
Viernes, 12 de Septiembre 2025, 11:46h
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Marco tenía 24 años cuando en un periódico alemán vio la foto de un psicólogo al que había visitado muchas veces de niño. El diario aseguraba que se trataba del doctor Kentler, uno de los sexólogos más influyentes de Alemania. El artículo describía el Experimento Kentler: cómo en los años setenta este reputado psicólogo había derivado a niños de entornos desfavorecidos a hogares de acogida gestionados por pedófilos. El experimento fue autorizado por el Ayuntamiento de Berlín. Marco no daba crédito a lo que leía. Era el año 2007, vivía con su novia y nunca había hablado de su niñez. Con nadie.
Meses después, según le contó a The New Yorker, contactó con Teresa Nentwig, la politóloga que había investigado a Kentler y a quien se citaba en el artículo. La experta creía que el experimento había concluido en los años setenta. Pero Marco le reveló que él estuvo en uno de esos hogares hasta 2003. De niño creía que los abusos sexuales eran algo normal. «Estas cosas suceden», se dijo a sí mismo, «el mundo es así». Semanas más tarde, Marco llamó a uno de sus hermanos adoptivos, Sven. Habían convivido trece años. Cuando le reveló que ambos habían sido parte de un experimento, Sven, que sufría depresiones severas, fue incapaz de procesar la información.
La vida de Marco cambió en 1988. Tenía 5 años y deambulaba solo por Berlín cuando lo atropelló un coche. No resultó herido, pero los trabajadores sociales determinaron que su madre, divorciada de un refugiado palestino y trabajadora en un puesto de salchichas, era «incapaz de darle la atención emocional necesaria». Recomendaron derivarlo a un hogar de acogida con «ambiente familiar». A Marco le asignaron la casa de Fritz Henkel, un soltero de 47 años, ingeniero, que ya se había hecho cargo de siete chicos. El hombre había empezado a adoptar en 1973. En ese tiempo, un trabajador social lo había denunciado por tener una «relación homosexual» con uno de los pequeños, pero el psicólogo Kentler intervino en su favor y la investigación se cerró. De hecho, cuando Marco llegó a la casa de Henkel, vivían allí otros dos chicos, de 16 y 24 años.
Poco después llegó Sven, de 7. La Policía lo había hallado en el metro, enfermo y pidiendo dinero. Desde su llegada, los dos chicos asumieron diferentes roles. Sven era dócil y Marco, desafiante, pero por la noche, cuando Henkel entraba en su cuarto, ambos sabían lo que había que hacer. «No pensé que lo que estaba pasando fuera bueno, pero creía que era normal».
Al principio, a la madre de Marco se le permitía visitarlo una vez al mes, pero Henkel cancelaba las citas alegando que eran perturbadoras. Al padre jamás se le autorizó verlo; Henkel alegó que pegaba al niño. Marco no supo hasta dos décadas después cuánto habían luchado sus padres por recuperarlo. El padre adoptivo también evitaba que el chico viera al terapeuta del colegio; a quien llegó a golpear. Nuevamente Kentler salió en su defensa: en una carta dirigida al colegio reconoció que Henkel podía ser «duro», pero «que tratar con niños tan dañados no es sencillo». A quien sí visitaba regularmente Marco, junto con su padre adoptivo y los otros chicos, era a Kentler.
Marco y Sven pasaban todo el tiempo encerrados en sus habitaciones jugando con un ordenador; no tenían amigos hasta que llegó a la casa Marcel otro hijo adoptivo de la edad de Marco. El niño tenía tetraplejia espástica; no podía caminar, hablar o comer por sí solo. Marco y Sven se convirtieron en sus cuidadores y Marcel, cuenta Marco, fue la primera persona por la que sintió afecto.
Durante años, Marco toleró los abusos de Henkel, pero cuando llegó la pubertad empezó a levantar pesas para ser lo suficientemente fuerte y poder defenderse. Una noche, cuando Henkel intentó acariciarlo, Marco lo golpeó. Desde ese día dejó de abusar sexualmente de él, pero empezaron los castigos y los encierros sin comida. «Dijo que no me golpeaba a mí, sino al diablo que llevaba dentro». A pesar de aquello, cuando Marco cumplió 18 años y ya era legalmente libre para salir de la casa, no lo hizo. «Es difícil de explicar, pero no me enseñaron a pensar críticamente sobre nada». Y, además, estaba Marcel. No podía abandonarlo.
Hasta que en 2001 Marcel enfermó gravemente y Henkel se negó a llamar al médico. El chico murió en 48 horas. «Sucedió ante mis ojos», dijo Marco.
Todo este horror fue ideado por el psicólogo Kentler, hijo de un alto mando del Ejército nazi. De niño, cuando se portaba mal, el padre de Kentler lo golpeaba y reeducaba con un cinturón que aplastaba su pecho mientras dormía, o lograba que se sentara derecho con una barra de hierro presionando su clavícula... Además, Kentler vivía aterrorizado por que su progenitor descubriera su homosexualidad. Solo dejó la casa familiar cuando acabó la guerra, y en 1960 se graduó en Psicología. Luego se doctoró en Educación Social. Como muchos de sus contemporáneos, Kentler creía que la represión sexual era clave para entender el fascismo. La liberación sexual, escribió, era la mejor manera de «prevenir otro Auschwitz».
