Rodillas que gimen, tobillos hinchados y un meñique estrangulado. Clavado en el medio campo. Estratégicamente rendido a la banda. Aquí te quedas, Indalecio, que ya tienes una edad. Que dicen los expertos que, en el juego, el 50 % es colocación, el 40 % es físico y el resto, talento. Y suerte. Un 100 % de suerte: un globo absurdo desde el círculo central te regala el balón. Cargado de magia. Vuelves a tener diecinueve años y pulmones de Supermán. Claro que el césped está hecho de kriptonita y la portería es un arco iris. Pero avanzas con una sonrisa en tierra de nadie. Perdiendo fuelle con cada zancada.
Sí; el cuerpo no da para más y la pelota se te rebela. Otra vez. Pensabas que con la edad irías ganando en toque, pero no. En cambio, como un ciego, desarrollas otros sentidos. Adivinas la posición del compañero en tu punto ciego. Sientes… la vibración del terreno cuando alguien se te echa encima. Estás en el aire antes de que te barra. La bola sale por la línea de fondo y como-se-llame te sonríe ensanchando el pecho. Y tú igual, porque no has perdido la posesión; has ganado un córner.
Y venga, todos al área pequeña. Apretados como en el autobús. Mucho mentando a la madre, a la novia o señalando cordones desatados. Los clásicos nunca mueren. Aunque ya no quedan caballeros. De aquellos que te ceñían el talle para el baile y no se te enganchaban a la camiseta como marranos a una teta. Alguien te echa el aliento en la calva de la coronilla. Todos saltan. Tú también, con los ojos cerrados. El balón te abofetea y con un rebote blando, haciendo un extraño, se cuela por debajo del sobaco del guardameta. Cae sobre ti una lluvia de palmadas en la espalda y abrazos de oso. La euforia dura lo que una burbuja de champán. Y venga, todos al otro campo. A las rodillas rechinantes le sumas otra molestia. Alguno te ha pellizcado el culo. Miras el marcador. 7-1. Media hora todavía. Resoplas. Y sonríes.
David Meirás. 42 años. A Coruña.