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'Los niños terribles de Buchenwald' 'Decían que si habíamos sobrevivido era porque éramos malvados'

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Tenía 14 años cuando liberaron el campo de concentración de Buchenwald, donde estaba cautivo. En el Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto, recuperamos el impactante testimonio de Robert Waisman, uno de los últimos supervivientes de aquel enorme recinto donde murieron 76.000 prisioneros.

Por Fátima Uribarri

Miércoles, 26 de Enero 2022

Tiempo de lectura: 8 min

Uno de los presos entra sobresaltado en el barracón. Dice que la resistencia se ha hecho con el control del campo y que las SS han huido. Poco después se oye el ruido de los jeeps de los americanos. «Yo sentí miedo. Ante mí se abría la vida. Había sobrevivido. Pero yo solo conocía el cautiverio», recuerda Robert Waisman.

Tenía 14 años. Era uno de los niños esqueléticos, ariscos y resabiados que encontraron los soldados de Estados Unidos el 11 de abril de 1945 cuando liberaron el campo de concentración alemán de Buchenwald. En aquel enorme recinto padecieron el espanto unas 250.000 personas, de las que 76.000 murieron de hambre, enfermedad, agotamiento, a causa de dantescos experimentos médicos o asesinadas. Los americanos encontraron a 21.000 supervivientes -puros espectros- entre ellos, unos mil niños como Waisman.

– ¿Nombre?, le preguntó un soldado que recopilaba información del campo.

-117098, respondió.

Había olvidado su nombre tras tantos años de persecución. Se llamaba Romek, era polaco, tenía solo 9 años cuando los alemanes invadieron su país. Ahora se llama Robert, tiene 91 y es canadiense. Cuenta su increíble historia de supervivencia en el libro Los chicos de Buchenwald (Destino). Es consciente de que es uno de los últimos supervivientes del Holocausto. Y no quiere que aquello se olvide. «No es lo mismo leer un libro de historia a tener ante ti a una persona que ha vivido lo que cuenta».

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Robert Waisman.Cuando los americanos liberaron el campo de Buchenwald, el 11 de abril de 1945, encontraron allí a unos mil niños. Waisman era uno de ellos. Ahora tiene 91 años.Foto: Marissa Roth.

«Me sentenciaron a muerte muchísimas veces»

Cuando llegó a Buchenwald, ya había estado encerrado en un gueto; había trabajado como esclavo en una fábrica de munición; había visto cómo se llevaban a la muerte a dos de sus hermanos y a su padre. Su familia lo protegió mientras pudo. En la fábrica de munición, por ejemplo, lo cuidó su hermano Abram: le pellizcaba las mejillas para que aparentase estar más sano y le metía ‘plantillas’ en los zapatos para parecer más alto y menos niño. Su hermano Abram no llegó a ir a Buchenwald, lo ejecutaron antes.

Tras la liberación de Buchenwald entró en shock: «La libertad no era fácil de digerir. Lo desconocido era para mí como un abismo. Pero me sostenía la idea de volver a casa, de ver a mi madre. Volver a casa era una obsesión para mí», rememora. Los primeros días de libertad se llevó una gran sorpresa al descubrir que en Buchenwald había más niños: «Estaban escondidos o camuflados, como mi amigo Abe y yo. Cuando llegamos a Buchenwald, en febrero de 1945, los alemanes habían delegado algunas labores administrativas en los presos. A nosotros nos inscribieron unos comunistas que cambiaron nuestras etiquetas de judíos por las de presos políticos y nos pusieron más edad. Eso nos salvó».

Niños llenos de ira

Lo destinaron al Bloque 8, de presos políticos. A su amigo Abe y a él les dieron trabajo en la cocina, donde lograban robar algunas patatas. Para cocinarlas, de noche, en el barracón quitaban las bombillas y enchufaban las patatas en los cables de la luz.

En ese bloque los protegían Willy el Alto y sobre todo Jakow Goftman, artista del Circo de Moscú que veló por ellos facilitándoles raciones extra o dándoles consejos. Cuando liberaron el campo, por ejemplo, Jakow les racionó los alimentos que les proporcionaron los americanos: muchos supervivientes murieron por comer demasiado esos días. A pesar del hambre canina, los chicos obedecieron. Y se lavaban, pese al frío helador. Obligaba a los chiquillos a asearse con agua gélida y a lavar su ropa: se quedaban desnudos hasta que se secara. También les contaba cuentos y hacía el tonto interpretando teatrillos para hacerlos reír.

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Vestidos de nazis.Los americanos que liberaron el campo vistieron a los niños judíos con uniformes de las Juventudes Hitlerianas por no tener otras ropas. Al fondo el tercero por la derecha, Waisman.

A Romek y Abe les tocó esperar tres meses para salir del campo ya liberado. En esos días, muchos niños enfermaron de varicela, sarampión o tifus; Romek, entre ellos. Cuando sanaron, se dedicaron a la rapiña en Weimar, la ciudad más próxima. Eran supervivientes, estaban acostumbrados a pelear para vivir, a desconfiar, a recelar de todo. «La guerra no había terminado para nosotros», cuenta Waisman en su libro.

Como no tenían otra ropa, los americanos los vistieron con uniformes de las Juventudes Hitlerianas y los metieron, junto con otros 425 niños, en trenes rumbo a Francia. Como los apedreaban en las estaciones en las que paraban por ir así vestidos, escribieron en los vagones que eran «los niños de Buchenwald». La Oeuvre aux Secours des Enfants (OSE) se hizo cargo de ellos. Los llevó a un sanatorio abandonado en Ecouis donde pasaron la cuarentena.

