Mi amiga Inés se enamora locamente todos los viernes. Todos los sábados, en la sesión vermú, la vemos llegar con luz en los ojos y una sonrisa eterna e ilusionada. Nos cuenta de su camarero o de su abogado o incluso de un charcutero especialista en jamón y de lo maravillosa que ha sido la noche que han pasado juntos. Pero todos los jueves, después de la clase de pilates, se presenta con ojeras y sin rastro de sonrisa, para decirnos que todo se ha acabado, que el hombre de su vida no ha vuelto a llamarla o que era un maltratador o que estaba casado y tenía media docena de hijos.
Mi amiga Luisa dice que ya hace años que ha renunciado al amor. Se casó dos veces y dos veces se separó con lágrimas y tristezas. Cuando llega Inés los viernes, con la ilusión pintada en la cara, empieza a mover la cabeza hacia los lados mientras pone los ojos en blanco. Los jueves, sin embargo, asiste al fracaso de los amores eternos de nuestra amiga con una sonrisilla de autosuficiencia. Ya te lo dije. La oímos murmurar.
El sábado pasado Inés llegó a la tertulia pisando fuerte. Luisa no estaba. Nos contó que había conocido a un maquinista de tren de alta velocidad que, sin embargo, parecía ir al ralentí todo el tiempo. No consiguió enamorarse porque las horas pasaron sin que nada pasara. Inés necesita energía en su vida. Todas la miramos apenadas. Pasaríamos una semana entera sin nuestra ración de amores eternos.
El jueves después de pilates, Inés no apareció. Seguramente no tenía nada que contarnos. Todas lo lamentamos. Ya nos habíamos acostumbrado a sus finales desesperados. La que si vino fue Luisa. Traía una luz nueva en los ojos y una sonrisa amplia e ilusionada. Nos contó que se había enamorado locamente. Ante nuestras bocas abiertas fue desgranando los momentos de una noche maravillosa con un maquinista de tren de alta velocidad, que iba tan despacio con el pensamiento, que había permitido que ella lo alcanzara.
Begoña Gil. 57 años.