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ANIMALES DE COMPAÑÍA

La entrevista de Bosé

Juan Manuel de Prada

Lunes, 03 de Mayo 2021

Tiempo de lectura: 4 min

He visto a toro pasado la entrevista que Jordi Évole hizo a Miguel Bosé, que tanto ha regocijado a todos, todas y todes los miserables de España. Todo miserable de izquierdas o derechas ha encontrado en esta entrevista un festín para su ruindad, para su vileza, para su hediondo regocijo. Y la coartada para que este enjambre de pasiones innobles se desatase han sido, por supuesto, las polémicas declaraciones del cantante sobre el coronavirus, que entre los tragacionistas resultan como blasfemias o sacrilegios.

Sin embargo, la vomitona de odio que ha provocado esta malhadada entrevista sólo admite una explicación patológica. Miguel Bosé arrastra tras de sí, desde hace décadas, una patulea heteróclita de odiadores profesionales: unos lo odian por altivo, otros lo odian por maricón, hay quienes lo odian por simpatizar con los socialistas en el pasado y quienes lo odian porque dejó de simpatizar con ellos. Pero todas estas formas de odio son sublimaciones de un odio mucho más traumático e inconfesable, que es el odio al reparto desigual que Dios hizo de los talentos. Pues Dios, en efecto, fue muy generoso en el reparto de sus dones con Miguel Bosé, permitiéndole brillar más que a nadie: le regaló una belleza sin par y un genio artístico fuera de lo común. Curiosamente, su patulea de odiadores suele negar estos dones evidentísimos, sobre todo el segundo, aprovechándose de que Bosé tenía una legión de fans chillonas que lo veneraban por el primero.

Dios fue muy generoso en el reparto de sus dones con Miguel Bosé: le regaló una belleza sin par y un genio artístico fuera de lo común

Pero, por mucho que joda a su patulea de odiadores, Bosé es un artista genial, además de un hombre muy guapo. Un hombre agraciado (o desgraciado) por el don del verdadero arte, por ese quid divinum que sopla donde quiere; y que, con frecuencia, gusta de soplar sobre los maricones, sobre los socialistas, sobre los que reniegan de los socialistas, sobre los descarriados de todos los carriles, incluso sobre los negacionistas de las plagas. Y Bosé, tal vez por ser todo eso y otras muchas cosas más, fue dotado con un genio artístico irrepetible; cualquier persona con un ápice de sensibilidad que haya escuchado discos suyos como Salamandra o Bajo el signo de Caín sabe a lo que me refiero. Bosé es un artista genial; y, como tantos artistas geniales, es también una persona que se ha asomado a muchos abismos, algunos de impronunciable oscuridad. Abismos de los que se ha traído en el alma un equipaje de dolor que puede redundar en un arte todavía más hermoso, pero también en infiernos personales que son el peaje que paga el genio artístico. Como escribió Truman Capote, «cuando Dios entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse». El arte verdadero es drama y tensión espiritual; todo arte verdadero nace de un conflicto interior, se alimenta de traumas y se expresa de forma desgarradora.

Y Bosé se ha flagelado y desgarrado con muchos látigos. Con el látigo de la droga, al que ha sobrevivido milagrosamente, según él mismo confesó en esa malhadada entrevista; con el látigo del escarnio público, que ahora menudea sobre él, por atreverse a lanzar opiniones negacionistas sobre el coronavirus. Hay un componente saturnal en la creación artística, que devora a sus mejores hijos y los arroja a un lecho de ortigas, para torturarlos sin descanso y después expulsarlos a un territorio lindante con la locura, erizado de pecados mortales, abonado de traumas y angustias devoradoras. El arte nace en estos territorios borrascosos en los que sólo las almas muy aguerridas son capaces de aventurarse; y, cuanto más grande es el artista, mayores son los peligros que corre, mayor el dolor que asume, mayores los pecados que comete. Esto la chusma de alma ruin ni siquiera lo sospecha; y lo sospechan, pero prefieren silenciarlo (precisamente porque saben, rabiosos, que ellos no recibieron ese don), todos los artistillas de medio pelo, todos los plumíferos de chichinabo, todos los gacetilleros casposos que en estos días se han dedicado a escarnecer a Bosé. La chusma se regodea rebozando por el fango las cosas bellas que no puede alcanzar. No hay nada que regocije más al miserable que el espectáculo de un hombre tocado por el quid divinum que exhibe sus llagas en una barraca de feria. Al miserable nada le gusta más que matar la belleza, cuando la ve herida; nada le gusta más que reducir a añicos un alma que percibe resquebrajada.

Por eso no hay que enseñar nuestras heridas a la chusma. Aunque no se nos escapa que el artista a veces tiene que ser escupido y humillado, tiene que convertirse en el hazmerreír de los miserables, tiene –en fin– que pasar por el Calvario, para encontrar la redención. Ojalá Miguel Bosé encuentre la sanación para su alma resquebrajada antes de que los miserables logren reducirla a añicos.