Aina, un año después de salir de rehabilitación: «Tienes 29 años, no quieres perdértelo todo, así que en verano hice lo que no tenía que hacer»
SALUD MENTAL
Doce meses después de su primera conversación con La Voz de la Salud, ha tenido una recaída de la que ha salido para encontrar su propósito: ayudar a otras personas que estén pasando por una adicción
19 nov 2025 . Actualizado a las 11:15 h.En junio del año 2024, Aina Lorente salía por la puerta del centro donde llevaba meses trabajando para tratar sus problemas de adicción. Un problema grave de dependencia de las benzodiacepinas, a las que había llegado a través de los puentes que tienden el alcohol y alguna que otra droga de las apodadas como 'blandas'. Salió antes de tiempo. Estaba limpia, «muy bien», pero se saltó una etapa, esa en la que se entrena a los pacientes para reencontrarse con el mundo real donde estarán ellos con ellos mismos, sin cobijo. No pudo coronar ese último puerto porque incumplió una de las normas del proceso. «Estaba muy bien, pero tuve una relación dentro del centro». Por la grieta de los afectos se coló el agua. «Yo llegué con una dependencia emocional brutal. Ingresé vulnerable y éramos cinco chicas y veintipico tíos. Te agarras a alguien. Él fue como mi droga ahí dentro», explica. Confesó lo que estaba pasando al personal. «No quería engañar a nadie. Me echaron. Hice todo el proceso, pero me faltó la parte de reinserción al mundo real, que se hace con su ayuda», cuenta.
Un 24 de octubre, unos cuatro meses después de su alta a medias, contó su historia a La Voz de la Salud. «Durante todo un año mezclé pastillas con alcohol para dormir horas y no existir», era el titular de una charla donde el producto era tan puro que no precisó alta cocina en su transcripción. Habló de dependencia —emocional y a sustancias—, de ideaciones suicidas, del ansia de encajar, de maltrato o de la parte tenebrosa de la soledad que no se busca. En aquella conversación, Aina era un vendaval enérgico, un brainstorming de nuevos proyectos, un bólido con mucho motor y poca carrocería cuyas posibilidades de llegar a meta dependían más de los grados de las curvas que se encontrase por el camino que de la destreza del piloto. Y la vida no siempre está bien peraltada. «En verano, recaí». Así comienza el repaso por los últimos 365 días y un poquito más desde que le perdiéramos la pista.
Un cambio de patrón
El viaje será más o menos largo según el lector, pero traten de regresar a las largas tardes del verano de sus 29 años. ¿Cuántas de las fotos que forman el carrusel de recuerdos están acompañadas con alcohol? Una caña, una copa de vino, un combinado a la tarde o uno a la noche. El consumo es intergeneracional y omnipresente. Casi innegociable en un aperitivo, frente a un atardecer en una terraza o una cena al fresco. Resistirse es difícil. Un billete de vuelta a los infiernos siempre disponible en taquilla para personas como Aina.
«En agosto dije basta —a su abstinencia—. Lo quise hacer. Quieres intentar ser un poco como todos los demás. Hacer planes. No quiero perdérmelo todo. Tengo 29 años y me da rabia. Entonces, en verano decidí hacer lo que no tengo que hacer», se sincera. Conviene, durante su relato, aparcar juicios y prejuicios. Las recaídas son frecuentes en todos los procesos de recuperación. «Yo no conozco a nadie que lo haya dejado a la primera. Son necesarios varios intentos. En los primeros meses, suele haber pequeñas recaídas, pero intentamos que sean lo más leves posible, que los pacientes lo cuenten y no se sientan avergonzados de ello», contó a La Voz de la Salud el psiquiatra Gabriel Rubio sobre los procesos de desintoxicación. Sin vergüenza, Aina lo cuenta. Su recaída tuvo, no obstante, nuevos matices en comparación a sus patrones de consumo del pasado: «Recuerdo beber para lidiar con la sensación de que la vida es una mierda. Querer hacerlo una y otra vez y después empastillarme. Esta vez no. Simplemente era agosto, verano, todo el mundo para aquí y para allá, las copitas, el mar. Y quise ser una más», insiste sobre un verano en el que visitó Mallorca y la Costa Brava. Difícil no doblegarse en escenarios mediterráneos que son también sets de rodaje de campañas cerveceras.
La del verano fue la última recaída de Aina. «Es la vez que más tiempo he conseguido mantenerme abstemia desde que salí», dice a día de hoy. Porque, si echan cuentas, la del verano fue la última, pero no la primera. El fantasma, como en la literatura victoriana, regresó en las Navidades pasadas. «Lo pasé fatal. En vez de estar contenta por estar en casa otra vez, porque la Navidad del año 2024 la había pasado en el centro, estuve fatal. Fue tan fuerte lo que viví allí internada que recaí por nostalgia». Con el alcohol, volvieron las resacas; con las resacas, volvieron los ansiolíticos. «Tengo unas resacas que necesito las benzos para pararlas. Pero esta vez recurro a ellas porque de no hacerlo me instalaría en el bucle de volver a beber porque te encuentras fatal. Ya no las quería para dormirme, no estaba en ese punto anterior de usarlas por no querer vivir. No, busco cortar la rueda de no poder parar de beber», analiza. Tampoco ayudó su trabajo, en el que se había centrado y donde las cosas iban bien. Logró ascender, mostrándose sus evidentes habilidades comerciales y situándose como la número uno de España en venta directa en su compañía. Pero había un problema. El de siempre. «Es un grupo muy joven que me lleva a una lucha constante cada día. Me dicen de ir a tomar y yo tengo que decir que no. Y volver a decir que no. Al final lo dejo, porque me doy cuenta de que me perjudica. Eran las primeras personas que conocí al salir, empezaba de cero y me agarré a ellas como una zona confort nueva. Me quiero quedar, pero me doy cuenta de que no puedo estar luchando contra el demonio cada día», resume, en un claro ejemplo de que el alcohol está tan integrado en nuestras vidas que tiene el poder de propiciar ultimátums. O él o nosotros.
