Viernes, 28 de Febrero 2025, 11:29h
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Entre mis muchas contradicciones está la de no creerme nada de las promesas de las cremas antiarrugas y después gastarme una fortuna en Sephora. A esta contradicción se añade una paradoja más: la de raramente usar esas cremas, mirarlas en los estantes del baño y pensar que por ósmosis mi piel recibirá sus milagrosos beneficios sólo con que existan en mi hábitat más próximo. El caso es que me aburre soberanamente todo lo que tenga que ver con el autocuidado: peluquerías, manicuras, spas, masajes. A priori, me gusta que existan esos lugares, pero la realidad es que me dan una pereza que me muero. Soy de las personas que se duermen a los cinco minutos de empezar un masaje y también soy de las que salen de la peluquería con el pelo mojado porque un segundo más sentada allí se me antoja un suplicio. Por otro lado, no me gusta nada la idea de dejar de teñirme el pelo, podría decir que ésa es mi única vanidad. Hay mujeres hermosísimas con el pelo blanco, pero sinceramente no creo que ese vaya a ser mi caso: yo con el pelo blanco me iba a parecer más a la esposa perturbada del señor Rochester, encerrada en el torreón, en Jane Eyre que a Susan Sontag o a Carmen Martín Gaite. Aunque seguro que llegará el día en que hasta eso me dará igual.
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