
Viernes, 28 de Febrero 2025, 10:08h
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Una pitón le cambió la vida. Tété-Michel Kpomassie tenía 16 años (en 1958) el día en que, subido a una palmera en su Togo natal, mientras comía un coco, sintió la cercanía de una serpiente. Evitó su mordedura, pero la caída, desde una altura de diez metros, marcó su existencia para siempre.
Los días siguientes, atendido en una misión cristiana en Lomé, capital de su país, al dolor físico se le sumaron sueños poblados de reptiles. Para intentar ayudarlo, su padre, electricista y curandero, marido de ocho esposas y padre de 26 hijos, lo llevó a la sacerdotisa de un ancestral culto a la pitón. «Esa noche –recuerda 68 años después–, me hicieron un baño de purificación. La mujer, después, dijo que debía convertirme en sacerdote de su culto». Para su padre la propuesta era un honor. Para Tété-Michel, una condena.
Decidió ganar tiempo. «Todavía debo recuperarme», se excusó ante su padre. Las semanas siguientes, la misión le sirvió de refugio. Y fue allí, en su polvorienta biblioteca, donde vio por primera vez a un inuit, con una chaqueta de piel de foca, de pie junto a una orilla helada, en Los esquimales de Groenlandia a Alaska, un libro del antropólogo francés Robert Gessain. «El hombre de la portada me sonreía. Tuvimos una conexión, un intercambio». Ahora bien, ¿qué hacía en Togo un libro sobre los esquimales? Kpomassie sólo encuentra una explicación: «Alguien lo puso allí para enseñarme mi destino».
El adolescente herido lo cogió de la estantería, se fue a la playa y lo devoró. Y una vez terminado, lo leyó otra vez, y otra, y otra... Se obsesionó con él. «Sólo podía pensar en Groenlandia. ‘Mi país’, me repetía. Era como un imán, una atracción irrefrenable. Además, allí no había serpientes. Un día hice las maletas, cogí los pocos ahorros que tenia y, sin decir nada a nadie, me fui».
Fueron ocho años de viaje por Costa de Marfil, Ghana, Mauritania, Marruecos y Argelia, antes de embarcarse hacia el sur de Francia. En su recorrido por Europa, hasta alcanzar Copenhague muchas personas lo ayudaron de forma desinteresada, seducidas por su historia, por su obsesión con alcanzar Groenlandia.
Llegó a Qaqortoq, al sur de la isla helada, poco antes del mediodía del 27 de junio de 1965, tras ocho días de travesía. A los 24 años, Kpomassie se convertía así en el primer africano en pisar Groenlandia. La reacción de las personas que abarrotaban el muelle –por los suministros que el barco traía– fue un brutal choque cultural. «Al verme, todo el mundo enmudeció. Los niños se escondían detrás de sus madres, algunos lloraban. Ya en tierra la multitud se abría a mi paso. ‘¿Es una persona real o lleva una máscara?’, se preguntaban. ‘Es un Qivittoq, decían, un espíritu gigante de las montañas’. Recuerdo que una mujer me gritó: ‘¡Guapo!’».
De inicio, Groenlandia lo decepcionó. «No veía iglúes, ni cazadores ni perros esquimales. La gente bebía mucha cerveza y café y comía alimentos daneses comprados en los grandes almacenes. Pregunté por los iglúes y los cazadores de focas y me dijeron: ‘Vete al norte’». Y allí, al conocer la noche polar interminable y sus auroras boreales, el mar congelado, el verdadero frío ártico, el conocimiento ancestral de los nativos libre de contaminación occidental, la caza y, sobre todo, una afinidad absoluta con los inuit; fue donde Kpomassie, finalmente, encontró la libertad que buscaba, su propia luz. «Esa felicidad hacía que el frío fuera más soportable. Seguía a mis anfitriones todos los días en sus actividades y todo ese movimiento me mantenía caliente».
Durante año y medio en Groenlandia, apenas se acordó de África, pero a medida que aprendía sobre su nuevo hogar, pensaba cada vez más en su tierra natal, en su familia, en su gente. «De repente, sentí que tenía que regresar. Por eso dejé Groenlandia y regresé a casa». Con 28 años y miles de historias en el zurrón, regresó a Lomé. Su familia lo había dado por muerto, pero poco a poco, tras dejar que todos se repusieran del impacto, y compartir con ellos sus experiencias árticas, se ganó el respeto de todos. «Groenlandia me había convertido en un hombre. De pronto, era una especie de sabio, alguien a quien todos prestaban atención».
Al año de volver, incluso, recorrió 16 países africanos contando lo que había visto y, más tarde, tras mudarse a Nanterre –al oeste de París, donde se casó y tuvo dos hijos–, publicó, en 1977, su gran legado: Un Africano en Groenlandia, un libro que le proporcionó el premio Littéraire Francophone y, de paso, un gran prestigio como explorador. Casi medio siglo después, ya lleva 25 ediciones en 10 idiomas, incluido el mandarín. «He construido un puente entre África y Groenlandia. He hablado sobre Groenlandia todos los días de mi vida; como si nunca me hubiera ido de allí».
De hecho, Kpomassie ha viajado otras cuatro veces más a la tierra que considera como su segundo hogar; la última, una vez pasada la pandemia, poco después de divorciarse de su esposa. Ahora, a sus 84 años, sólo le queda un último sueño: ser enterrado en un iceberg y viajar por el océano a la deriva.
«En el animismo africano –explica Kpomassie–, creemos en los espíritus de los árboles, el mar y las montañas. También los groenlandeses. Y, para ellos, los icebergs tienen alma, puedes conversar con sus espíritus [Nootaikok es el Dios que habita los icebergs]. Cuando persigues un sueño, uno que ha crecido contigo toda la vida, lo vives y lo respiras. Está dentro de tí. Cumplirlo no es una elección. Es mi destino. No hay otra manera».