Jueves, 14 de Diciembre 2023
Tiempo de lectura: 11 min
La tarde del 19 de agosto de 2020, un día antes de ser envenenado, Alexéi Navalni estaba en plena forma. Participaba en un acto en Tomsk (Siberia) con algunos partidarios. En el turno de preguntas, uno de ellos quiso saber cuál sería su defensa ante quienes lo acusaban de ser un proyecto del propio Putin. A fin de cuentas, si fuera un opositor de verdad, ¿no lo habrían matado ya?
Navalni sonrió. «Tengo que justificarme hasta de seguir vivo», respondió. Y recordó al opositor Borís Nemtsov, abatido a tiros en 2015 cerca del Kremlin. «Matarme solo serviría para crearles más problemas a los que tienen el poder. Como pasó con Nemtsov. Protestas, homenajes, camisetas con su nombre…».
Ninguno de los presentes podía imaginar que, en realidad, estaban asistiendo a las que bien pudieron haber sido las últimas horas del principal opositor a Putin. Poco más tarde Navalni era envenenado.
Tres años después, con Putin inmerso en una devastadora invasión del territorio ucraniano, el régimen ruso mantiene su persecución contra Navalni. En prisión desde enero de 2021, un tribunal ruso lo condenó en marzo de 2022 a nueve años de prisión tras el enésimo juicio contra el opositor más obstinado de todos a los que se ha enfrentado el presidente ruso.
Tanto que, ni siquiera preso, Putin consigue silenciarlo. Al menos fuera de su país. En Rusia, eso sí, ha prohibido la difusión del documental, recién premiado con el Óscar, sobre su gran rival político: Navalny: Putin asesina para solucionar sus problemas. Una película que regresa a los días en que los secuaces de Putin intentaron acabar con su vida.
Ocurrió el jueves 20 de agosto de 2020. Navalni y dos colaboradores se dirigían al pequeño aeropuerto de Tomsk. El activista entró en la sala de espera y pidió un té en una cafetería. Su avión estaba programado a las 7.55 para un vuelo de más de cuatro horas a Moscú, donde se disponía a grabar su programa semanal en Internet. No llegó a la capital rusa.
En las imágenes grabadas en el avión se le oye gritar de dolor poco después del despegue. El piloto realizó un aterrizaje de emergencia en Tomsk. En el Hospital de Emergencias Número 1 le dieron atropina, un antídoto, y le indujeron un coma. La primera sospecha de los médicos fue: envenenamiento. Acudieron a especialistas y se enviaron muestras de sangre y orina a laboratorios de Moscú.
Más tarde, los médicos de Omsk cambiaron su diagnóstico. No se habían hallado restos de veneno, afirmaron. El médico jefe dijo que podría ser un problema metabólico o de azúcar en sangre. Poco después, un representante del político opositor tuiteó que a la familia le habían comunicado que Navalni se había intoxicado con una sustancia peligrosa.
¿Los doctores habían recibido amenazas o datos falsos de los laboratorios de Moscú? ¿Influyó que el médico jefe fuera leal militante de Rusia Unida, el partido de Putin? ¿Es relevante que en la habitación de Navalni hubiera hombres que parecían del FSB, el Servicio Federal de Seguridad? ¿Se intentaba ganar tiempo mientras desaparecía el veneno?
La situación no sufrió cambios durante un día y medio, a pesar de que la esposa de Navalni no dejara de exigir el traslado del paciente. Finalmente, un pequeño Challenger de una compañía de vuelos chárter alemana llegó a Omsk preparado para llevar a Navalni a Berlín. Se trataba de un avión medicalizado con una UCI y personal sanitario. Pero el médico jefe y el resto de la dirección del hospital ruso se negaron a dejar marchar a su paciente. «No está en condiciones de viajar», aseguraban.
Intervino entonces Angela Merkel. Por intermediación de Sauli Niinistö, presidente de Finlandia y en buenas relaciones con Putin –hasta la invasión de Ucrania y la solicitud de ingreso de su país en la OTAN–, Merkel consiguió que el líder ruso aceptara trasladar a Navalni a Berlín. El sábado 22 de agosto, el opositor ingresaba en el hospital Charité de la capital alemana. Dos días después los médicos germanos confirmaban lo que negaba Omsk: envenenamiento.
Una vez salvada su vida, Navalni pasó unos meses con su familia en una tranquila localidad de la Selva Negra, recuperándose e iniciando pesquisas para averiguar quién había intentado asesinarle.
Navalni y los suyos acogieron entonces a un invitado muy especial: el director canadiense Daniel Roher. Conocido por un premiado documental sobre The Band, mítico grupo de rock de los 60 y 70, y otro sobre los abusos sexuales en la Iglesia anglicana de su país, Roher filmó al activista y a su familia –su esposa Yulia y sus dos hijos: Daria y Zakhar– hasta su agridulce regreso a Moscú, el 17 de enero de 2021. Recibido por miles de seguidores como un héroe, fue detenido nada más pisar suelo ruso y encarcelado por un supuesto fraude que se remonta a 2014. Un proceso que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha tachado de «arbitrario y poco razonable».
Pero ni siquiera su reclusión le impidió condenar la guerra en Ucrania desatada por Putin. Pese a la persecución y las condenas, su objetivo es que su causa se mantenga viva. Y eso es lo que logra el documental de Roher, efecto multiplicado ahora de forma exponencial gracias a la concesión del Óscar.
Navalny tiene hoy 46 años y considera a Vladimir Putin responsable de que agentes del servicio secreto ruso impregnaran sus ropas con un agente nervioso llamado Novichok. Se trata de un agente tóxico ya conocido en el juego criminal contra los opositores al régimen de Putin.