Un año, dos Ainas
La Aina que habla desde su habitación en una videollamada para dar cuenta de su último año es indudablemente distinta. Más pausada y reflexiva, más serena y más realista. Más consciente de todas las dimensiones biopsicosociales de la adicción y mucho menos cándida. «Ahora estoy muy enfocada», constata. Repasa el artículo que protagonizó hace un año y ella también ve esas diferencias. «Es que te hablé como si ya me pudiera comer el mundo, como si todo estuviese controlado y para nada era así. Ahora estoy en el principio de algo con lo que sé que voy a tener que luchar cada día de mi vida, que solo estoy en la casilla de salida del proceso. De cada recaída que he podido tener, le he sacado jugo, entendiendo siempre por qué lo he hecho y tratando de aprender. Creo que lo normal es recaer. Te dicen que no te tienes que culpabilizar, porque la recaída hace que te des cuenta de que no tienes el control», razona.
Estos meses han sido de reflexión para ella. De trabajar la aceptación, porque su vida, desde niña no ha sido fácil. Se permite de vez en cuando tener sus fracturas emocionales, preguntarse por qué a ella, aún sabiendo que no hay respuesta a todas las preguntas. Trata de reeducar su mirada hacia lo que le rodea y de resignificar lugares que fueron familiares. Ha dejado de perseguir una relación romántica basada en la creencia vacía de que así debería ser a toda costa. Y también aprendió a detectar patrones que pasan desapercibidos a la vista de todos. «Cuando iba al instituto, todos estábamos esperando que llegase el finde para irnos de fiesta. Luego creces un poco y entre semana, venga, copa de vino. Se ha normalizado hasta el punto en que yo creía que la vida era esto. ¿Y cuánta gente hace esto?, ¿cuántas personas tienen la necesidad de beber cuando llega el fin de semana? Esa gente es adicta y no lo sabe. Te dicen que no, que solo se toman una, ¿pero la necesitas? Aunque solo sea una, ¿la necesitas?», insiste en la pregunta.
Sigue tirando del hilo y acaba por exponer un listado de razonamientos con los que se puede estar más o menos de acuerdo, pero que están madurados. Este es uno de esos fragmentos de la conversación donde se nota que algo ha cambiado en este último año, donde los pensamientos sosegados, razonados, lúcidos se expanden bien conectados. Conserva el mismo ímpetu, pero ahora su todo lo que defiende desfila al mismo paso. «La gente se ha vuelto extremadamente consumista. Con el tema del móvil, siento que la gente se está aislando. Al final el teléfono es adictivo, te va cambiando el cerebro a través de la neuroplasticidad y nos estamos convirtiendo en dependientes; adictos. Y tengo miedo de lo que puede llegar a pasar. Si cuando a un niño llora se le da la tablet, cuando sea mayor y esté mal, ¿qué va a hacer? Si desde pequeñito le han enseñado que si tienes malestar, toma, gratificación instantánea, ¿qué va a pasar cuando de mayor aparezca un problemazo?, ¿qué va a hacer? No sé de aquí a unos años qué va a pasar. En España, ya estamos en una cifra muy elevada de suicidios. También de consumo de psicofármacos», expone.
«Tengo un propósito»
Otros de los cambios, quizás de los más importantes, que se perciben en la joven catalana un año después es que utiliza mucho el verbo creer. «Creo que lo normal es recaer», «creo que podría controlar», «creo que cada vez estoy mejor». Es mucho menos categórica, duda más. Hacerse adulto implica abrazar la incertidumbre. El «yo controlo» es la frase de los que no controlan en absoluto. La relación con sus padres ha mejorado, es estricta con la medicación —toma Antabus para controlar sus recaídas— y la soledad ha pasado a ser buscada. Pero ella sigue siendo la misma, claro, y se nota cuando dice: «Yo tengo un propósito». Nunca ha dejado de ser ambiciosa.
«Ya te lo dije la otra vez. Quiero tratar de ayudar a gente que ha pasado por esto. O poder llegar antes de que quieran echarlo todo a perder, que no tengan que llegar a ese punto. Lo que quiero es hablar de la adicción en redes, visibilizarlo, romper el estigma. La gente sigue pensando que de esto te puedes curar. Y no, no te puedes curar, tienes que luchar cada día de tu vida con esto. Me he dado cuenta de que la gente esto no lo sabe. O tal vez no lo quieren saber, o no les interesa. Hablan de drogadictos y se imaginan en una persona pinchándose por la calle. Quiero hablar de esto. No sé todavía como lo voy a hacer, tal vez tenga que invertir, no lo sé», adelanta. Seguro que volverán a saber de ella.