Amanecía a orillas del río Té cuando, el 2 o 3 de enero, no recuerdo bien, iba camino de Rianxo para embarcar en la motora El Cambeses con rumbo a Vilagarcía, en cuya Comandancia Militar de Marina estaba citado, junto con los demás quintos del primer reemplazo de 1964 adscritos a ella, para la incorporación a filas.
En coche o andando, solos o acompañados (de las novias, quiero decir), los otros quintos fueron llegando también. Unos cuarenta en total.
Y después de que nos identificaran y dotaran de acreditación para el viaje, dieron a cada uno un bocata y una botella de agua que tomamos en el atrio, por llamarle de algún modo al espacio exterior inmediato a la puerta principal, de pie o sentados por allí.
Apenas hubimos terminado, un sargento pasó lista y nos encaminó a la estación del ferrocarril, donde subimos a un vagón que unos ferroviarios engancharon a un tren que iba a A Coruña, por lo que, en Santiago, hubo que desengancharlo y engancharlo a otro que venía de camino con destino a Ferrol.
Entre tanto ese tren llegaba, el sargento nos permitió bajar a la estación, en cuya cantina bebimos y pedimos bebidas para llevar, cada uno las que le pareció. Reemprendido el viaje, y al calor del alcohol, algunos cantaron Adelita o El vino que tiene Asunción.
Pero faltó emoción. Cómo no iba a faltar. Además de que las penurias de posguerra se daban por superadas y muchos andábamos pensando en prosperar, a todos nos esperaban dos tacos de almanaque que deshojar o, lo que es lo mismo, dos años de amaneceres sin motivo estimulante con el que saltar de cama decididos a comernos el mundo, como corresponde a esa edad, y atardeceres de ponerle fecha al tiempo y echar cuentas del que quedaba para recuperar la plenitud de aquellas libertades temporalmente recortadas por el Servicio Militar.
VICENTE CASTRO. Jubilado. 78 años. Vigo