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Patente de corso

Una historia de Europa (CXVIII)

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 07 de Noviembre 2025, 10:37h

Tiempo de lectura: 3 min

La guerra de España, de la que se ha escrito y hablado lo suficiente (incluso yo mismo) para que no tengamos que extendernos aquí en ella, empezó con un golpe militar de derechas para solventar la papeleta en pocos días (era la idea de los jefes y oficiales que liaron la pajarraca), pero el cuartelazo se vio frente a una enérgica reacción gubernamental y popular, y parte del Ejército y de la Guardia Civil se mantuvieron fieles a la República. Todo se les fue de las manos a unos y a otros: la sublevación propiamente dicha fracasó en gran parte del territorio, pero tampoco pudo ser sofocada. Miles de españoles (unos voluntarios y otros a la fuerza, según donde les pilló) tomaron partido por uno u otro bando, hablaron los fusiles y España quedó dividida en dos zonas, llamadas nacional y roja. Con los partidos de izquierda enfrentados entre ellos, la República había sido y seguía siendo un caos (Pruebe usted a gobernar con imbéciles, escribiría el presidente Azaña). Temiendo que la injerencia y la ayuda soviética facilitasen la llegada al poder de los comunistas, que aunque pocos al principio eran los mejor organizados, y a los que el conflicto hacía cada vez más fuertes, Hitler y Mussolini apoyaron abiertamente a los nacionales (también Portugal lo hizo), a cuya cabeza se había situado el general Franco (un prestigioso, ambiguo, frío y cruel veterano de las guerras de Marruecos). Muy al estilo español, pues aquí en todo tumulto prospera cualquier vileza, las atrocidades en ambas retaguardias fueron innumerables, con ajustes de cuentas, detenciones, torturas y fusilamientos. Para justificar el terror de rojos y azules, la izquierda enarbolaba la bandera demócrata y antifascista, y la derecha pregonaba una cruzada contra el ateísmo, el separatismo y el comunismo. En cuanto a los combates de verdad, en los frentes de batalla se sucedieron episodios de extrema dureza (el Jarama, Belchite, Teruel, el Ebro), y en contraste con la siniestra canallada de las retaguardias, en el cara a cara de asaltos y trincheras hubo admirables ejemplos de tenacidad y valor por ambas partes. Aquella sangrienta desgracia duró tres años, devastó España, empujó a muchos al exilio y arruinó millones de vidas. Temiendo una europeización del conflicto, con la esperanza de que los contendientes se agotaran pronto, las democracias occidentales mantuvieron una política oficial de no intervención que los contendientes y sus aliados se pasaron por la bisectriz: la Alemania nazi y la Italia fascista enviaron material y tropas, y la Unión Soviética hizo lo mismo, aunque de forma calculada y con más disimulo, cobrándoselo con el oro del Banco de España (ya metido en faena, Stalin ordenó eliminar a buena parte de la izquierda española que no era partidaria suya, sobre todo trotskistas y anarquistas). La guerra civil sirvió también para que todos aquellos hijos de la grandísima puta, o sea, Hitler, Mussolini, Stalin y algún otro, ensayaran con nosotros armas y tácticas que pronto serían útiles en la guerra mundial que se anunciaba en el horizonte, como los bombardeos (Guernica, Cartagena, Barcelona, Madrid) para machacar no sólo a los militares enemigos, sino también a la población civil. Pero sobre todo, y eso fue lo más inquietante, sirvió para que Hitler tomara el pulso a las democracias europeas (como está haciendo Putin ahora) y comprobase que eran unos pichaflojas dispuestos a tragarse lo que fuera con tal de evitar un choque serio. Otro aspecto interesante del asunto (aunque no del todo nuevo, recordemos a Lord Byron en Grecia o a Dumas con Garibaldi) fue la implicación o el compromiso de intelectuales potentes. Ayudar a la España republicana, escribir o informar sobre ella se puso de moda, y por aquí se dejaron caer Malraux, Hemingway, Orwell, Koestler y muchos otros, unos para pasearse en plan turista, tomar copas y hacerse fotos, y otros a pegar tiros (como la gente de las Brigadas Internacionales) o jugársela de verdad como Robert Capa y Gerda Taro. Tres grandes autores contaron su experiencia en libros que describen aquella España con ojos extranjeros: Ernest Hemingway (Por quién doblan las campanas), George Orwell, que fue soldado (Homenaje a Cataluña), y André Malraux, que organizó una escuadrilla de combate (L’Espoir). Aunque, metidos en faena lectora, más recomendables son las visiones españolas del asunto. En una buena biblioteca sobre nuestra guerra civil no pueden faltar, por el lado republicano, A sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales (su magnífico prólogo explica la tragedia mejor que mil páginas), La forja de un rebelde, de Arturo Barea, Contraataque, de Ramón J. Sender, y Crónica del alba, del mismo autor. Y del otro lado, entre otras, la extraordinaria Madrid, de corte a cheka, de Agustín de Foxá, y La fiel infantería, de Rafael García Serrano.

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