¿Cuándo entrarán los robots en nuestro cerebro? Joaquín Peñalver, ingeniero biomédico: «La tecnología ha adelantado a Black Mirror»

EL BOTIQUÍN

Joaquín Peñalver estudió ingeniería en Vigo y se doctoró en neurociencia cognitiva en Suiza.
Joaquín Peñalver estudió ingeniería en Vigo y se doctoró en neurociencia cognitiva en Suiza. La Voz de la Salud

Tras casi una década involucrado en proyectos punteros para aplicar la robótica a la salud, advierte de que las interfaces cerebrales están muy cerca de ser una realidad, algo que obligará a regular los llamados «derechos neuronales»

03 ago 2022 . Actualizado a las 13:04 h.

Siglos antes de la aparición de la máquina de vapor, el invento que hizo explotar la Revolución Industrial, el ser humano ya soñaba con robots. Juanelo Turriano creó para el emperador Carlos V un humanoide para pedir limosna en el siglo XVI. Antes, Da Vinci ideó el llamado Robot de Leonardo en el año 1495 diseñado para efectuar varios movimientos parecidos a los de los humanos. Más de 600 años después de la muerte de Leonardo da Vinci, la robótica es una parte esencial de nuestra vida. Nuestros trabajos son distintos porque las máquinas nos han sustituido en las cadenas de montaje, un robot de cocina nos ahorra horas de elaboraciones y, en determinadas cirugías, ya nos operan robots manejados por médicos. La aplicación de la robótica al campo de la salud es infinita y prometedora, explorando las fronteras que aún no es capaz de romper la medicina. Las personas que en el futuro sufran una lesión medular por un accidente de tráfico (si es que no son los robots ya los que conducen), ¿podrán volver a caminar gracias a la tecnología?

Joaquín Peñalver de Andrés (Cartagena, 1990) es un gallego nacido en Murcia. Apenas ha debutado en la treintena, pero ya ha desfilado por algunas de las universidades más prestigiosas de Europa desde que finalizó la carrera de Industriales en Vigo. Múnich, Delft, Zúrich, Berna. Becado por la Barrié y premiado por la Fundación Telefónica, hasta se permitió decirle «no» a una estancia en la Imperial College de Londres porque «era solo un año, y no quería trabajar aprisa y corriendo». Joaquín era el único ingeniero en una familia de sanitarios. De padre farmacéutico y madre médico, acabó reorientándose también hacia el campo de la salud. Lo hizo porque sentía la necesidad de influir de una manera más tangible en la sociedad de lo que le permitía la ingeniería. «No es como ser médico, que te puedes ir a cualquier país a hacer un voluntariado», explica. En Alemania, viendo cómo los robots de la BMW imitaban movimientos humanos para crear coches, empezó su idilio con la neurociencia. 

—¿Por qué esa reconversión hacia el mundo sanitario?

—Todos en mi familia son sanitarios. O farmacéuticos o médicos. No creo que eso me influyese demasiado, pero al final siempre escuchaba hablar sobre medicina en casa y de pequeño andaba con las cacharradas de médicos. Realmente, era el único ingeniero de la familia. En el bachillerato me tiraron más las ciencias y empecé industriales. No tuve problemas, no es que fuese primer expediente ni nada de eso, pero la saqué a curso por año. Cuando me fui a Múnich de Erasmus a realizar el trabajo fin de carrera fue cuando me di cuenta de que, aunque la ingeniería industrial era lo que me gustaba, me faltaba un poco el contacto con la gente.

—Tardó en darse cuenta.

—Era la época de la crisis económica, que en el 2013 estaba pegando duro, y noté como un pulo de querer ayudar. Me di cuenta de que desde la ingeniería industrial era un poco complicado. Miré oenegés para ir a algún sitio donde pudiese ser útil, pero como ingeniero poco podía influir de manera directa en la vida de las personas. No es como ser médico, que te puedes ir a cualquier país a hacer un voluntariado. Me dije: «Tengo que ver cómo poder reconvertir esto para encontrar la manera de usar la tecnología para ayudar a la gente». Me salió la oportunidad de irme a Colonia para un empleo de consultoría, pero seguía con el interés de hacer algo con un impacto social.

—¿Y lo encontró?