“La libertad no era fácil de digerir. No recordaba ni mi nombre. Lo desconocido era para mí un abismo. Pero me sostenía la idea de volver a casa”, recuerda

«Estábamos cargados de rabia y de ira»

El grupo de huérfanos era muy conflictivo. Los examinaron psiquiatras: «Nos dijeron que ninguno de nosotros pasaría de los 40 años. ‘Los niños terribles de Buchenwald’. Algunos periodistas escribieron que si habíamos sobrevivido era porque debíamos de ser malvados, agresivos y manipuladores».

Eran chicos difíciles. Él estaba muy enfadado con su padre «porque siempre decía ‘todo va a ir bien’. Y cuando mi hermano Chaim insistía en que teníamos que irnos de Polonia, él no quiso», recuerda. Durante un tiempo echó la culpa a su padre del fatal destino de su familia: todos muertos menos él y su hermana Leah. Ahora ha aprendido que «mi padre nunca dejó de creer en la bondad». Ha llegado a asimilar lo sucedido sin sentir ira hacia él.

En Francia le contaron que su hermana Leah estaba en un centro de la Cruz Roja en Alemania y se fue a buscarla en tren. «Alemania estaba en silencio, ya no había gritos ni atemorizantes ladridos de perro», cuenta en su libro. Los encargados de los carritos de comida de los trenes abastecían gratis a los niños judíos que, como él, buscaban a sus familias.

Rebelión, incendios, testimonios

Cuando encontró a su hermana, ella lo acunó por la noche, como cuando era pequeño, y le cantó canciones en yidis que le recordaron a su madre, con la que mil veces había imaginado reencontrarse. Leah le contó que ella había sido gaseada en Treblinka. Cuando supo que su madre había muerto «tuve la certeza de que mi vida anterior jamás regresaría. En cierto modo fue una bendición que muchos niños no supiéramos lo que estaba sucediendo porque, de haberlo sabido, nos habríamos preguntado si tenía sentido seguir vivos», explicaba Waisman.

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Refugio en Francia.A Robert Waisman lo llevaron a Francia con otros 426 niños de Buchenwald. Vivió en varios orfanatos y lo quisieron adoptar, pero decidió emigrar a Canadá a los 17 años.Foto: Getty Images.

Su hermana decidió irse a Palestina con su novio y le pidió que esperara en Francia. Se fue al castillo de Ferrières, una espectacular mansión de los Rothschild. En los pabellones del servicio alojaban a huérfanos como él. Se quedó perplejo ante tanta belleza: los olores, las flores… Pero los chavales huérfanos no se adaptaron. La manera de aceptar el destino los divide: están los religiosos, los comunistas y los intelectuales, como Elie Wiesel, que quieren dejar testimonio de lo que han vivido. Elie lo hizo, escribió La noche y fue Premio Nobel de la Paz en 1986. Robert Waisman lo recuerda en aquellos días tomando notas.

Los comunistas se rebelan e incendian uno de los pabellones del castillo. Los cuidadores de la OSE se desesperan. «Creen que pueden educarnos y, sin embargo, el más joven de los nuestros sabe más que el mayor de los suyos sobre cómo funciona el mundo, la futilidad de la vida y el brutal triunfo de la muerte», dice Waisman.

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Un hombre bueno.En Francia, Manfred -un superviviente de Auschwitz que había perdido a toda su familia- se ocupó de Robert, le leía ‘Tintín’, lo llevaba al cine, lo cuidaba…

A él lo trasladan, junto con los no religiosos, al castillo de Le Vésinet, cerca de París. Allí coincide con niños judíos que la OSE había salvado escondiéndolos en granjas y en orfanatos católicos. Y llega el desgarro. Abe, su compañero del alma con quien se jugó la vida robando patatas en Buchenwald, se va con un tío suyo que lo reclama desde Nueva York. Romek está deshecho: «Si voy a Nueva York, ¿cómo voy a encontrarte?», se preguntaba con angustia.

Pero entonces aparece otro ángel de la guarda: Manfred -un superviviente de Auschwitz que había perdido a toda su familia- se convierte en su tutor. Con enorme paciencia lo acompaña e incentiva para que estudie y siga hacia delante. Le lee Las aventuras de Tintín, lo lleva al cine. «¿Qué esperarían tus padres de ti?», le dice para estimularlo. «Donde haya monstruos habrá también ángeles», le había asegurado Jakow en Buchenwald. «Sobreviví gracias a mis habilidades manuales en la fábrica y gracias a la suerte», reflexionaba.

'Nos llamaban ‘los niños terribles de Buchenwald’. Decían que si habíamos sobrevivido era porque éramos malvados. Estábamos llenos de ira'

En París encontró por casualidad a una hermana de su padre. Y una señora muy elegante, Jane Brandt, lo visita con frecuencia. Lo lleva a su casa, le presenta a sus hijos y a su marido. Lo invita a cenar en Maxim’s y al Festival de Cine de Cannes, donde Waisman conoce a Tyrone Power. Los Brandt lo quieren adoptar, pero él -muy agradecido- decide que no tendrá otra familia y opta por emigrar. Lo aceptan en Canadá. Llega allí con 17 años. Lo acoge la familia Goresh, con la que se comunica en yidis hasta que aprende inglés.

En Canadá se casa, tiene dos hijos, trabaja primero en una fábrica de sombreros, luego en la hostelería. Prospera. Logra traer a su hermana Leah con su familia desde Palestina. Y calla. Durante años. Hasta que se entera de que un profesor de Alberta niega el Holocausto. Entonces salta. Da charlas en los institutos, ofrece conferencias, escribe su historia. «Es muy importante que los jóvenes sepan lo que pasó». Ese es el motivo de libro de Brandt: «Que no se olvide».

Etiquetas: Genocidio, Nazismo