Jueves, 28 de Octubre 2021, 12:00h
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¿Te has preguntado alguna vez por qué tu mano encuentra el interruptor de la luz a oscuras? ¿Por qué no te caes cuando te sostiene sobre una sola pierna? ¿O cómo lo haces para pescar las monedas en tu cartera sin mirar? En esas situaciones entra en juego un sentido oculto, casi ignorado. Somos tan poco conscientes de él que ni siquiera tenemos un nombre sencillo para referirnos a él. Se llama ‘propiocepción’, la percepción del propio cuerpo.
Mientras que con los cinco sentidos clásicos percibimos el mundo exterior, la propiocepción dirige sus antenas hacia el interior. Acompaña y supervisa todos y cada uno de nuestros movimientos, incluso durante el sueño. Por eso, el cerebro siempre sabe dónde están las piernas y la cabeza, las manos y los pies y puede dirigirlos. En todo el mundo solo hay registrados una docena de casos de personas que hayan perdido la percepción de su cuerpo. Una de ellas es Ian Waterman.
No tiene tacto. No sabe si la cuchilla de afeitar se va a hundir en su rostro o no. Lo logra gracias a una fuerza de voluntad 'sobrehumana', decía de él Oliver Sacks
Hace ya casi medio siglo que Ian notó por última vez lo que hacían sus manos. O la suavidad de una caricia en su espalda. En mayo de 1971 contrajo una infección intestinal y empezó a sentir que algo no iba bien. Apenas podía sostenerse en pie. Se caía al suelo constantemente. Cuando lo llevaron al hospital, era totalmente incapaz de valerse por sí mismo. Ya no sentía su cuerpo de cuello para abajo. Ni los brazos ni las piernas, tampoco la espalda sobre el colchón. No estaba paralizado, pero sus extremidades no le obedecían. Lo único que notaba era la cabeza.
Los médicos nunca habían visto un caso como el suyo. El sistema inmune de Waterman se había vuelto contra él: por debajo de la nuca, prácticamente todas las fibras nerviosas estaban destruidas. Solo seguía percibiendo dolor, calor y frío. Hasta 12 años más tarde no supo qué era exactamente eso que había perdido. En un primer momento, solo acertaron a decirle que probablemente necesitaría ayuda durante el resto de su vida. Algo impensable para un joven de 19 años. «Era un cabezota ingenuo y arrogante, y no estaba dispuesto a que mi madre tuviera que darme de comer», recuerda Ian Waterman. Ahora tiene 68 años, no es en absoluto una persona arrogante. Tampoco un cabezota, pero sí alguien extremadamente perseverante.
¿Cómo logran los ciegos mantenerse erguidos?
Ian Waterman vive con su mujer, Brenda, al sudoeste de Inglaterra. Una de sus aficiones es la cría de pavos. Al lado de su escritorio hay una incubadora con una docena de huevos. Ian Waterman saca uno de ellos y pasa el dedo por su cáscara, aunque no la siente. Tampoco la forma del huevo ni su peso. Es como un mimo que solo sostuviera algo en su mano con la fuerza de la imaginación. «Si el huevo se me cayera, solo lo sabría porque lo vería y lo oiría», dice. Sin embargo, viendo cómo se mueve, no da la sensación de que le ocurra nada extraño.
El sexto sentido que le falta a Ian se llama ‘propiocepción’. Mientras que con los otros cinco percibimos el mundo exterior, la propiocepción dirige sus antenas hacia el interior
¿Propiocepción? Ian Waterman nunca había oído aquella palabra. No fue hasta comienzos del siglo XIX cuando el fisiólogo escocés Charles Bell se preguntó cómo un ciego podía mantenerse erguido o resistir un vendaval sin caerse. Dedujo que debía de haber un sentido extra capaz de percibir la inclinación del cuerpo y adaptar y corregir la postura para evitar la caída. Pero el órgano encargado de esa capacidad no aparecía por ningún lado. La existencia de un sexto sentido siguió en el terreno de la especulación hasta principios del siglo XX, cuando el neurofisiólogo inglés y posterior premio Nobel de Medicina Charles Sherrington localizó en músculos, tendones, ligamentos y articulaciones los sensores que le comunican al cerebro de forma constante en qué punto del espacio se encuentra el cuerpo. Sherrington llamó a estos sensores ‘propioceptores’, del latín propius, ‘propio’, y recipere, ‘recibir’, pues se encargan de percibir el propio cuerpo, la denominada ‘sensibilidad profunda’.
