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Patente de corso

Una historia de Europa (CVII)

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 06 de Junio 2025, 09:47h

Tiempo de lectura: 4 min

El estallido de la Primera Guerra Mundial, que fue conocida entonces como Gran Guerra (inocentes criaturas, pues aún habría otra mayor) respondió a una curiosa paradoja: todo cristo la veía venir, pero nadie creyó que fuera a ser tan a lo bestia. El ambiente se había ido caldeando entre las grandes potencias, sobre todo cuando la Alemania del káiser Guillermo II (que no era una lumbrera intelectual, pero sí un militarista de tomo y lomo) quiso su parte del pastel colonial, lo que la enfrentaba en los mares a Gran Bretaña, y apoyó a su prima hermana Austria-Hungría en la cada vez más sucia crisis de los Balcanes, que a la larga, incluso a la corta, iba a ser la chispa inicial que prendiera la pólvora. Entre los pequeños enclaves europeos con aspiraciones a estados nacionales se contaba Serbia, uno de aquellos a quienes la debilidad del viejo imperio turco permitía, al cabo de largas y sangrientas guerras y guerrillas, levantar al fin la cabeza, como ocurría con Grecia, Bulgaria y otros territorios de la Europa sudoriental. La zona balcánica era, a esas alturas, una especie de frontera entre los turcos, los austríacos y los rusos, en cuya salsa unos y otros mojaban o pretendían hacerlo. Y cuando Austria se anexionó la provincia de Bosnia (1908), los serbios, que aspiraban a una nación grande y fuerte que liderase la zona, se mosquearon mucho. Aquello emputeció el ambiente (Rusia se puso de parte de Serbia), aunque la cosa no llegó a mayores; pero un poco más tarde (1912), cuando Macedonia también se levantó contra la ocupación turca, estalló una guerra balcánica de verdad, en la que Bulgaria y Serbia (de población eslava) en compañía de Grecia y con el apoyo de Rusia, le montaron a Turquía una pajarraca bélica que la obligó a abandonar casi todos sus territorios europeos. Pero los vencedores se llevaban fatal, y la cosa acabó con otra guerra, esta vez entre ellos, por querer repartirse Macedonia (de ahí, supongo, viene la palabra macedonia para referirse a una mezcla de muy diversas frutas), con Rusia siempre mojando en la salsa balcánica a pesar de sus problemas internos, pues ya había tenido un amago de revolución (brutalmente reprimida, al estilo de los zares) pocos años antes. El caso es que, hacia 1913 más o menos, el ambiente en los Balcanes era de un extraordinario mal rollo, con muchos rencores de por medio, en especial el de Serbia contra Austria, y viceversa. Fue en ese feo ambiente cuando Alemania se convenció de que ella y Austria-Hungría, que iban de la mano por la fraternidad germánica y demás murga histórica, acabarían metidas en una guerra contra todo cristo, tanto contra Francia en el oeste (los franceses reclamaban Alsacia y Lorena, arrebatadas en la guerra de 1871) como contra Rusia en el este; y como además alemanes y austríacos estaban aliados con Turquía, un conflicto general se extendería también, inevitablemente, a los Balcanes. Y por si eran pocos, también parió la abuela: los rusos, que nada habían aprendido de su derrota ante Japón en los territorios de Asia (1904) ni del conato revolucionario (1905), soñaban con pegarle un buen mordisco al imperio turco, aprovechando los trenes baratos. En fin. Aquello, dicho en bruto, era un barril de pólvora de veinte pares de cojones. Y como las potencias centrales, si la cosa estallaba, iban a tener que batirse en varios frentes, Berlín y Viena pensaron que quien da primero da dos veces, y que más les valía declarar ellos la guerra, pillando a la peña en pijama, antes de que la declarasen otros. El pretexto ideal lo proporcionó un estudiante nacionalista bosnio llamado Gavrilo Princip, que el 28 de junio de 1914, en un atentado y por la cara, les dio matarile en Sarajevo al príncipe heredero de Austria, Francisco Fernando, y a su legítima, Sofía, durante una visita oficial. A Berlín y Viena aquello les vino de perlas, viendo la ocasión de poner los pavos a la sombra a los turbulentos eslavos. La poderosa Austria declaró la guerra a la pequeña Serbia. La idea era una guerrita controlada, de andar por casa; pero aquello se fue de las manos: Rusia movilizó sus tropas, Alemania las suyas, Francia (que por entonces era aliada de Rusia) hizo lo mismo contra Alemania, ésta atacó a Francia a través de Bélgica, la ruptura de la neutralidad belga hizo que Gran Bretaña declarase la guerra a Alemania, y Turquía se apuntó al baile. El pifostio estaba servido. Menos de un mes después del atentado de Sarajevo, todas las potencias menos Italia (que intervino un año después) estaban dándose hostias hasta en el carnet de identidad: austrohúngaros, alemanes y turcos de un lado, e ingleses, franceses y rusos del otro. Empezaba así la mayor carnicería conocida, hasta esa fecha, en la historia de la Humanidad. Y también, como escribió el historiador Julio Aróstegui, el principio del fin de Europa como centro del mundo.

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