Miércoles, 13 de Octubre 2021, 12:07h
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Sarah Bridle es una autoridad mundial en la materia oscura. Hasta ahora su campo era la astronomía, y su especialidad se centraba en una de las cuestiones más importantes sobre el universo: ¿por qué -y cómo- se expande? Sin embargo, hace cinco años decidió dar un giro a su trayectoria profesional. «La astrofísica me apasionaba, pero me dije que tenía que hacer algo para mejorar el planeta; que ya estaba bien de mirar hacia arriba y que me tenía que centrar en lo de aquí abajo». Así que, aunque el cambio climático no era su tema, decidió estudiar el impacto que ejercen la comida, la agricultura y su propia dieta alimenticia en el medioambiente.
Hasta ahora evaluar el impacto de nuestro régimen alimenticio en el planeta resultaba engorroso. Los factores en juego son muchos: transporte, formas de agricultura, residuos, empaquetado, tipos de ganadería, dieta animal, flatulencia animal… Pero, como subraya Bridle, lo que comemos produce el 25 por ciento del total de emisiones de gases de efecto invernadero -si se tienen en cuenta todos los pasos del campo a la mesa-. La buena noticia es que hay incontables maneras de modificar nuestra dieta, fáciles de asumir, para reducir los daños. Ha tenido que ser una astrofísica quien nos lo explique.
“Todo el mundo sabe que un filete con patatas fritas genera más emisiones que unas patatas con judías, ¡lo que no se sabe es que son 20 veces más!”
Sarah se dio cuenta de que la falta de datos comprensibles dificultaba que los consumidores pudieran pensárselo dos veces antes de incluir este u otro ingrediente en su cesta de la compra. «La gente sabe qué productos son convenientes y cuáles no. El problema es la escala. Todo el mundo entiende que un filete con patatas fritas genera más gases de efecto invernadero que una patata al horno con judías. ¡Lo que no se sabe es que la diferencia es 20 veces mayor!».
¿Cuál es el desayuno que más gases causa? ¿Un tazón con cereales, un café con leche o dos huevos duros? Para sorpresa generalizada, lo más dañino es el café con leche, que emite más del doble de gases de efecto invernadero que los huevos, y el doble y medio que los cereales. No por culpa del café, sino por la leche. Mira tú por dónde.
Todavía más reveladora es la opción entre tres sándwiches: ¿pollo, queso o mantequilla con mermelada? En principio, puede parecer que el pollo es el malo de la película. Nada de eso. Es el queso, un malo malísimo. «Para hacer un kilo de queso hacen falta 10 litros de leche», explica Bridle. Y cada litro de leche precisa de una vaca que no cesa de emitir metano y dióxido de carbono mientras engulle 4 kilos de hierba. En lo tocante al cambio climático, la carne de ternera no es un poco más perjudicial que la del pollo. Es cinco veces peor».
Después de hacer estos primeros cálculos, Bridle se quedó tan anonadada que ella y su familia -sus hijos hoy tienen 8 y 11 años- comen pocas cosas de origen animal. Según cuenta, anoche, para cenar, preparó ‘pastel de leopardo’. «Es pastel de carne y puré de patatas, pero con lentejas en vez de carne. Le doy ese nombre para que suene mejor. Las lentejas las preparo a fuego lento, con una ‘salsa de tomate’ especial, de zanahoria y cebollas casi por entero. Pero nadie lo nota».
Su propuesta es difundir todos estos datos sobre el efecto de los alimentos en el medioambiente, con gráficos fácilmente comprensibles, y añadirlos en el etiquetado.
Comer un bistec grande ‘contamina’ como conducir un coche con motor de combustión durante más de 50 kilómetros y diez espárragos de fuera de temporada equivalen a conducir un coche 12 minutos
Hay quien propone que cada ser humano se debe comprometer a generar menos de 3 kilos de emisiones invernadero al día (el promedio mundial ahora está en 6 kilos por persona, el volumen generado por un coche pequeño). Esta científica, sin embargo, no cree que se deban llevar las cosas al límite. «No quiero que nadie me tome por una fanática. A la hora de escoger lo que vas a comer, las emisiones de carbono tan solo suponen un aspecto. También tenemos que disfrutar de la vida».
Emisiones en la mesa
Café: mejor solo que con leche
Si tomamos el café en casa, las emisiones del abono usado para fertilizar la planta representan la tercera parte del total contaminante; el procesamiento del grano supone el resto. En el caso del café para llevar, hay que sumarle el vaso de papel que, además, lleva una fina capa plastificada y las emisiones derivadas de ello. Y los vasos suelen acabar en el vertedero, donde se pudren y generan metano. Un café con leche duplica las emisiones causadas por un café solo debido al metano expelido por las vacas lecheras. Al tomarte un café con leche, consumes casi la mitad de los 3 kilos de emisiones por día, que es el límite deseable por persona.
