Viernes, 26 de Septiembre 2025, 10:31h
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No es que los Felices Años Veinte estuvieran muriendo, sino que estaban más que enterrados. A finales de la década en la que tantas ilusiones europeas se habían ido al carajo, la influencia del comunismo (impulsado activamente por la Unión Soviética) y la crisis económica abonaban el terreno a los movimientos extremistas de izquierda y derecha; y quienes se iban a dar de hostias diez años más tarde (en España un poquito antes) tomaban posiciones a uno y otro lado de las futuras trincheras. Alemania era un ejemplo: la llamada república de Weimar fue un sinvivir político y económico (en cuatro años, la cotización del dólar pasó de 14 marcos a 4.200.000 millones de marcos), agitada por el nacionalismo, el socialismo de derecha e izquierda y el militarismo alemán de toda la vida. La Liga Espartaquista (comunistas disidentes de la socialdemocracia) había hecho un intento revolucionario que llevó el ejército a las calles y asustó al personal, facilitando el discurso de quienes prometían orden y mano dura. Y fue una pena, porque en ese momento Alemania tenía el mejor régimen parlamentario de Europa, más avanzado incluso que las democracias británica y francesa (las mujeres alemanas votaban desde 1919), con protección social, libertad de asociación y respeto a los sindicatos. Sin embargo, los ciudadanos vivían mosqueados por la crisis económica, la inestabilidad y la división en parcelas políticas. En aquella Alemania humillada y maltrecha, un veterano austríaco de la Gran Guerra llamado Adolfo Hitler, convertido en político sin escrúpulos y más listo que los ratones colorados, lo tuvo relativamente fácil. Afiliado a un pequeño Partido Obrero Alemán que reivindicaba un estado nacional fuerte y la primacía de la raza germánica, antisemita y (al menos de boquilla) anticapitalista, el fulano acabó adueñándose del cotarro y convirtió aquel modesto tingladillo político en el Nationalsozialistische Deutschland Arbeiter Partei, más conocido para la posteridad y la parte negra de la Historia por la abreviatura nazi. Nutrido con desempleados, buscavidas, delincuentes, militares descontentos y burgueses conservadores, reforzado con unas violentas milicias callejeras especializadas en repartir leña (la idea la tomó Hitler de Mussolini, al que admiraba mucho) llamadas las SA (Sturm Ableitung, sección de asalto) a las que después agregó otras llamadas SS (Schutz Staffel, escuadrón de defensa), el dirigente nazi, aún con cierta inocencia táctica, intentó en 1923 un golpe de estado fallido que lo llevó a la cárcel. Fue allí donde escribió un bestseller titulado Mein Kampf (mi lucha) que acabaría convirtiéndose en biblia del nazismo, texto escolar, regalo a los novios cuando se casaban y toda esa basura. Una vez libre del talego y aprendida la lección, el amigo Adolfo se aplicó en dar su siguiente golpe por métodos más astutos: mientras las milicias nazis seguían apaleando a comunistas, socialistas, judíos y opositores en general, su jefe se dedicó a utilizar con mucho arte la democracia para destruir la democracia. Y el negocio salió redondo, porque a finales de los años 30 el partido contaba con 110.000 afiliados y subía como la espuma. Dos años después, en las siguientes elecciones, a los nazis los respaldaban seis millones y medio de votos; y entre 1932 y 1933 acabaron convirtiéndose en el principal partido de Alemania. La muy pardilla derecha nacional-conservadora de toda la vida, que pensaba que podía controlar a aquellos hijoputas, se engolfó con ellos en un ingenuo y peligroso coqueteo, hasta el punto de que el Führer (así lo llamarían pronto) fue nombrado jefe de gobierno. A partir de ahí, todo le fue fácil: arrogándose el poder absoluto, disolvió el parlamento para formar otro a su gusto, eliminó a todos sus adversarios, persiguió a la población judía, contaminó de ideología nazi la justicia y la cultura, y rompiendo la tradición liberal alemana planificó y domesticó todas las estructuras nacionales. Su proyecto, logrado en poco tiempo, fue crear un poderoso Estado dominado por la raza aria que fuese la mayor potencia europea. Respaldado por una gran industria ávida de negocios, relanzó el empleo, la economía y la producción de armamentos. Los niños militaban en las Juventudes Hitlerianas, la propaganda lo vigilaba todo y su policía política, la Gestapo, ejercía un terror implacable (el primer campo de concentración se abrió en 1933 en Dachau). Como suele ocurrir en estos casos, por entusiasmo, estupidez o cobardía, la germánica peña aplaudió en masa mientras la oposición era exterminada sin piedad. Después, a toro y guerra pasados, todo cristo negaría haber sido nazi o simpatizar con ellos; pero lo cierto es que Hitler triunfó a base de aplausos y votos porque encarnaba perfectamente el alma alemana de aquel momento. Y eso acabaría costando a Europa 60 millones de muertos.
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