Una serie reaviva la polémica
Una serie reaviva la polémica
La noche del 20 de agosto de 1989, el matrimonio Menéndez se sentó en el salón de su mansión de Beverly Hills a ver por la tele una película de James Bond, La espía que me amó. Comieron arándanos con nata y, de repente, allí mismo, fueron brutalmente asesinados. José recibió cuatro disparos, uno de ellos, desde cerca, en la parte de atrás de su cabeza. Kitty encajó nueve, en la cara y la cabeza.
La alarma no saltó hasta que sus dos hijos, Lyle, de 21 años, y Erik, de 18, regresaron justo antes de la medianoche desde un cine cercano en el que habían visto una de Batman. En la llamada al 911, la angustia de Lyle era notable.
«Tengo a una persona histérica al teléfono», dijo el primer operador que lo atendió y le pasó la llamada a otro compañero.
«¿A quién le han disparado?», preguntó el segundo operador.
«¡A mi madre y mi padre!», sollozó Lyle.
Pronto, los asesinatos se convirtieron en noticia. José Menéndez había salido de Cuba a los 16 años y era un exitoso ejecutivo de una empresa de vídeo. En un primer artículo de Los Angeles Times se dio a entender que podía haber una conexión con el crimen organizado. La prensa insistiría durante los días siguientes en que el asunto tenía que ver con la mafia.
Mientras tanto, a Robert Rand –un reportero del Miami Herald– le encargaron que fuese a California para dar otro posible enfoque del crimen: el exitoso Menéndez quería picar más alto, convertirse en el primer senador de origen cubano en Estados Unidos.
Rand organizó un encuentro con sus hijos, Lyle y Erik, en el lugar donde seguían viviendo: la casa de North Elm Drive donde sus padres habían sido asesinados. Cuando Rand llegó el 20 de octubre, dos meses después de los asesinatos, los hermanos estaban jugando al tenis, deporte en el que ambos competían a nivel profesional. Una amiga de ambos se ofreció a enseñarle al reportero la vivienda, una mansión enorme que en algún momento habían alquilado Elton John y Prince.
«Recorrimos la habitación de los asesinatos», me cuenta Rand 32 años después. «Habían quitado el mobiliario y la alfombra, así que solo había estanterías con los trofeos de tenis de los chicos. La primera vez que entramos, sentí cierto escalofrío. La segunda pensé: 'Tío, si mis padres hubieran sido asesinados aquí, yo no estaría en esta casa'».
Al rato, los hermanos aparecieron con sus raquetas en la mano. Lyle pidió que solo hablasen, sin grabar, para conocerse. Sin embargo, me cuenta Rand, «a los 10 o 15 minutos Lyle dijo: 'Nuestro padre fue un gran hombre, estamos pensando escribir un libro sobre él; ¿te gustaría trabajar con nosotros?'». Rand eludió la invitación.
El segundo día, Rand se reunió solo con Erik. Esta vez grabó la entrevista. «La mayor parte del tiempo –recuerda el reportero– hablaba de los buenos recuerdos que tenía de sus padres». Cuando Rand le pidió que describiera 'aquella' noche, Erik dijo: «Nunca he visto nada igual y ni lo veré. ¿Eran de verdad? Parecían de cera. Nunca había visto a mi padre indefenso. Espero que fuese rápido. Posiblemente, si Lyle y yo hubiéramos estado allí, podríamos haber hecho algo. Tal vez mi padre estaría vivo. Definitivamente daría mi vida por la de mi padre. Él siempre estuvo ahí cuando lo necesité».
Mirando hacia atrás, con lo que luego se supo, parece increíble que Erik hablara así de sus padres durante tres horas y media. «Estaba relajado –reflexiona Rand–. Contó anécdotas muy cariñosas sobre dos personas que parecían importarle mucho».
El reportaje de Rand, publicado el día de Nochebuena, cerraba con Erik explicando cómo querían honrar la memoria de su padre. Rand lo resume así: «Lyle se proponía ser presidente y Erik se presentaría para el Senado». Tres meses después, Lyle y Erik Menéndez eran acusados de asesinato.
