El rock contamina, y el folk, también

José Ramón Alonso de la Torre
J.R. Alonso de la torre REDACCIÓN / LA VOZ

AROUSA

MARTINA MISER

Por alguna razón, las terrazas son seguras por decreto popular, pero la cultura, no

21 sep 2020 . Actualizado a las 21:56 h.

La pandemia del covid-19 nos ha permitido descubrir un espacio mágico, milagroso, aséptico, mítico: las terrazas de los bares. La nueva normalidad es tomar café creyendo que estás a salvo de todo, quitándote la mascarilla y sintiéndote libre, resistente y lleno de anticuerpos de manera inexplicable, acientífica, mirífica, prodigiosa.

Vas por la calle y no hay nadie. Tú caminas con la mascarilla protectora puesta, mentalizado y cívico, obedeciendo las reglas y sin cometer el más mínimo error. Pero ves una terraza, te sientas a tomar algo y se acabó: fuera mascarilla aunque estés sentado con media docena de colegas de su padre y de su madre con los que no tienes ni unidad de convivencia ni nada parecido, acabáis de veros y estáis encantados de sentaros en la terraza a echar un cigarro y tomar una chiquita. Y sobre todo, lo hacéis sin mascarilla, que para eso estáis en una terraza.

¿Qué tienen las terrazas de los bares que no tenga el resto de la ciudad? ¿Simplemente por sentarte en un velador y tomar un café con leche te suben las defensas y te inmunizas contra las asechanzas del bicho? Aquí y allí, en el norte y en el sur, España se ha convertido en un país dividido en dos mundos: el universo prudente de la calle, la acera, el parque y el paseo y el mundo de Yuppi, feliz y despreocupado de las terrazas, donde reímos, hablamos, comemos y bebemos y todo lo hacemos a la vez y sin ponernos la mascarilla al acabar el pitillito, el pulpo y la cerveza.

Las terrazas son seguras por decreto popular, por ciencia infusa, porque sí, pero la cultura, no. ¡Cuidado con la cultura! Rockeiros, punkis, teatreiros, folkis, gaiteiros, verbeneiros... Todos peligrosos, todos sospechosos. Para tomar una copita de orujo en una terraza no hace falta protección, somos gente sana; total, una copita de orujo. Pero para un concierto de rock con mascarilla se exige policía, vigilancia, multas, prohibiciones.

Así está el mundo después del coronavirus. Íbamos a cambiar para mejor, pero la novedad es que nos hemos vuelto muy raros, sospechamos de todos, estamos tensos y esa angustia y ese estrés solo se curan sentándonos en las terrazas, esos espacios sin mascarilla donde sentimos la libertad y la plenitud.

Lo que se ha montado con el festival Revenidas en Vilaxoán ha sido tan exagerado como significativo. Mientras se organizaban los conciertos y las actividades con la máxima seguridad y con unos protocolos que para sí quisieran otros sectores, las protestas en Vilaxoán se sucedían hasta que quedó claro que la industria cultural es tan consciente de lo que se está jugando que sus exigencias sanitarias son extremas.

Ir al cine, al teatro o a los conciertos de la Filarmónica de Vilagarcía, que ya han comenzado, significa pasar por una alfombrilla desinfectante, sentarse con espacios intermedios, ser acomodados obligatoriamente, salir por filas, que no en tumulto, no quitarse la mascarilla durante todo el espectáculo, etcétera, etcétera.

Estamos hablando de cultura, no de fiestas rave con dj's escupiendo alcohol a los asistentes, tampoco nos referimos a botellones tumultuosos ni a jolgorios clandestinos sin mascarilla. Es cultura, o sea, máxima exigencia, máximo rigor y absoluta mentalización. Pero no sé qué maldición persigue a la industria cultural que parece marcada por un halo maldito, como si actores, músicos e incluso espectadores fueran un atajo de inconscientes por mucho que su preocupación por la seguridad y la protección sean incluso dogmáticas.

El vilagarciano Miguel Rosales, organizador del Curtas Festival do Imaxinario, programado en Vilagarcía entre el 23 de octubre y el 1 de noviembre, mezclaba días atrás en estas páginas la cordura con la cultura, dos conceptos que el coronavirus ha unido por encima de lugares comunes, miedos atávicos e insensateces. «O importante é avanzar sen medo, con precaución, pero sen medo», apuntaba. «Non podemos parar a vida polo becho», avisaba. «E sobre todo, non deixar de lado a cultura. A xente da cultura tamén ten que comer», concluía.

Solemos tener una actitud un tanto displicente y paternalista con la cultura y los artistas. A menos que sean figuras consagradas y famosas, la sensación es que como hacen eso (interpretar, crear, hablar) porque les gusta pues ya van pagados simplemente con que los escuchemos. Un conferenciante ha de dedicar un par de tardes a preparar su charla, ha de viajar hasta el lugar de la conferencia, hacer el esfuerzo de hablar durante una hora y exponerse a críticas y controversias. Ese trabajo es pagado con un lote de productos de la tierra y una placa de agradecimiento. El electricista, el del sonido, el del agua, el portero... Todos cobran en metálico salvo el conferenciante, que se va a casa con una botella de aguardiente y una figura de Sargadelos.

Ahora, además de crear tantas veces por puro amor al arte, los artistas son vistos como potenciales culpables de la transmisión de la pandemia. Nadie tiene que dar tantas explicaciones como la gente de la cultura. El día que se abran los estadios de fútbol, no habrá pegas, pero los festivales, las verbenas y los espectáculos teatrales son analizados con lupa por los censores de la nueva normalidad antes de irse a la terraza a comentar los peligros contaminantes de la cultura, cheos de razón, pero sin mascarilla.