Estos días convulsos que nos toca vivir hacen que los recuerdos y vivencias afluyan a la memoria, y es cuando te preguntas cuándo y por qué me había llegado la «vena», de defensa de los desfavorecidos y mi ansia de una mejor justicia social. Mi primera sensación es que, no podía ser de otra manera, mi procedencia así me lo imponía, mi entorno, la precariedad de las familias humildes y las carencias que aquella sociedad padecía.
Recordaba aquellos tiempos en los que se reflejaba cómo éramos y vivíamos los niños de antes, cómo nos divertíamos y también como sentíamos. Gran respeto hacia los mayores, atención y ayuda a quien veíamos que estaba en peores condiciones que la nuestra. De esos recuerdos nunca olvidaré un día, tendría diez u once años y, como siempre, jugábamos en la calle sobre las seis de la tarde. Era noviembre y la noche se acercaba.
Vivía en Ramón y Cajal en A Coruña, exactamente en frente de lo que hoy es la Casa del Mar, (que no existía), descampado, pocas edificaciones y la vía del tren, que pasaba desde el puerto hacia la antigua estación del Norte. Ese día, aun jugando, devorábamos el pequeño bocadillo de la merienda. Un niño de nuestra edad, peor vestido que nosotros, (que ya era decir), se nos acercó y en gallego nos preguntó si le podíamos dar «un pouquiño, xa que tiña fame». No lo conocíamos y extrañándonos su atrevimiento, decidimos dejarle “morder” de nuestro bocadillo. El metió la mano en su bolsillo, sacó una navaja y cortó de dos o tres bocadillos una pequeña parte y dijo «moitas gracias», y se fue. Seguimos con nuestros juegos.
Al poco, doblando la esquina de la calle Pastor Díaz, observamos que aquel niño, con otro más pequeño y su padre, venían con un asno a cuyos lados cargaba enormes sacos y se paraban en las pocas casas para ofrecer su mercancía, que eran piñas. Le preguntamos al niño de dónde venían y nos dijo que desde un sitio que se llamaba Altamira (para nosotros desconocido en aquel entonces), y que tenían que volver y les llevaría mucho tiempo, pero había que vender las piñas, ya que si no ni podrían cenar y tendrían que tirarlas puesto que el animal no podía regresar con tanta carga y los niños andando.
En mi casa no comíamos piñas. Aquella noche, mis amigos y yo (éramos cuatro, Ricardo, José Manuel, Ángel y yo) regresamos a casa a las 12 de la noche. Mis padres me habían estado buscando, pero como no había suficientes casas donde vivíamos, nos fuimos hasta la Gaiteira. Al llegar a casa la bronca fue enorme y cuando les explique a mis padres lo que había pasado y que todas las piñas estaban vendidas de casa en casa, de piso en piso, mi madre me abrazó y lloró. Ahora algunos le llaman a eso socialdemocracia. Aquel día fue el inicio. Creo yo.
Juan José Lojo. A Coruña.