca sus desvelos –sino otra cosa que con torpeza nos esconden– o que echan mano de ases en la manga y otras feas ventajas en su afán de imponerse al resto. En cualquier partida, el fullero o tramposo es una presencia indeseable, y por eso su condición solía al menos exigir sigilo y destreza. El juego sucio sin maña y sin vergüenza indigna y subleva con motivo. Cuanto más se recurre a él, más se alimenta la peor de las inclinaciones: la de romper la baraja.
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