Viernes, 08 de Noviembre 2024, 10:18h
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Decía Somerset Maugham que la vida sexual del más morigerado de los hombres, expuesta públicamente, escandalizaría al más libertino de los hombres. Me he acordado muchas veces de esta sentencia, mientras leo en la prensa las acusaciones anónimas que se han dirigido contra el político Íñigo Errejón. En la mayoría de estas acusaciones no se le imputan delitos (o sólo de forma muy brumosa), sino que más bien se describen conductas sexuales sórdidas: que si sólo buscaba el propio placer, que si le gustaban prácticas humillantes, que si una vez satisfechos sus apetitos dedicaba su displicencia o desprecio a la mujer que se le había entregado, etcétera. ¿Y para qué nos cuentan estas bazofias? Aparte de que en sí mismas no constituyen delito alguno, son todas ellas indemostrables; pues no existen pruebas que las atestigüen. Pero ahora resulta que los testimonios de parte se convierten en verdades irrefutables de las que nadie puede desconfiar, porque son el testimonio de las 'víctimas' (no sabemos exactamente víctimas de qué); siempre que tales víctimas sean mujeres. ¿Hemos de aceptar, entonces, que las mujeres no pueden mentir, porque han sido concebidas sin pecado original?
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