En la barra del bar

Ana María Gómez

AL SOL

28 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

—¿Por qué llevas eso en la cabeza?

Miré a mi alrededor creyendo que el comentario fuera para cualquier otra persona. Él salió de la oscuridad, con mucho sigilo, como si fuera un cazador.

—¿Yo?

—Sí, tú.

Me sonrió de oreja a oreja. Tenía los dientes fuertes, grandes y muy blancos. Solo los colmillos eran un poco más grandes de lo normal. Se colocó a mi lado en la barra del pub; le pidió una cerveza al camarero y dejó apoyada su mano en mi cintura. No era guapo, pero sí atractivo. Tenía el pelo largo y diminutas trenzas repartidas por toda la cabellera y también por la barba. Pensé: «Es un hombre con personalidad». El corazón empezó a acelerarse y me sentí ridícula. Hice ademán de marcharme. Su mano, como una zarpa, me sujetó e inmovilizó, pero no me hizo daño, al contrario, sentí una gran ternura. Sus ojos grandes color avellana, casi miel, relucían como dos alianzas de oro en la oscuridad, que yo imaginé en nuestras manos. Toda yo era un flan.

—Salgamos afuera!

—Pero... ¡si ni siquiera te conozco!

Me atrajo hacia él y a tientas dejó la cerveza que aún tenía en la mano en la barra. Me sujetó el rostro con ambas manos. El beso fue largo, sentido, lento. Una fuerza interior me impulsaba a dejarme llevar, a disfrutar del momento. Estaba tan cansada y desconcertada que me sentí atraída por su fortaleza, su sonrisa,por su cuerpo grande, fuerte, vigoroso y lleno de vitalidad.

—Ven conmigo, déjalo todo.

Mi mente trataba de rechazarlo, pero mi corazón alborotado me delataba. El extranjero reparó en mi expresión.

—¡Después de todo lo que has soportado!

Tira del nudo y desata el exagerado turbante que cae al suelo. Y mi cabeza, tal cual bola de villar, quedó al descubierto.

—¡Arriésgate! Tenemos derecho a algo que sea sólo nuestro.

En la improvisada pista de baile, la gente canta y salta una canción de la orquesta Mondragón. Él ve la súplica en mis ojos, de necesitar una respuesta certera.

—Dime tu nombre.

Estrujándome entre sus brazos, me susurra al oído:

—Mi amor, ¡yo sólo soy tu lobo!

Ana María Gómez. Ama de casa. 54 años.