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Científicos cobayas: sufrir (en carne propia) para el avance del conocimiento

Vivir por la ciencia

Científicos cobayas: sufrir (en carne propia) para el avance del conocimiento

Someterse a velocidades supersónicas, ingerir productos tóxicos, implantarse microchips... A lo largo de la historia, muchos científicos han arriesgado (incluso perdido) la vida con tal de demostrar sus teorías. Así son los sabios que han hecho de su cuerpo su laboratorio.

Viernes, 21 de Abril 2023

Tiempo de lectura: 7 min

El método científico experimental –la realización de pruebas para demostrar una teoría– no terminó de normalizarse en la ciencia hasta el siglo XVI, cuando Isaac Newton, por esa vía, probó, entre otros, los principios de la dinámica o la teoría de la gravitación universal. Antes, la ciencia estaba muy próxima a la filosofía y se entendía como pensamiento.

Newton, en cambio, casi se quema la córnea para entender las alucinaciones visuales. No se le ocurrió otra forma que mirar fijamente al Sol durante horas. En cierto modo, Da Vinci ya lo aplicaba dos siglos antes, jugándose incluso la vida al agenciarse cadáveres para diseccionarlos de madrugada y describir los sistemas circulatorio, óseo y muscular, algo por lo que podría haber sido condenado por herejía y necromancia. Desde entonces, todos los científicos experimentan, pero muchos, como Leonardo, van más allá y, amando la ciencia más que sus propias vidas, se juegan la piel en sus investigaciones.

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El hombre bala. John Paul Stapp, a bordo de un trineo impulsado con cohetes, superó en 1954 los 1017 km/h (fotos de apertura del reportaje), después de varios intentos. Sus pruebas sobre la resistencia humana a la velocidad dieron sus frutos: el asiento de eyección de los aviones militares y el cinturón de seguridad en los coches. Tuvo que padecer durante toda su vida las lesiones sufridas en sus pruebas.

El último exponente de esta larga tradición de científicos cobayas es Kevin Warwick, un profesor de cibernética que no ha dudado en entrar al quirófano para implantarse en el brazo la médula los microchips que lo conviertan en el primer hombre-robot de la historia. Warwick busca diseñar nuevos dispositivos para resolver los problemas de pacientes con daños en el sistema nervioso y abrir el camino hacia la telepatía.

Todo empezó en 1998, cuando se implantó bajo la piel un transmisor usado como control remoto de puertas, luces, calefactores y otros dispositivos computarizados mediante señales de proximidad. «Una gran ayuda para personas con discapacidad o epilepsia», explica. En 2002 fue a más: se insertó en su sistema nervioso una interfaz neuronal de 100 electrodos que controlaba el paso de las diversas señales tan detalladamente que un brazo robot construido por un colega en Inglaterra fue capaz de reproducir, vía Internet, los movimientos que el propio Warwick, en Nueva York, al otro lado del Atlántico, hacía realmente con su brazo.

Pero aún hay más: el Doctor Cyborg implantó a su vez un distribuidor en el cuerpo de su esposa para crear esa forma de telepatía que tanto busca. Sus respectivos transmisores comunicarían sus cerebros por Internet. La prueba fue un éxito. «Ella movía su mano y yo podía contar uno, dos o tres impulsos. Era una forma muy básica de comunicación, tipo código morse, pero directa, de cerebro a cerebro. Yo quiero probar hasta dónde la tecnología puede ayudar a las personas con discapacidades y hacer que quienes padecen parálisis parcial sean capaces, por ejemplo, de conducir con el pensamiento.»

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Murió para salvarnos de la fiebre amarilla. En 1900, en Cuba, el bacteriólogo Carlos Finlay fue autorizado a realizar un experimento con el cual demostraría que la fiebre amarilla era transmitida por un mosquito, el Culex. El joven médico militar Jesse William Lazear (en la imagen, sentado de espaldas) participó en el experimento dejándose picar por un mosquito infectado. Finlay tenía razón. Lazear murió de fiebre amarilla.

Biofísico, médico y coronel del Ejército americano, John Paul Stapp [1910-1999] entregó también su cuerpo a la ciencia, pero para estudiar los efectos de velocidades supersónicas, aceleración y desaceleración sobre el cuerpo humano. El 10 de diciembre de 1954, montado en un trineo arrastrado sobre rieles por cohetes, superó los 1017 km/h en solo cinco segundos, para ser detenido en una parada abrupta en apenas 1,4 segundos. Stapp sufrió lesiones en todo su cuerpo, rotura de costillas y daños irreparables en sus ojos.

Pero su sacrificio dio frutos: se crearon los asientos de eyección que salvaron y salvan a miles de pilotos, los aviones militares y civiles son desde entonces más seguros y se diagnosticaron con precisión las posibles tensiones de los futuros viajeros espaciales. Sus experimentos comprobaron, además, la eficacia de utilizar un cinturón de seguridad en los coches, demostrando que aumenta mucho las posibilidades de sobrevivir en caso de accidente.