—Durante el Erasmus en Múnich estuve en contacto con robots colaborativos que estaban trabajando para la BMW; robots que pudiesen trabajar con personas para levantar peso y realizar las labores pesadas que no son ergonómicas para los humanos. Me di cuenta de que con los robots estábamos intentando ver cómo las personas se movían. Intentábamos enseñar a los robots siguiendo los mismos principios con los que las personas aprenden a moverse. Fue la primera vez que me di cuenta de las posibilidades que había en el campo de la neurociencia. Me di cuenta de que los principios de la ingeniería en el campo de la salud tenían un montón de aplicaciones interesantes y dije: «Bueno, ya que he hecho el camino de intentar aprender cómo enseñarle a los robots a moverse como humanos, ¿por qué no dar el siguiente paso y aprender de neurociencia?».

De Países Bajos a Suiza

Joaquín Peñalver dio un volantazo a su vida pese a que en Múnich ya le llovían las ofertas de empleo. «Me ofrecían un trabajo con un buen sueldo. Pero me pregunté si me quería dedicar realmente a eso o explorar esa curiosidad que sentía por la neurociencia». Eligió lo segundo. Comenzó a formarse en el campo de la ingeniería biomédica gracias a una beca de la Fundación Barrié porque «no quería seguir siendo una carga» para sus padres. De entre todos los destinos posibles, eligió Países Bajos para realizar un máster en biomecatrónica. «Básicamente consiste en saber cómo utilizar los robots o las prótesis inteligentes para mejorar la calidad de vida de las personas». Cuando cerró su ciclo allí,  empezó uno nuevo en la Universidad Federal de Zúrich, trabajando con un exoesqueleto para rehabilitar la función motora de los brazos de personas que tienen un ictus. En la Universidad de Berna (Suiza) acabó su doctorado en neurociencia cognitiva. Y de ahí a la industria. En total, casi una década estudiando las posibilidades de aplicar la tecnología en la salud. Y en tecnología, diez años son un mundo.

—Su primer contacto del mundo de la robótica aplicado a la salud fue en el 2013, ¿cuánto se ha avanzado?

—Muchísimo. Hay una ley en electrónica y computación llamada la Ley de Moore que dice que el crecimiento de la tecnología es exponencial, y eso se ha cumplido en robótica. Yo cuando fui a Múnich, los robots estaban controlados por un servidor, por un grupo de ordenadores conectados entre ellos para hacer las computaciones. A día de hoy, no te digo que eso lo pueda hacer un teléfono móvil, pero casi, un ordenador normal podría hacerlo. Cuando yo empecé, la inteligencia artificial era algo en lo que se venía trabajando, pero no existían ordenadores suficientemente potentes para procesarla. Se sabían las matemáticas, pero no había los medios técnicos. Se empezaba a hablar de redes neuronales, que es lo que ahora se llama inteligencia artificial profunda, pero no había manera de realizar cálculos. Para enseñarle a un robot cómo moverse, básicamente usabas un modelo en el que indicabas qué querías que el robot hiciese, regulabas los parámetros, ahora pones al robot a aprender y el robot se da cuenta de cómo hacer las cosas a través de prueba y error. Era algo impensable entonces, porque los ordenadores eran demasiado lentos. Y esto ha sido en 10 años. Ahora, cuando despeguen tecnologías como la computación cuántica, las cosas que vamos a ver estarán bastante lejos incluso de los robots más desarrollados en Estados Unidos, como los de de Boston Dynamics.

—Dígame entonces, ¿qué vamos a ver?

—A día de hoy, y tirándolo un poco hacia la broma, cuando te pones un exoesqueleto, aprendes a andar como la persona que lo programó. Es una broma, pero no lo es. Así funcionan, te pones uno y hace una especie de playback de algo que está previamente grabado y que se puede adaptar un poquito a cada persona. Es como si te pusiesen a andar en un andador que aguanta tu peso y ya está. Pero ya empieza a haber tecnologías más avanzadas en los que el aparato realmente aprende a moverse como lo haría el cuerpo humano. Se llama biomimética y se empiezan a ver exoesqueletos que trabajan como lo haría el músculo, con un patrón de marcha más orgánico, más similar a lo que lo haría un humano. Y con no mucha suerte, probablemente empiece a haber interfaces cerebrales. Es decir, que no tengas que iniciar tú la marcha o apretar botones como pasa en algunos esqueletos, sino que simplemente pienses en andar y el exoesqueleto camine. Probablemente en diez años, sino en quince, ya los habrá.

—Supongo que otra cosa es que lleguen a ser financiados por los servicios de salud públicos.