La historia que se contaría durante los tres años siguientes, antes de que el caso llegara a juicio, era la de dos hermanos codiciosos que dos días antes de los asesinatos, tras enterarse de que su padre iba a desheredarlos, habían comprado unas escopetas. Y aquel domingo por la noche mataron a sus padres a tiros y luego salieron al cine para fingir el hallazgo de los cadáveres. Después, confiados en su impunidad, los hermanos se dedicaron a gastar a manos llenas.
Lo cierto es que su responsabilidad en los asesinatos no llegó a confirmarse definitivamente hasta que el propio Erik se lo confesó a su terapeuta. Tras prolongadas discusiones legales sobre la admisibilidad de ese testimonio (en realidad, lo filtró una amante del terapeuta), al final se admitió como prueba.
Para entonces, la investigación policial había avanzado y el hecho central ya no era discutible: los hermanos Menéndez habían matado a sus padres.
El relato solo cambio de tono en 1993, cuando se inició el primer juicio. Fue entonces cuando cada hermano contó, con detalle, y por separado, historias de abuso sexual. Lyle contó que su padre empezó a acariciarlo cuando tenía 6 años y cómo, en los dos años siguientes, aquel abuso derivó en violación. Erik narró una historia similar, pero que había continuado durante su adolescencia y se había prolongado hasta la muerte de su padre.
Toda esta historia, según los hermanos, estalló en los días previos a los asesinatos. Cinco días antes, el martes, Lyle tuvo una incendiaria discusión con su madre. Durante la pelea, ella le arrancó el tupé, algo que vio sorprendido su hermano menor, quien no sabía lo del peluquín de Lyle.
Erik, traumatizado e intentando aliviar a su hermano (avergonzado por su temprana calvicie), procedió a contarle a su hermano que ambos tenían secretos y le describió los abusos. Cuando José regresó de un viaje de negocios el jueves por la noche, Lyle se enfrentó a él. «Le dije que era un maldito enfermo –contó Lyle– y que no iba a volver a tocar a mi hermano, y lo amenacé con que se lo diría a todo el mundo».
Lyle comentó que su padre respondió: «'Todos tomamos decisiones en la vida, hijo. Erik tomó las suyas. Tú has tomado las tuyas'. Y luego me miró y se levantó para irse... Pensé: 'Dios mío, cree que se lo voy a contar a la gente'. Y empecé a suplicarle: 'Papá, solo lo voy a contar si no dejas de tocar a Erik'. Y él únicamente me miró y dijo: 'Se lo vas a contar a todo el mundo'. Y se fue».
¿Qué pensabas que iba a pasar luego?, le preguntaron en el juicio. «Que estábamos en peligro» ¿Pero de qué? «Que nos mataría. Que se desharía de nosotros».
Erik testificó que esa noche, algo más tarde, su padre se enfrentó a él arrojándolo violentamente sobre su cama y diciendo que le había advertido que no se lo contara a Lyle, y que este se lo contaría a todo el mundo, y «no voy a dejar que eso ocurra». Después de eso, Erik vio a su madre en la sala de estar y ella le preguntó por qué estaba tan alterado. Erik cuenta que cuando le dijo que no lo entendería, ella le contestó: «Entiendo más de lo que crees» y «lo sé... Siempre lo he sabido. ¿Qué crees, que soy estúpida?».
Al día siguiente, los hermanos compraron las armas. El sábado por la noche, declaró Erik, se quedó en su dormitorio con la escopeta en la mano mientras su padre aporreaba la puerta, exigiéndole que la abriera.
A la noche siguiente, tras un nuevo enfrentamiento cara a cara con sus dos hijos, José y Kitty entraron en la sala de estar y cerraron la puerta. Los hermanos cogieron sus armas. «Es difícil describir lo que sentí –reconoció Lyle–. Pensé que seguían adelante con su plan de matarnos. Creí que íbamos a morir». Entonces, Erik y Lyle entraron en el salón y empezaron a disparar.
Al principio, esta línea de defensa tuvo cierto éxito. El jurado fue incapaz de ponerse de acuerdo sobre si los hermanos eran culpables de asesinato o de homicidio.
El juicio fue declarado nulo. Pero la sociedad de los noventa los condenó. Consideró los abusos una invención. El famoso abogado Alan Dershowitz acuñó en una columna de prensa una frase que se hizo famosa: «la excusa del abuso».