Gracias a su ayuda el feto es capaz de llevarse los pulgares hacia la cara en la décima semana de embarazo, y cinco semanas más tarde empezar a practicar un movimiento tan importante para el futuro del bebé como es la succión.
En casos como el de Ian Waterman, ese circuito está interrumpido en un punto de la médula espinal. Un defecto irreparable. Si bien el cerebro puede seguir enviando órdenes a los músculos, ya no recibe ninguna respuesta de ellos: es como un director sordo incapaz de oír a su orquesta. A partir de ese momento resulta imposible una interacción coordinada de músculos y cerebro. Eso es lo normal en estos casos. Pero luego está el caso de Ian Waterman. Él es la única persona afectada que ha aprendido a andar de nuevo. No gracias a un milagro, sino gracias a una fuerza de voluntad «casi sobrehumana», como comentó sobre él Oliver Sacks, el conocido neurólogo y divulgador británico fallecido en 2015.
Semanas tumbado bocarriba
Ian y su esposa, Brenda, llevan juntos 19 años, se casaron hace 6. Es el tercer matrimonio de Ian. «Tuve que acostumbrarme a dormir con la luz encendida», recuerda ella. Y siempre hay una linterna a mano por si se produce un corte de electricidad. Porque Ian está perdido en la oscuridad. A oscuras no sabe dónde están sus brazos ni sus piernas. Cuando abre los ojos por la mañana, tampoco sabe dónde está su cuerpo. Tiene que mirar bajo el edredón. Sus extremidades son como las de una marioneta a la que solo pudiera insuflar vida con su mirada. Pero ¿cómo se mueve uno si no sabe dónde tiene el pie?
En la clínica de rehabilitación a la que lo llevaron con 19 años no supieron darle las respuestas. Pero Ian tenía mucho tiempo para encontrarlas por sí mismo. Lo hizo mediante el sistema de ensayo y error. «Me pasé semanas enteras tumbado bocarriba –cuenta–. Intentaba una y otra vez levantar el torso. No servía de nada. Luego aprendí a tirar hacia delante de la cabeza y los hombros hasta acabar sentado. Esa era la clave para moverme: primero tenía que planificar lo que iba a hacer».
Todos y cada uno de los movimientos que antes eran naturales se convirtieron en una ciencia. Ian Waterman debía entenderlos a fondo para luego poder dirigirlos de una forma consciente. Necesitó todo un año para aprender a ponerse de pie: «Cuando la nariz está alineada con las puntas de los pies, puedes impulsarte hacia arriba sin peligro, pero solo en ese momento».
Lo siguiente fue andar. En cuanto ponía una pierna delante de la otra, se caía… y, además, sin controlar el golpe.
“Mis movimientos no están automatizados. Cada vez que quiero moverme, tengo que pensar todos los factores que intervienen”
Los niños pequeños también se caen fácilmente cuando están aprendiendo a andar. Pero con cada intento mejora su interacción entre sensibilidad profunda y motricidad. Al cabo de poco tiempo ya dominan el desplazamiento del peso, la velocidad a la que hay que ejecutar los movimientos y el impulso necesario para realizarlos. Esto es así porque el programa mental que controla el acto de caminar se queda grabado en el cerebelo. A partir de ese momento, las manos y los pies se mueven controlados por un piloto automático. Y el cerebro queda libre para otras tareas.