—A día de hoy no están financiados. Hay alguna empresa en Galicia que empieza a usar cosas de estas tecnologías, pero la mayoría de las clínicas que conozco, sino todas, a excepción del hospital de parapléjicos de Toledo y alguna otra, siguen utilizando terapia manual convencional. Hay un par de clínicas en Galicia más avanzadas y que utilizan un exoesqueletos o, incluso, exotrajes, que son básicamente unos pantalones con unos tensores que imitan el efecto de músculo. Cuando estamos ante deficiencias musculares por algún tipo de atrofia, se ponen este tipo de pantalones y pueden andar. En España los están utilizando a costa de los bolsillos de los pacientes que se lo pueden permitir. La frontera será que este tipo de dispositivos se certifiquen a nivel médico y que, con la evidencia científica en la mano y cuando haya resultados que digan que es beneficioso, las aseguradoras y los sistemas nacionales de salud empiecen a financiarlos.

—¿Y eso se realiza a través de estudios científicos convencionales?

—En el campo en el que estoy es muy fácil progresar a nivel técnico, que llegue a los que financian es lo más complicado. Tienes que demostrar que no hay riesgo y que hay un beneficio claro para la salud. Y esa es una frontera que lleva mucho tiempo. Ahora que estoy en la industria me doy cuenta de que para hacer un estudio clínico de fase I, II y III pasan quince años en los que se gasta un montón de dinero para, a veces, demostrar que no es mejor que lo que había. Un seguro no va a pagar a un paciente por algo que no mejora el estado actual. Otras, se determina que el tratamiento funciona y Agencia Europea del Medicamento lo reconoce como dispositivo médico. Es entonces cuando empieza la pelea en los despachos para que se financie. Y es un proceso mucho más complicado que el camino técnico.

—Entiendo que en un fármaco deba contrastarse su seguridad para saber si es nocivo para un hígado, un pulmón o un corazón, ¿pero un exoesqueleto?

—Hay varias clases de productos médicos. Un exoesqueleto es un clase II, ya que no es invasivo. Durante el doctorado, para hacer los experimentos que hicimos, tuvimos que pasar un proceso de certificación bajo estándares técnicos que implica un análisis de riesgos que prácticamente nos podría haber permitido comercializarlo. Piensa que tienes que probar que a nivel electrónico no puede darnos una descarga eléctrica, debe probarse que los motores están limitados y que no puedan ir más allá de ese límite partiéndole una pierna al paciente. Imagina levantar un cuerpo tirado en el suelo, eso son muchos kilos que hay que mover y hacen falta motores potentes, una potencia que a veces está al nivel de un robot industrial. Todos estos análisis de riesgos y test técnicos, a veces, son más complicados que muchos medicamentos, como por ejemplo una crema que te aplicas sobre la piel.

—Mucha burocracia, aunque supongo que tiene sentido.

—Lleva su proceso. Pero claro, se tiene que probar que un exoesqueleto comercial no se puede hackear por Bluetooth; que no se puede poner a una persona a andar desde tu móvil por accidente porque te haya llegado un whatsapp (bromea). Y más ahora que vienen las interfaces cerebrales. Hay un profesor de la Universidad de Columbia (Nueva York), Rafael Yuste, que está impulsando los que se llaman neuroderechos. Asegurarte de que, ahora que te vas a poder poner un implante directamente en tus neuronas, no te puedan hackear las señales cerebrales. Esa va a ser la siguiente frontera en neurociencia. Asegurarte de igual forma que se protegen los derechos de imagen personal en las redes sociales. Probablemente en menos de diez años puede haber un debate sobre los neuroderechos, es decir, cómo proteger a tu cerebro para que no pueda ser manipulado externamente cuando tienes un sistema implantado. Todo este tema de regulaciones y legislaciones es casi lo más complicado. Atlas y Spot, los robots de Boston Dynamics, no necesitan tanta regulación y ya ves cómo de avanzados están. La robótica ya estaría preparada para poder poner esa estructura de manera paralela a tu cuerpo y poder ayudarte a moverte. Problema: tienes que asegurar que eso es seguro.

—Viene fuerte la próxima temporada de Black Mirror.

—Pero es que eso es la ley de Moore. Cuando estaban haciendo el guion de la temporada de Black Mirror, la tecnología les pasó. Eso es lo que sucede a medida que pasa el tiempo. Cuando imaginamos algo que va a venir, ya está empezando a desarrollarse.

—¿Entonces un exoesqueleto ya es capaz de responder a lo que nuestro cerebro le ordena?

—Aun no entre los exoesqueletos comerciales.Depende de la marca y de la indicación médica. Hay exoesqueletos para personas con lesiones medulares y los hay para personas con atrofia. También depende de qué mes estemos hablando. Ahora te puedo decir una cosa, pero, a lo mejor, el mes que viene ya no. Básicamente lo que tienen hoy es un patrón de la marcha que se puede ajustar a si, por ejemplo, una persona tiene las piernas más largas, o una desviación lateral del paso, o su velocidad. Pero la mayor parte se activan haciendo un movimiento de pelvis hacia delante, que es como realmente andamos los humanos. Luego hay modos especiales para subir escaleras o bajar cuestas, pero así funcionan la mayor parte de los comerciales. Probablemente, muy prontito tendremos exoesqueletos biomiméticos, que lo que hacen es imitar la mímica de los mecanismos de activación muscular.