A finales de los años sesenta, en más de treinta ciudades alemanas se establecieron guarderías experimentales donde se animaba a los niños a estar desnudos y a explorar los cuerpos de los demás. Años más tarde, el Partido Verde llegó a proponer que se aboliera la edad de consentimiento para el sexo entre niños y adultos.
En este clima, Kentler era una estrella. Las autoridades le pidieron que dirigiera el departamento de educación social en el Centro Pedagógico, un instituto financiado por el Ayuntamiento de Berlín, de cuyo comité de planificación formaba parte Willy Brandt, que luego sería canciller. Allí desarrolló Kentler su 'experimento científico': derivar niños a hogares de pederastas, una idea inspirada en los adolescentes adictos a la heroína que se prostituían en torno a una estación de metro de la ciudad. Uno de ellos le habló de un hombre que les daba comida y ropa, y los atendía cuando estaban mal. Lo llamaban Madre Invierno. Eso sí, a cambio se acostaban con él. Pero Kentler pensó que, si lo llamaban 'madre', no debía de ser tan malo, y vio en ello «un beneficio mutuo».
Esa fue la base de su proyecto: «padres prestados». Kentler localizó a varios pedófilos y los ayudó a montar hogares de acogida. Y se las arregló para que el Ayuntamiento lo aprobase. Estas estructuras de abuso sexual, se sabe ahora, se extendieron más allá de la ciudad de Berlín y del cambio de milenio. «Los hogares de acogida estaban dirigidos por hombres a veces poderosos a los que se les otorgaba este poder por parte de las instituciones y otros entornos pedagógicos que aceptaban, apoyaban o incluso participaban de estas prácticas pedófilas», reveló una nueva investigación el año pasado.
¿Pero supieron las instituciones alemanas que se abusaba sexualmente de los niños? Cuando Kentler habló públicamente de su experimento y de los hogares de acogida, empleó la expresión 'beneficio mutuo'. Llegó a detallar que no había que preocuparse de que los niños sufrieran por «el contacto sexual con los cuidadores» siempre y cuando la interacción no fuera «forzada». Las consecuencias pueden ser «muy positivas, especialmente si la relación sexual se caracteriza por el amor mutuo».
En 1986, él mismo reconoció que experimentaba «ese amor mutuo». Kentler ya había cumplido 57 años cuando le escribió una carta a un colega para explicarle que estaba envejeciendo feliz gracias a que él y su hijo de 26 años eran «una historia de amor muy satisfactoria» desde hacía trece años. En 1991, su hijo adoptivo se suicidó. Kentler nunca confesó haber abusado de él. Murió en 2008 sin que se le pudiese imputar ningún crimen.
En 2003, y después de tres décadas, Fritz Henkel dejó de acoger menores en su casa. Con 21 años, Marco se encontró en la calle. No tenía dónde vivir. Pasó tres noches durmiendo en el parque antes de que una organización benéfica lo ayudara. «No sabía cómo funcionaba el mundo». Hasta los 26 malvivió metiéndose en líos. Entonces conoció a una peluquera que resultó ser su tabla de salvación. Marco contó en broma a The New Yorker: «A algunas mujeres les gustan ciertos tipos de gilipollas, y yo era uno de esos gilipollas». Ahora están casados y tienen dos hijos.
Después de salir de la casa de acogida, Marco tuvo contacto con su padre adoptivo solo dos veces. La primera, Henkel lo llamó de repente. Parecía tener algún tipo de demencia. La siguiente fue en 2015. Henkel se estaba muriendo de cáncer. Marco fue a visitarlo a la clínica, lo miró cinco segundos, se dio la vuelta y se fue. Henkel murió al día siguiente. Marco nunca ha superado lo vivido, sufre ataques de pánico y cobra un subsidio por discapacidad laboral.
Marco y Sven presentaron una denuncia penal contra Henkel, pero como ya había fallecido no sirvió de nada. Aunque el fiscal concluyó que Henkel cometió «agresiones sexuales graves, incluidas las relaciones sexuales anales regulares», no pudo encontrar pruebas de que la oficina encargada de las adopciones fuera cómplice. Sus empleados alegaron que «confiaban en el señor Kentler, una autoridad en la materia». Tampoco prosperaron las demandas contra el Estado. Y, aunque Marco y Sven contaron con el apoyo de AfD –el partido de extrema derecha alemán, que veía en el caso un arma contra las políticas de liberación sexual de la izquierda–, decidieron no seguir recurriendo. «No quiero ser una herramienta política», explicó Marco. En 2020, Marco y Sven aceptaron una disculpa pública del Ayuntamiento y, por toda compensación, un cheque de cincuenta mil euros.
Poco después de la muerte de Fritz Henkel en 2015, Marco fue a visitar a otro de sus hijos adoptivos para ver si quería unirse a sus esfuerzos legales y los de Sven para conseguir que se investigase el caso y tener alguna compensación. Ese hijo, un argelino de 50 años, vivía en la casa de Henkel en Brandeburgo, donde los chicos habían pasado las vacaciones de verano. Ahora era una casa destartalada. Marco condujo hasta el lugar, pero no encontró fuerzas para entrar. Lo hizo el fiscal encargado de la investigación. En la casa no había agua ni electricidad. Apenas había espacio libre para caminar, salvo un rincón que estaba ordenado. Se había convertido en una especie de altar: en el centro, una urna con las cenizas de Henkel rodeada de flores frescas.