Pan: no hornear en casa
Para producir dos rebanadas de pan, un campesino tiene que cultivar unas 20 plantas de trigo. Si comes un par de rebanadas al día, obligas al cultivo permanente de una parcela del tamaño de un aula escolar pequeña. Los campos de trigo son abonados; hace falta una cucharadita de abono para fertilizar el trigo presente en las dos rebanadas de pan. Así que el pan viene a generar unas emisiones equivalentes a su propio peso en gramos. Si cueces tu propio pan en el horno, haciendo una hogaza cada vez, las emisiones se multiplican por tres. Pero lo cierto es que la mayor parte del pan se hornea en fábricas, donde el proceso de elaboración es tres veces más eficiente.
Huevos: contaminan más que pesan
Las gallinas no expelen mucho metano; su papel en el calentamiento tiene que ver con los piensos. Las ponedoras se alimentan de trigo con añadidos de soja. Y ahí está el problema, en la soja, cuya producción se duplica cada diez años. Los mayores productores son Brasil y Argentina, donde ese cultivo va en detrimento del bosque pluvial y la tala de árboles es nefasta para el clima. Así que hagamos cuentas: para producir un huevo, la gallina come una cantidad de pienso cuyo peso triplica el del propio huevo. A lo que hay que sumar las emisiones generadas por el estiércol y el transporte. Resultado: cada huevo produce unas emisiones que quintuplican su propio peso.
Queso: demasiada leche por kilo
La huella medioambiental de la producción de quesos está relacionada con el metano expelido por las vacas lecheras. Pero hay que distinguir entre las emisiones generadas por todos los productos finales de la leche y el gran añadido que se deriva del procesamiento de los quesos. Hacen falta unos 10 litros de leche para elaborar 1 kilo de queso, por lo que el impacto ecológico es considerable. Si aunamos todos los factores, el queso termina por producir unas 16 veces su propio peso en emisiones de efecto invernadero. En una pizza, por ejemplo, la parte más ‘contaminante’ es el queso. Si ponemos la mitad de queso, la huella medioambiental disminuye en un 30 por ciento.
Tomates: mejor si no son de invernadero
Los abonos son responsables de la mayoría de las emisiones generadas por una granja. Estas emisiones son moderadas si hablamos de tomates de temporada cultivados a cielo abierto: la sexta parte de su peso en gramos. La huella ecológica se multiplica por diez en el caso de los tomates de fuera de temporada importados de otros países. Los tomates cherry se cultivan en invernaderos, caldeados con gas natural (un combustible fósil) para que las plantas estén a la temperatura indicada y puedan producir el dióxido de carbono que necesitan para respirar. Los grandes invernaderos de tomates generan más de 10 kilos de dióxido de carbono por kilo de cosecha.
Ternera: el problema del metano
La carne de ternera deja una gran impronta medioambiental porque las vacas expelen metano. Su estiércol también produce metano. El ternero promedio consume más de 40.000 kilocalorías al día. Entre él y su madre se nutren de 30 veces más calorías que el ser humano. Y hay que calcular que en torno al 5 por ciento de esas calorías se transforman en metano. Teniendo en cuenta solo ese dato, el filete de ternera genera 14 veces su propio peso en emisiones. Aunque hay enormes diferencias en la producción de carne entre países, en general, un filete de 225 gramos genera en torno a 10 kilos de gases de efecto invernadero, más de tres veces el límite deseable de 3 kilos por persona y día.
Pollo: el orgánico no ayuda
Los pollos para carne pesan unos 40 gramos al nacer y alcanzan los 2 kilos en solo seis semanas. Una cuarta parte de lo que comen es soja porque favorece su crecimiento. Y la soja implica deforestación. La calefacción de los cobertizos también deja su huella. Sumando empaquetado, transporte y refrigeración, la carne de pollo produce emisiones equivalentes a su peso multiplicado por nueve. La crianza orgánica tampoco es la solución. Los pollos así criados crecen más lentamente y, por ello, consumen más alimento, lo que incrementa las emisiones. No hay muchos estudios, pero todo apunta a que la emisión que generan los pollos orgánicos es superior a la de los de factoría.
Bebidas: depende del envase
En lo tocante a vinos y cervezas, hay que tener en cuenta el abono nitrogénico usado para cultivar la cebada o las vides. Una cerveza suscita en torno a medio kilo de emisiones o la sexta parte de los famosos 3 kilos por individuo al día. Pero lo que puede hacer mayor mella medioambiental es el transporte y el empaquetado. En el caso del vino en botella de cristal, el recipiente está detrás de la cuarta parte de las emisiones, por lo que es mejor beber caldos envasados en recipientes de mayor tamaño o, mejor todavía, vino vendido a granel.
@ The Sunday Times Magazine
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