La vida es un extraño camino. Henry escapó del Holocausto. Las almas de más de una decena de familiares suyos se quedaron ancladas en los campos de concentración, prendidas en las alambradas grises. Él huyó de la pesadilla para vivir el sueño americano. Quizás harto de haber sido en su infancia uno de esos peones insignificantes que ruedan sobre el tablero internacional, llegó a ser alfil. Pero con poderes de rey. Abrió el grifo de la sangre en Vietnam, Camboya, Laos, Argentina y Chile, aunque sin mancharse las manos de ese rojo tan engorroso, el tinte de la muerte. A pesar de todo, recibió el Nobel de la Paz en 1973. Por poner punto final a la guerra de Vietnam, un conflicto de su inspiración y conspiración. Premio a un incendiario por decidir apagar un fuego. A Henry, Henry Kissinger. El gran intrigante de la Casa Blanca. El hombre que manejaba los hilos. El hilo que llevaba al poder. En sus tiempos de gloria, en Washington circulaba un chiste que situaba al político en su pedestal: ¿Qué pasaría si muriese Kissinger? Que Richard Nixon sería el presidente.
De vez en cuando, por pudor, no estaría mal que alguno de los grandes premios que la humanidad se regala a sí misma quedara desierto. Como aquel Nobel que Kissinger compartió con el vietnamita Le Duc Tho. Como el de Economía este año. Las circunstancias actuales no invitan a grandes celebraciones en torno a la sapiencia económica de los habitantes de este planeta, incapaz de erradicar la pobreza y de gestionar la riqueza. El galardonado por la Academia Sueca en el 2008, el estadounidense Paul Krugman, decía en La Voz hace diez años que el Viejo Continente acabaría asfixiado por sus propias ansias de bienestar social y aconsejaba incrementar las dosis de liberalismo en Europa. Después se convirtió en célebre e incansable azote de la política económica de George W. Bush. Ahora, en medio de la hecatombe financiera, recibe el Nobel. La vida es un camino extraño.