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El primer catéter cardíaco me lo hago yo. En 1929 el médico alemán de la foto, Werner Forssmann, se hizo una incisión en un brazo e introdujo por ella un catéter urinario de 65 centímetros hasta la aurícula derecha de su propio corazón y se radiografió. Realizó así la primera cateterización de un corazón humano en el suyo propio. Lo acusaron de temerario y abandonó el hospital y la cardiología, pero ganó el Nobel.

Por su parte, el médico alemán Werner Forssmann [1904-1979] llevó a cabo la primera cateterización de un corazón humano en el suyo propio. Fue en 1929. Sin autorización del hospital, realizó una incisión en la vena antecubital de su propio brazo, introdujo un catéter de 65 centímetros hasta la aurícula derecha de su propio corazón y se fue hasta el servicio de rayos X a radiografiarse el tórax para demostrar que una cateterización cardiaca era posible. Condenado por temerario y peligroso, abandonó el hospital y, de paso, la cardiología. El resto de su vida se dedicó a la urología y a la medicina rural. Pese a ello, en 1956 recibió el premio Nobel por sus estudios pioneros.

Jesse William Lazear no acabó tan bien. Era un joven médico del Ejército norteamericano que llegó a Cuba como miembro de una misión que estudiaría la fiebre amarilla. Allí, el afamado bacteriólogo Carlos Finlay acababa de ser autorizado a realizar un experimento con el cual demostraría que la enfermedad no guardaba relación con el bacilo icteroide de Sanarell, sino que era transmitida por un mosquito: el Culex.

Lazear presenció el experimento y se dejó incluso picar por mosquitos infectados. Murió a los 34 años, pero contribuyó a confirmar la teoría que permitió el desarrollo de una vacuna y la casi erradicación de un mal letal.

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Klaus Hansen, bebedor de agua nuclear. El agua pesada –similar al agua normal, pero más densa y venenosa para las plantas y ciertos peces– empezó a usarse como moderador en los procesos de fisión nuclear, lo que la convirtió en una sustancia estratégica durante el desarrollo de los primeros reactores nucleares. Klaus Hansen (en la foto) descubrió, bebiéndola, por qué era tóxica e impedía la división celular.

El agua pesada es una molécula de composición similar al agua en la que los átomos de hidrógeno son sustituidos por deuterio, un isótopo pesado del hidrógeno. Es así más densa que el agua normal y venenosa para las plantas y ciertos peces. Los expertos no sabían por qué.

«Soy consciente del riesgo, pero, si le vas a freír el sistema nervioso a alguien, mejor que sea a ti mismo»

En 1935, mientras lo investigaba, el científico noruego Klaus Hansen decidió beberla y ver qué pasaba. Sintió algo similar al tocar con la lengua una batería. Bebió más cada día para medir sus efectos, hasta que descubrió con sus propias analíticas que, en grandes concentraciones, esa agua era, en efecto, tóxica. Pronto el agua pesada empezó a usarse como moderador en los procesos de fisión nuclear, lo que la convirtió en una sustancia estratégica durante el desarrollo de los primeros reactores nucleares.

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Extasis, ¿quién dijo divertido?El éxtasis, hoy una droga recreativa, fue diseñada en los 70 para tratar la depresión y el estrés postraumático. Para dar con ella, su creador, Alexander Shulgin, descendió al infierno. Descubrió y probó más de 230 sustancias psicoactivas: vómitos incontrolables, dólores óseos, parálisis... Hoy tiene 85 años y, aunque trabaja en su laboratorio, ya no experimenta en sí mismo.

Igual de arriesgados son los experimentos del doctor Warwick, que se ha insertado varios microchips en su cuerpo para explorar el concepto de transhumanismo. 

Warwick admite que lo primero que te mueve a este tipo de riesgos es «pura adrenalina científica», pero luego es una cuestión de principios: «Si le vas a freír a alguien el sistema nervioso, mejor que sea a ti mismo». En la misma línea, el periodista científico Lawrence Altman defendía en su libro Who goes first? (‘¿Quién va primero?’) que cualquier investigación debería incluir en sus experimentos al investigador para evitar acciones temerarias.

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Doctor cyborg. Lo llaman doctor cyborg y no es extraño. Se ha insertado microchips en el cuerpo para experimentar con el concepto de transhumanismo.

Aunque ello no las evite del todo, como prueba la tragedia de Yolanda Cox. En 2009 Yolanda Cox, esta investigadora farmacéutica murió después de que, en colaboración con su hermana, física de formación, se inyectase una droga experimental para detener el proceso de envejecimiento. Tenía 23 años.

Este caso llama la atención también sobre otro tipo de autoexperimentación que se ha expandido gracias a Internet. El llamado self-tracking ha convertido a muchos usuarios en pseudocientíficos. Por ejemplo, cuando alguien prueba el último suplemento nutricional y comenta su experiencia en un foro, está participando como cobaya de ese producto. Es cierto que al método le falta rigor científico, pero gana en cantidad de voluntarios participantes y en la dedicación con que colaboran. Algunos científicos ya incluyen el self-tracking en sus estudios. Aunque la mayoría sigue siendo partidaria del «no intente esto en casa».