
120 años de un Nobel inolvidable
120 años de un Nobel inolvidable
Viernes, 12 de Septiembre 2025, 11:11h
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Un Cadillac avanza a toda velocidad por las calles de Nueva York. Es 15 de octubre de 1959 y el conductor, un asturiano de 54 años, avanza ajeno a semáforos y límites de velocidad. Tanto corre que una patrulla lo obliga a detenerse. Los agentes se acercan preparados para imponer una multa, pero la tensión se disipa cuando escuchan la explicación: «Me acaban de conceder el Premio Nobel y voy a contárselo a mi mujer».
Severo Ochoa, director del Departamento de Bioquímica de la Universidad de Nueva York, acababa de recibir una llamada desde Estocolmo: la Academia Sueca le otorgaba el Nobel de Medicina. Los policías, sorprendidos, no solo lo dejaron marchar, sino que decidieron escoltarlo hasta su casa. Allí lo esperaba su mujer, Carmen García Cobián, que al verlo llegar acompañado de los agentes exclamó: «¡Ay, Severín, pero qué has hecho…!».
La Academia Sueca premió de forma conjunta dos descubrimientos complementarios: Arthur Kornberg, su antiguo discípulo, había aislado la enzima capaz de fabricar ADN. Ochoa había logrado sintetizar ARN en el laboratorio. Por primera vez la herencia biológica podía reproducirse en un tubo de ensayo. La biología dejaba de ser únicamente descriptiva para convertirse en una ciencia capaz de reconstruir y descifrar la vida misma.
En Luarca, su asturiana villa natal, la noticia corrió como la pólvora. El 15 de octubre de 1959, a las nueve de la noche, Radio Nacional y Radio París anunciaban que un luarqués había ganado el Nobel. Al día siguiente, la emisora local lo celebraba con orgullo: su paisano recibiría el galardón de manos del rey Gustavo Adolfo de Suecia.
Nacido en 1905, Ochoa era el menor de siete hermanos en una familia que había prosperado en Puerto Rico antes de regresar a Asturias con una casa de indianos en Villar. Allí pasó su infancia, marcada por la temprana muerte del padre y la frágil salud de la madre. Entre aquellas paredes, en el palomar, el pequeño Ochoa diseccionaba lagartijas y otros animales. Y en la playa de Portizuelo se pasaba horas observando la vida de las pozas con la marea baja. «Siempre decía que ahí había nacido su pasión por la biología», dejó escrito su sobrino nieto Joaquín Morilla, que llegó a ser alcalde de Luarca, fallecido en enero de 2024. Su hermano Jesús Morilla, que hoy vive en Oviedo, recuerda al Nobel como una figura familiar entrañable.
«Aunque vivían en Estados Unidos, venían casi todos los veranos. Era muy familiar. Yo era un guaje, un crío, y me fascinaba subirme a su coche americano, enorme. Incluso quiso enseñarme a conducir», cuenta a XLSemanal. Y recuerda otra anécdota, casi una premonición. «Severín es un sabio y llegará algún día a Premio Nobel», repetía su tía abuela Carmen. Un día en clase preguntaron por los españoles que habían recibido el Nobel. Sin pensarlo y confundido por las palabras de su abuela, Jesús respondió: Severo Ochoa. Lo suspendieron. Se había adelantado a la historia. «Pero se lo dieron poco después», dice riendo.
«Hoy, la casa familiar de Villar aún se conserva, aunque con heridas del tiempo. Hace falta apoyo institucional para mantenerla en pie», advierte Regina Revilla, presidenta de la Fundación Carmen y Severo Ochoa, sentada en una butaca que perteneció al Nobel y hoy se encuentra en la sede de dicha institución. Lo recuerda como alguien «cariñosísimo, simpatiquísimo y con mucho sentido del humor». Era estricto en lo científico, pero muy amable y ayudaba a todo el mundo. Coincide César Nombela, hijo de quien fuera presidente de la fundación, a petición del propio Ochoa (que lo dejó escrito en su testamento) y ahijado del Nobel: «Era muy humilde; no se podía percibir ninguna altivez ni nada que podría ser normal en alguien tan famoso, con tanto prestigio».
La temprana muerte de su padre y la frágil salud de su madre llevaron a la familia de Severo Ochoa a pasar los inviernos en Málaga, donde nació su vocación científica. En el Instituto Gaona, el profesor Eduardo García Rodeja fue clave para despertar su interés por la química. De carácter jovial y curioso, Ochoa combinaba su facilidad para el estudio con pasatiempos como la fotografía, las bromas y la equitación. Allí montó sus primeros laboratorios caseros y empezó a experimentar.
En 1922, con 17 años, se trasladó a Madrid para estudiar Medicina, ya inclinado hacia la biología. Aunque no pudo cumplir su sueño de formarse con Ramón y Cajal. Publicó sus primeros trabajos científicos, coescribió un manual de bioquímica y demostró una gran capacidad para aprender idiomas. Su ambición –y la Guerra Civil española– lo llevó a Berlín, Londres y Oxford, antes de establecerse definitivamente en Estados Unidos junto con su esposa, Carmen.
Severo y Carmen García Cobián se casaron en 1931 en Covadonga. Desde entonces fueron inseparables. En Estocolmo, al recoger el premio, Ochoa subrayó que el galardón era tanto suyo como de ella, por los sacrificios y el apoyo constantes durante décadas. Carmen falleció en 1986 y Severo nunca superó su pérdida. Dos años antes de morir, preparó la lápida que hoy corona su tumba en el cementerio de Luarca: «Aquí yacen Carmen y Severo Ochoa. Unidos toda una vida por el amor. Ahora eternamente vinculados por la muerte», reza.
En 1956, ambos se nacionalizaron estadounidenses. A pesar de su vida en Nueva York, Ochoa nunca se desligó de España. En Luarca, la gente lo recuerda con bastón y boina, siempre elegante, paseando por las calles del puerto y saludando a todos. Era asiduo de restaurantes como Galloso o Don Ángel, donde pedía caldereta de marisco o un buen pote asturiano. Y, a la hora de la merienda, chocolate con churros, rosquillas de anís o tarsilitas. En Oviedo tenía un ritual: cada tarde pedía un martini seco en el hotel Reconquista. Con los niños de la familia se mostraba cariñoso y juguetón. A Cristina, hija de su sobrino nieto Joaquín, le dibujaba caballitos en un papel y firmaba con solemnidad: «Los artistas siempre deben firmar sus obras». Cristina, cuando lo veía triste por un duelo que ella no alcanzaba a comprender todavía, le preguntaba: «Tío Fabero (así lo llamaba ella), ¿estás malito?».
Su sobrino nieto Joaquín Morilla evocó una divertida anécdota: «Recuerdo que un día estaba la tía Carmen escribiendo una carta en el despacho y se cayó un retrato de los bisabuelos que estaba colgado encima del escritorio, lo que le provocó una pequeña brecha en la cabeza. Yo, muy asustado al verla sangrar, avisé inmediatamente al tío. Pero cuál no sería mi sorpresa cuando vi que el tío se asustaba aún más que yo y la llevó a lo que entonces se llamaba 'Centro Secundario de Higiene'. Yo le pregunté al tío: '¿Cómo es que no la curas tú, siendo médico?', a lo que contestó que él, de medicina, no tenía ni idea».
Severo Ochoa murió en Madrid en 1993. En su testamento dejó las instrucciones para la puesta en marcha de la fundación que lleva su nombre y fondos para becas en el instituto de Luarca que se llama como él. Allí, en los pasillos, todavía puede leerse su lema grabado en letras grandes: «La emoción de descubrir».