De todos modos, el paréntesis judicial solo fue temporal. En 1995 comenzó un segundo juicio. Esta vez se permitieron menos testimonios sobre abusos y traumas familiares. La acusación se centró en la horripilante escena de la muerte e insistió en que, incluso en el caso no probado de que hubiera habido abusos, el jurado tendría que creer –para no condenarlos por asesinato– que los hermanos estaban en peligro inminente. Resultado: Lyle y Erik fueron declarados culpables de asesinato en primer grado y condenados a cadena perpetua. Incluso se rechazó su deseo de ser encarcelados en la misma institución. Se argumentó que incluso entre rejas podrían conspirar para futuros crímenes. Durante 20 años no se les permitió ni hablar por teléfono. Finalmente, en 2018, Lyle pudo reunirse con su hermano menor en un centro penitenciario de San Diego.
Hace tiempo que se agotaron sus recursos legales. Pero siempre ha habido quien ha argumentado que la sentencia fue demasiado dura. En los últimos tiempos, estas voces se han multiplicado, lo que seguramente es un reflejo de cómo ha cambiado nuestro mundo. La forma en que se piensa ahora sobre los abusos es muy diferente a la de los años noventa. Si el mismo juicio con las mismas pruebas se celebrara hoy, los relatos de los hermanos no habrían sido tan despreciados.
En 2018, el periodista que había estado allí desde el principio, Robert Rand, publicó un libro muy bien documentado sobre la historia. Tras la detención de los hermanos, el periodista empezó a visitarlos en la cárcel de Los Ángeles y cubrió ambos juicios. Incluso entonces, y pese a su extraño primer encuentro, creyó en sus relatos. «Entrevisté a todos los miembros del jurado después del primer juicio –cuenta Rand–. Todos los hombres me dijeron lo mismo, una variante de: 'Bueno, un padre nunca le haría eso a sus hijos'».
Sin embargo, no fue el libro de Rand el que desencadenó el interés reciente por los hermanos Menéndez. El propio Rand se dio cuenta, a finales del año pasado, de que algo más estaba ocurriendo cuando su hijo adolescente se le acercó una tarde y le dijo: «Papá, tienes que echar un vistazo a TikTok. Es una locura: está lleno de vídeos de los Menéndez». Gran parte de esos contenidos sobrepasan los límites del buen gusto con comentarios más bien vulgares referidos a su atractivo físico.
Sin embargo, no todo el contenido es así. Hay muchos vídeos de TikTok y canales de YouTube que se centran en los testimonios y las pruebas de los juicios. Rand contribuyó a difundir la cobertura con un artículo que publicó en febrero en The New York Times. En los últimos cinco años, el periodista ha mantenido un contacto regular con Lyle. Normalmente, dice, habla con él de todo menos del caso, pero ahora también lo hacen sobre las opciones legales, que son solicitar un indulto o presentar nuevas pruebas que pudiesen llevar a un nuevo juicio.
El material que Rand ha sacado a la luz refuerza las palabras de los hermanos. Su insistencia en que no solo se habían producido los abusos sexuales, sino que se los habían contado a terceras personas antes de los asesinatos. Ya hubo algunos testimonios en el juicio en este sentido: por ejemplo, un primo lejano dijo que, cuando tenía 8 años, Lyle le había dicho que «él y su padre se habían estado tocando ahí abajo», y su primo Andy Cano testificó que Erik le había hablado de los «masajes» de su padre cuando tenía 12 años y Andy, 10.
Además, hay una carta. En 2018, cuando el periodista revisaba una caja en casa de la tía de los Menéndez, encontró una carta manuscrita supuestamente por Erik a su primo Andy (fallecido hace unos años), ocho meses antes de los asesinatos, que incluía el siguiente pasaje: «He estado intentando evitar a papá. Sigue pasando, Andy, pero ahora es peor. No puedo explicarlo. Nunca sé cuándo va a pasar y me está volviendo loco. Todas las noches me quedo despierto pensando que podría entrar. Necesito quitármelo de la cabeza. Tengo miedo. No conoces a papá como yo. ¡Está loco!».