El 4 de marzo de 2018, miembros del GRU, los servicios secretos militares rusos, extendieron esta toxina en el pomo de la puerta de la casa del antiguo agente doble Serguéi Skripal en Salisbury (Inglaterra). Skripal y su hija Yulia tocaron el pomo y, poco después, fueron hallados inconscientes en un parque. Esquivaron la muerte por los pelos.
La presencia del veneno favorito de Putin en el cuerpo de Navalni fue confirmada por un laboratorio alemán, otro británico y por la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas. Varias agencias europeas a cargo de la investigación determinaron en octubre de 2020 que todo había sido obra del Servicio Federal de Seguridad (FSB) ruso.
Dos meses más tarde, la web de periodismo de investigación Bellingcat publicó un minucioso informe que confirmaba la autoría del FSB. Un comando, aseguraba, había seguido a Navalni durante meses para preparar su asesinato. Bellingcat aludía, incluso, a otra tentativa frustrada en julio de 2020. Ante semejante panorama Navalni y su esposa repiten en la película de Roher una significativa frase dirigiéndose a sus compatriotas: «Por favor, no tengáis miedo».
La secuencia clave de la película, sin embargo, es la que el opositor denomina «el día de las llamadas». El episodio, difundido en su día por Navalni en sus redes sociales, muestra el momento en que telefonea a Konstantín Kudriávtsev, agente del FSB y sospechoso de participar en la operación para acabar con su vida, cuya identidad rastreó gracias a un hacker búlgaro.
El activista se hace pasar por un alto mando y acaba averiguando que el método utilizado para acabar con su vida era poner el Novichok en el interior de su cuerpo a través de sus calzoncillos. Un hallazgo que, Internet mediante, culminó en una avalancha de memes bautizando a Putin como «Vladimir, el envenenador de los calzoncillos».
La jugada, sin embargo, le salió rana. Aunque incluso ahora, con Putin ocupado en su personal y mesiánica batalla contra Ucrania, Navalni fue condenado hace un año a nueve de cárcel. Otro intento más por neutralizar al opositor que más se le ha resistido al presidente ruso en sus 23 años en el poder.
Las carreras políticas de Putin y Navalni empiezan ambas en los años noventa, aunque Putin no será consciente de que su rival no es como los otros opositores hasta el año 2013.
El año anterior, Putin ha vuelto a la Presidencia después de cuatro años como primer ministro. Tras aplastar las intensas protestas en su contra organizadas por la oposición, se siente tan seguro en el Kremlin que permite que Navalni se presente a las elecciones a la alcaldía de Moscú. La idea es que sirva de inofensivo sparring para dar apariencia de legitimidad a las elecciones. Pero el experimento casi sale mal: el candidato de Putin evita por los pelos una peligrosa segunda vuelta. Navalni logra un inesperado 27 por ciento de los votos.
Lejos de amilanarse, cuatro años después, en diciembre de 2016, anuncia su intención de disputarle la Presidencia a Putin en las elecciones de 2018. Para muchos rusos es una aspiración inocente, a fin de cuentas el que decide quién se presenta y quién no es el propio Kremlin. Pero Navalni está dispuesto a vender caro el veto oficial. Moviliza a sus partidarios, viaja por todo el país, hace campaña como si de verdad fuese candidato a la Presidencia. Les dice a sus seguidores: «Hagamos como si en Rusia hubiese una política libre. Y quizá así la haya».
Tal y como estaba previsto, el Kremlin le niega a Navalni el registro como candidato. Sin embargo, su campaña le sirve para construir de facto un nuevo partido de oposición, aunque no se lo llame así. Porque tiene todo lo que necesita un partido: cuadros regionales, una base, un líder y una ideología. El propio Navalni la resume en «no mentir, no robar». A la par que construye su propio altavoz mediático. Su emisora se llama YouTube. Su estrategia: un género nuevo en Rusia: el documental anticorrupción.
En lugar de áridas cifras, en los vídeos de Navalni aparecen lujosas mansiones a vista de pájaro, fotos privadas de los poderosos sacadas de Instagram y Facebook. Su principal éxito es un vídeo de 2017 sobre el primer ministro Dimitri Medvédev. Graban desde un dron su residencia secreta en el Volga y su viñedo en la Toscana; el vídeo consigue más de 36 millones de reproducciones en YouTube; provoca grandes manifestaciones y deja dañada para siempre la reputación de Medvédev.
Navalni hablaba todos los jueves a las ocho de la tarde para sus seguidores a través de su canal de YouTube, Navalni Live. Su última aparición data del 13 de agosto de 2020, una semana antes de su envenenamiento. El tema ese día fueron las manifestaciones en Bielorrusia. Navalni hablaba con entusiasmo y busca constantes paralelismos con Rusia. En el país vecino se había hecho realidad el escenario que desea para Rusia: se ha permitido presentarse a las elecciones a un candidato opositor de verdad, Svetlana Tijanóvskaya. Lukashenko ha abierto una mínima rendija y la oposición se ha colado por ella.
Tres años después, desde su celda en la prisión de máxima seguridad de Prokov, 100 kilómetros al este de Moscú, Navalni incita a sus compatriotas rusos a protestar contra la guerra y el régimen de Putin, soñando con que, quizá, la invasión de Ucrania se llevase por delante a quien él considera el gran enemigo de su país.
Pero el hecho es que la guerra está estancada y Putin ha comenzado oficialmente su campaña presidencial para las elecciones de marzo de 2024. Aspira a prorrogar su mandato hasta cumplir 30 años en el poder. Y, como arranque de campaña, ha hecho desaparecer a Navalni. Supuestamente lo ha trasladado a otra prisión, pero su familia y su equipo llevan más de una semana sin tener ninguna noticia de él.