—En el futuro, el tratamiento de una persona que sufra un ictus y pierda la capacidad motora, ¿será una pastilla o un robot?

—Probablemente sea una combinación de tecnologías. En definitiva, un exoesqueleto ayuda a no perder el nivel de actividad. Ya se trabaja en otras terapias que ayuden a favorecer las reconexiones neuronales. En Zúrich se está trabajando con anticuerpos que atacan los sistemas de cicatrización después de una herida; evitar que haya cicatrización y los nervios puedan crecer a lo largo de la espina después de un accidente. Hay otro investigador, Grégoire Courtine, que junto a su equipo, implantaron un grupo de electrodos en la espina dorsal para reconectar electrónicamente el cerebro con la parte aguas abajo de la fractura. Esas dos terapias, la parte biológica y la parte electrónica, parece que están dando buenos resultados. Consiguieron volver a hacer andar a una persona. La mezcla de todas las posibilidades posiblemente sea la combinación ganadora; de manera aislada, ninguna es la solución total del problema.

—Y ahora, ¿en qué está trabajando?

—Estoy trabajando en una farmacéutica que se llama Biogen, en la que intentamos utilizar las nuevas tecnologías, sobre todo la inteligencia artificial y el big data, para hacer modelos más exactos de enfermedades neurológicas. Estamos muy centrados en las enfermedades neurodegenerativas de componente genético como pueden ser el párkinson, la esclerosis múltiple, la ELA y también en el alzhéimer. Lo que hacemos en Biogen Salud Digital (Biogen Digital Health) es utilizar smartphones para medir de una manera más granular y precisa el progreso en estas enfermedades.

—¿Qué significa medir de manera «granulada» el progreso de una enfermedad?

—A día de hoy, cuando tienes un párkinson, el seguimiento consiste en una batería de test físicos para comprobar los síntomas. Siempre dependiendo de la frecuencia con la que puede verte el neurólogo. El neurólogo comprueba si tienes más o menos problemas para andar, más o menos problemas para echarte una cuchara a la boca, etcétera. En base a esas pruebas, se ajusta la medicación. Es decir, la medicación se ajusta en base a los nuevos datos; básicamente, cada vez que vas al médico. Lo que Biogen quiere hacer es poder medir todo esto con una granularidad más detallada, siempre que el paciente lo acepte, controlar los síntomas diarios a través del smartphone o de un smartwatch. Comprobar los síntomas día a día e, incluso, si fluctúan durante el día para poder tener una medida más correcta y precisa del desarrollo de la enfermedad y, en el futuro, poder proponer tratamientos más efectivos y modificar el desarrollo de los medicamentos para que se adapten mejor al modelo de la enfermedad. Hoy en día, lo que tenemos es, básicamente, la observación de una persona que está muy entrenada para reconocer síntomas. La capacidad que tiene un neurólogo de ver malformaciones casi imperceptibles en una resonancia magnética, a día de hoy, con el nivel de conocimiento que tenemos, una máquina lo puede hacer de una manera más sistemática y, obviamente, más rápida que un neurólogo que tiene que ir por todos los cortes de la imagen y darse cuenta de que hay un deterioro del tejido neural. Nosotros usamos la inteligencia artificial para poder apoyar a los profesionales médicos en este tema y dar modelos más correctos de cómo la enfermedad actúa, de cómo progresa de manera más rápida.

Lois Balado Tomé
Lois Balado Tomé
Lois Balado Tomé

A Coruña (1988). Redactor multimedia que lleva más de una década haciendo periodismo. Un viaje que empezó en televisión, continuó en la redacción de un periódico y que ahora navega en las aguas abiertas de Internet. Creo en las nuevas narrativas, en que cambian las formas de informarse pero que la necesidad por saber sigue ahí. Conté historias políticas, conté historias deportivas y ahora cuento historias de salud.

A Coruña (1988). Redactor multimedia que lleva más de una década haciendo periodismo. Un viaje que empezó en televisión, continuó en la redacción de un periódico y que ahora navega en las aguas abiertas de Internet. Creo en las nuevas narrativas, en que cambian las formas de informarse pero que la necesidad por saber sigue ahí. Conté historias políticas, conté historias deportivas y ahora cuento historias de salud.