
Infidelidades y traiciones en el castillo de Faber-Castell
Infidelidades y traiciones en el castillo de Faber-Castell
Viernes, 05 de Septiembre 2025, 09:56h
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Las precauciones y disimulos de los amantes no fueron suficientes para camuflar el romance. Para todos los que frecuentaban el castillo de Faber-Castell aquel otoño de 1945 era evidente que la condesa Katharina Faber-Castell y Rudolf Diels, un apuesto alemán de pasado nazi, estaban liados. El marido de ella estuvo a punto de conseguir pruebas determinantes de la infidelidad, pero Rudolf Diels –un tipo avispado– llegó a tiempo de sacar de sus aposentos la incriminatoria ropa interior de la condesa. No los pillaron in fraganti, pero todos los habitantes del castillo conocían o sospechaban el romance.
En aquellos días había mucha gente alojada en el castillo situado en Stein (Alemania), a solo diez kilómetros de Núremberg, donde se celebraban los procesos judiciales contra líderes nazis por sus crímenes. En la residencia de los Faber-Castell, que había sido confiscada por los aliados tras la guerra, se alojaba gran parte de los 250 periodistas que acudieron a cubrir los juicios; entre otros, John Dos Passos, Alfred Döblin, Erika Mann, Willy Brandt, Augusto Roa Bastos, Victoria Ocampo, Markus Wolf...
Y en medio de la bulla periodística, del repiqueteo de las máquinas de escribir, de las conversaciones a media voz en busca de una primicia se coció el romance prohibido. La condesa Katharina –a quien llamaban Nina– dormía en el pabellón de caza junto con su marido y sus hijos. Pero frecuentaba el castillo. Era buena conversadora, atractiva, pianista de alto nivel.
Al guapo Rudolf Diels, moreno de fulgurantes ojos azules y marcadas cicatrices en la cara, lo habían instalado los estadounidenses en la zona de los testigos. Estaba bajo arresto, como otros alemanes que habían mantenido relaciones con nazis importantes, como el fotógrafo de Hitler, Heinrich Hoffmann.
Rudolf Diels podría haber estado en la zona de los acusados porque había sido el primer jefe de la Gestapo –la temible fábrica de crímenes nazi– y, sin embargo, no estaba en el castillo como acusado. Diels era una anguila difícil de atrapar. «A pesar de su implicación en la persecución de judíos y de sus órdenes de apresar a opositores políticos se le había otorgado una especie de salvoconducto», cuenta Uwe Neumahr en su libro El castillo de los escritores (Taurus).
Diels era un político astuto. Había trepado por el Ministerio del Interior prusiano hasta acomodarse bajo el ala de Hermann Göring, su mentor y protector, el que le dio el mando de la Gestapo en 1933. Luego se vio afectado por la guerra de poder entre Göring y Heinrich Himmler, y así es como perdió su puesto en la Gestapo: esa batalla la ganó Himmler, que colocó al frente de la Policía secreta nazi represora y criminal a un hombre de su confianza.
Diels brujuleó por la Alemania nazi. Ocupó cargos administrativos, fue presidente del distrito de Colonia y de Hannover. Cayó él mismo bajo el visor de la Gestapo; llegó a estar detenido, pero el manto protector de Göring lo sacó de apuros. Se casó con la viuda del hermano del poderoso líder nazi, supo mantenerse a flote, protegido, y siempre resultó atractivo para las mujeres: se cree que sus pronunciadas cicatrices de la cara se las había ganado en duelos juveniles por asuntos de amores. También cayó en sus brazos la señora del castillo Faber-Castell.
Katharina y Rudolf eran viejos conocidos. Habían vivido un affaire en los albores del nazismo, en Berlín, adonde ella (una niña bien del cantón de los Grisones de Suiza) había viajado para estudiar música. Coquetearon, salieron juntos, pero Nina acabó rindiéndose al insistente cortejo del conde Roland Faber-Castell, con quien se casó en 1938.
Roland Faber-Castell se había divorciado de su primera mujer, Alix-May von Frankenberg, con la que había tenido cuatro hijos. Ella era nieta del banquero judío Simon Oppenheim y a Roland los nazis lo obligaron a elegir entre ella o la empresa lapicera familiar. Eligió la empresa, pero no evitó que la confiscaran: la convirtieron en una fábrica de munición; el palacio familiar lo ocuparon tropas alemanas, y Roland Faber-Castell pasó a la Wehrmacht como capitán mientras su familia se quedó en el pabellón de caza de Dürrenhembach, cerca de Núremberg.
Nina peleó para sacar a su marido del frente. Llamó a sus contactos, insistió en que su presencia en la fábrica de lápices era fundamental… Pero no era fácil traerlo de vuelta a casa: Roland Faber-Castell no se afilió al Partido Nazi y se metió en serios problemas cuando se negó a cumplir la orden de ejecutar a 500 judíos en Polonia. De la batalla de Stalingrado lo libró el tifus, que fue el que lo trajo de vuelta a su castillo de Stein, la mansión con capilla, campanario, claustro, jardín, mampostería y barniz medieval donde se alojó la prensa que cubrió los juicios de Núremberg mientras la familia Faber-Castell se alojaba en el pabellón de caza.
«Allí se celebraban populares veladas sociales en las que participaron fiscales, representantes de la defensa e intérpretes. Se montaba a caballo, se cazaba, se pescaba o se jugaba al tenis. El brillante centro de atención social era la anfitriona, quien con frecuencia se sentaba al piano, cantaba unas chansons y entretenía a sus huéspedes», cuenta Uwe Neumahr.
Rudolf Diels se movía en aquel entorno con libertad. Y algo más sorprendente: no estaba entre los acusados. ¿Cómo un exlíder de la Gestapo logró salir indemne? Para ello contó con la ayuda de varios protectores. Uno fue Robert Kempner, parte del personal del fiscal general de Estados Unidos en los juicios de Núremberg y antiguo compañero de Diels en el Ministerio de Interior prusiano, antes de que Kempner (judío) huyera de Alemania en 1935. Se habían hecho favores mutuos. Kempner cubrió a Diels cuando se dejó en un prostíbulo de Berlín su acreditación del ministerio. Y Diels correspondió a Kempner cuando movió sus hilos para liberar a un amigo suyo judío apresado en un campo de concentración.
Otro protector de Rudolf Diels fue Drexel Sprecher, pariente lejano de la condesa Nina y miembro del equipo acusador estadounidense.
Escurridizo y listo, Rudolf Diels convirtió en nido de amor una residencia habitada de testigos donde compartían «un mismo techo perpetradores y víctimas del régimen nazi. La relación amorosa entre ambos era un secreto a voces», cuenta Uwe Neumahr.
La condesa Nina y el alemán de los ojos azules siguieron viéndose cuando él abandonó Núremberg, en 1947, como hombre libre. En 1949, Diels publicó sus memorias, tituladas Lucifer ante portas (‘Lucifer ante las puertas’, en latín) y en las que, dado que es su propio cuento, sale muy bien parado. Luego, sus destinos se separaron. Nina se enamoró del director de orquesta suizo Paul Sacher. Se separó del conde Faber-Castell en 1974 y murió veinte años después.
A Rudolf Diels su pasado en la Gestapo no le impidió llevar una buena vida. Ocupó distintos cargos administrativos en el sector privado y en el gobierno de Alemania Occidental. Pero el destino le tenía guardada una bala inesperada: murió en un accidente de caza a los56 años, se le disparó su propio rifle.