Jueves, 05 de Diciembre 2024, 15:07h
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Sevilla, la Sevilla que tanto admiro, la ciudad andaluza a la que hace treinta años dediqué La piel del tambor y El oro del rey, no es lo que fue. Sigue siendo un lugar bellísimo, y pasear por ella me llena de optimismo el corazón y la cabeza; pero el turismo descontrolado que inunda Europa, las masas de gente que bloquean cada espacio, cada calle, cada rincón, ponen difícil mantener intactos los viejos afectos. Si esto fuera simple percepción mía, no tendría mayor importancia, atribuible sólo a la natural melancolía de quienes viven lo suficiente para asistir al ocaso y desaparición de personas y lugares que amaron. Nada fuera de lo común en la historia de la Humanidad. Pero son los propios sevillanos, los de toda la vida y los de ahora, quienes sienten lo mismo. Acabo de pasar allí unos días, como hago de vez en cuando, y he hablado con mis amigos y conocidos. Es cierto que esa clase de turismo beneficia económicamente a la ciudad, al menos de forma inmediata, como ocurre con otras en España y Europa: Lisboa, Venecia, París, Atenas... Pero las transformaciones que el fenómeno impone, la reconversión de lo propio y tradicional para adaptarse a las exigencias de masas de visitantes matan esencias e igualan lugares: las mismas tiendas, los mismos sitios para comer, la misma gente en todas partes. Ni la belleza ni el carácter de una ciudad pueden sobrevivir a cinco, diez o veinte mil turistas volcados sobre ella cada día desde trenes, aeropuertos y cruceros.
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