En el caso de Ian Waterman, él ya no puede acceder a los programas automáticos que aprendió antes de su enfermedad. Tampoco puede almacenar programas nuevos: «Mis movimientos no están automatizados. Cada vez que quiero moverme, tengo que pensar todos los factores que intervienen».
Ian Waterman fue aumentando muy lentamente un repertorio de movimientos que luego empezó a enlazar para formar series cada vez más largas. Letra a letra, palabra a palabra, frase a frase. Después de 17 meses de rehabilitación pudo salir de la clínica andando. Eso sí, con la cabeza un poco echada hacia delante para verse las piernas. Asistió a varios cursos de formación profesional, empezó a trabajar en un organismo público. Y como no aguantaba de pie durante mucho tiempo solía decir que tenía problemas de espalda. ¿Por qué no contaba la verdad? Ian Waterman se ríe. «Nadie lo habría entendido».
Eso también significaba que todo el mundo lo trataba como a cualquier otra persona, sin ninguna consideración especial. Una vez, una compañera de trabajo quiso tener un detalle y le llevó un vaso de plástico con chocolate caliente de la máquina dispensadora, e Ian estuvo un buen rato sin atreverse a tocarlo porque no lo había hecho nunca. Al final, para no parecer maleducado, se decidió a coger el vaso. Lo hizo con demasiada fuerza y el chocolate se vertió. A última hora de la tarde, cuando ya no quedaba nadie en la oficina, se acercó a la máquina y sacó unos cuantos vasos vacíos de la papelera. «Estuve toda la noche practicando para que no me volviera a pasar», cuenta.
Waterman consiguió su objetivo: parecía normal. Pero cuanto más normal parecía, menos se daban cuenta los demás del enorme mérito que tenía. Era un funambulista entre la multitud, un artista del movimiento entre simples caminantes.
La sexualidad no es igual. “no siento la suavidad de la piel, pero sí su calor. Además, una persona me está permitiendo esa cercanía. Eso nos convierte en humanos”
Es muy probable que hubiese llevado una vida totalmente discreta si 12 años después del comienzo de su enfermedad no hubiese conocido a la persona que comprendió por primera vez el verdadero alcance de su dolencia. Gracias a él, la vida de Ian Waterman dio un giro inesperado.
El neurofisiólogo Jonathan Cole asegura que se quedó de piedra al ver a Ian caminar por su despacho. «Lo que hacía, lo que decía, me parecía inconcebible. Si todo era verdad, ¿cómo podía vivir con ello de una forma tan normal?». Aquella fue una pregunta que Waterman nunca olvidaría: «Jonathan fue el primero que me escuchó de verdad y que me entendió. Fue una revelación».
Neurocientíficos de todo el mundo se interesaron por su caso. Hasta la fecha se han publicado más de ochenta trabajos sobre él.
Otra de las cosas que los fisiólogos no terminaban de tener clara es cómo las personas estiman el peso de un objeto. Para ello idearon una prueba en la que había que levantar una hilera de cajas de igual tamaño. Waterman las levantó una tras otra y registró sus diferencias de peso tan bien como los demás participantes en el experimento. ¿Cómo lo consiguió?
«Cuando levanto algo, siempre uso la misma fuerza», dice, y coge el envase de leche que hay sobre la mesa. «Al hacerlo, me fijo en la velocidad a la que mi brazo sube o se mueve. Si lo hace rápido, es que el envase tiene que estar casi vacío».
Es cierto que Waterman no siente ni su propio cuerpo ni el de los demás, pero el contacto físico es muy importante para él. En sus conversaciones con Jonathan Cole, también ha hablado de sexualidad.
La intimidad física ya no es igual, dice, pero a cambio tiene la capacidad de prestar más atención a otros aspectos: «No siento la suavidad de la piel, pero sí su calor. O huelo el perfume. Y, además, tiene una vertiente emocional muy fuerte: una persona me está permitiendo esa cercanía. A fin de cuentas, el contacto es relación, eso es lo que nos convierte en humanos».
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