¿Podría esta carta cambiar las cosas? Incluso si fuera considerada tan relevante como para abrir un nuevo juicio, eso no llevaría necesariamente a un veredicto diferente. Pero ¿qué pasaría si provocara una marea de simpatía enorme a su favor?
Lo primero que se oye es un mensaje automático: «Tiene una llamada de prepago de Lyle Menéndez, un recluso del centro penitenciario R. J. Donovan, San Diego, California. Para aceptar esta llamada, diga o marque 5».
Una tarde de octubre, Lyle me llama. Periódicamente, la voz automatizada nos interrumpe para recordarnos que estamos siendo grabados.
Lyle cumple 32 años entre rejas. Esta mañana ha hecho algo de ejercicio y ha trabajado en su carrera de Sociología. Vive en un dormitorio con otros cinco reclusos, incluido su hermano. Le pregunto a Lyle qué le gustaría que la gente entendiera de él. «Creo que mi situación y mis circunstancias no son tan atípicas –responde–. No es tan sorprendente como se podría pensar. A veces me choca pensar que, ya sabes, ¿cómo pude haber matado a mis padres? Nunca había cometido un acto violento, ni antes ni después. Así que ¿cómo es posible que eso haya sucedido? Pero no es tan sorprendente si creciste en un hogar con un pederasta, y con una madre que lo permite, y hay mucha brutalidad. No es sorprendente que termine en un homicidio de algún tipo, ya sea contra los niños o tal vez contra la madre... ¿Sorprendente? En realidad hay muchos Menéndez por ahí».
Mientras hablamos, Lyle oscila entre dos estados de ánimo. En uno, es alguien que hace tiempo que ha aceptado la cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. Me dice: «He asumido la responsabilidad de lo ocurrido, nunca he dicho que fuera un acto justificado. Y ahora simplemente acepto mi circunstancia».
Por otro lado, quizá inevitablemente, una conversación como esta también despierta pensamientos más turbulentos. Lyle me cuenta varias razones por las que cree que él y su hermano fueron tratados injustamente. Muchas se refieren a aspectos muy específicos de sus juicios y del proceso legal. Otros son más generales y brutales. «La otra cosa que me molesta –explica– es la higienización de palabras como 'incesto' y 'abuso sexual', en lugar de decir 'violación de niños'. Siempre he pensado que es increíble que la gente no lo entienda. ¿Cómo pueden hacerlo? Quiero decir, ¿en serio? Ojalá, en lugar de los 101 testigos que presentamos, tuviera 45 segundos de vídeo de un niño siendo violado».
Por «un niño», aclaro, ¿se refiere a él mismo o a Erik?
«Sí, eso, correcto. Si hubiera 30 segundos grabados de eso, ¿habría alguien por ahí diciendo: 'Oh, no puedo creer que hayan matado'? No. Dirían, bueno, es comprensible. Puede que no sea defendible. Tal vez deberían pasar mucho tiempo en la cárcel. Pero es comprensible. No es difícil de entender. Si quieres decir que sigue siendo un asesinato, lo entiendo. Si quieres decir que deberían haber ido a la Policía y no acabas de entender cómo eso no ocurre, también lo entiendo. Pero no me digas que no es comprensible».
Lyle está animado por el resurgimiento del interés en su caso y por lo que considera un cambio radical en la forma de verlos. «En TikTok están los futuros abogados, legisladores, médicos, políticos. Es la próxima generación. Así que me los tomo muy en serio y aprecio su comprensión y su curiosidad. Dentro de 10 o 15 años, esas personas estarán en una posición de poder y con capacidad para cambiar las leyes».
Mientras tanto, me siento obligado a señalarle que, inevitablemente, seguirá habiendo gente que no les crea a él y a su hermano. Le pregunto qué querría decirles.
«Les diría que, si no nos creyeron en los años noventa, lo entiendo. Era una época que en gran medida no entendía el abuso sexual de los niños –dice–. Si no nos crees en 2021, no lo entiendo». La voz automatizada vuelve a repetir: «Le quedan 60 segundos», pero el preso K13758 aún tiene tiempo para insistir: «No veo cómo es posible que no creas; no entiendo cómo es posible».