
Alejandro Sanz, en una furgoneta en A Quintana y Los del Río, en el despacho del alcalde de Boiro
13 abr 2025 . Actualizado a las 05:00 h.El 5 de julio de 1996 fue uno de los más intensos de mi vida de reportero. Era viernes, hacía calor, Galicia reventaba de fiestas y La Voz me había encargado entrevistar a cantantes de primera fila que visitaran la región. Ese 5 de julio fue especial porque tomé café con El Puma y merendé con Paco Lobatón, pero el momento culminante de la jornada fue entrevistar en calzoncillos a Los del Río en el despacho del alcalde de Boiro.
Esa temporada, se había hecho muy popular un anuncio de los cantantes sevillanos en el que, en lugar de entonar la Macarena como siempre: «Hey, Macarena, ay», cambiaban la letra por razones publicitarias y cantaban: «Hey, Rianxeira, ay». Estas conservas las elabora la empresa Jealsa de Boiro, el alcalde de la villa era conservador y qué mejor manera de elevar el listón de las fiestas que trayendo a Los del Río. El problema era que no había un camerino digno para que se cambiaran los cantantes antes de actuar en un escenario situado en la plaza, junto a la casa consistorial. Así que a grandes problemas, grandes soluciones: el despacho del alcalde se convirtió en improvisado camerino y allí entrevisté, en calzoncillos multicolores jaspeados, a Antonio y Rafael, que estaban en la cumbre de la gloria musical.
A pesar de cambiarse en lugar tan digno, no hubo protestas de la oposición, escándalo ni queja alguna. Todo muy diferente a lo que ha ocurrido esta semana en un pueblo pacense y rayano situado entre el Alentejo, Huelva y Badajoz llamado Oliva de la Frontera. Allí, Azúcar Moreno han usado como camerino el centro de salud, el escándalo ha estallado y ya es comentado en media España.
En Boiro, al salir del camerino municipal, había fans pidiendo autógrafos a los cantantes de Dos Hermanas. En Oliva ha sucedido lo mismo. Y si en Boiro fue el alcalde quien cedió su despacho, en Oliva fue el teniente de alcalde, técnico de ambulancias, quien dio autorización para que Encarna y Toñi Salazar se vistiesen y maquillasen en Urgencias antes de actuar en la Feria de la Dehesa.
Aquel verano gallego de famoseo, también estuve persiguiendo a Azúcar Moreno hasta pillarlas en la recepción de un hotel de Muros, donde actuaban esa noche, aunque allí sí contaron con un camerino más o menos adecuado. Otro famoso sin camerino digno de aquel julio del 96 fue Alejandro Sanz, que actuó en A Quintana compostelana y se cambió en una furgoneta camuflada. Tan camuflada era que estaba rotulada con el nombre del torero César Rincón. De ella salió maqueado para cantar y a ella se retiró tras el concierto.
Recuerdo aquella tarde en A Quintana porque, en compañía de varios periodistas veinteañeros, esperé al cantante tras el escenario hasta que llegaron los guardias de seguridad y echaron a los periodistas. A mi me vieron demasiado mayor para ser reportero de conciertos y me preguntaron qué hacía allí. Respondí que era camarero de uno de los bares situados en los soportales de A Quintana, tras el estrado, y no me echaron. Así pude conseguir la «exclusiva mundial» de unas declaraciones de Sanz para La Voz. El muchacho, que entre canción y canción se retiraba a tomar un trago de Chivas Regal, estaba algo perjudicado y me contó historias inconexas mientras me cogía los mofletes con cariño. Fue muy divertido.
Tan divertido como entrevistar a Manolo Escobar en una salita de Chanteclair mientras comía un bocadillo de mortadela o a los primeros chicos que se desnudaron en un pub de Santiago. Estuve con ellos en el camerino: una sala donde se almacenaban cajas de cervezas vacías e imágenes de vírgenes y santos porque el local era propiedad de un cura compostelano. No olvidaré que entró conmigo al camerino-almacén mi compañero de instituto Elías Lamelas, que vivía encima del pub y había bajado con otros vecinos a protestar por tamaña desvergüenza: ¡hombres desnudos!
Elías, en realidad, había bajado a curiosear y se vino conmigo a entrevistar a aquellos chicos, los primeros que actuaron en Compostela. Recuerdo que uno era ingeniero en Cangas por el día y striper por la noche. El caso es que acabamos la entrevista y nos marchamos, pero debíamos salir por el escenario, el pub estaba lleno de chicas que exigían carne joven y maciza y, al vernos a Lamelas ya un servidor, canosos, mayores y abrigados, empezaron a protestar ya exigir que les devolvieran el dinero de la entrada. Nosotros nos escabullimos rápidamente, embozados y avergonzados.
Tengo otra experiencia de camerino que demuestra que, cuando ejerzo de reportero, soy un profesional. Sucedió en una discoteca de Cáceres. Actuaban dos chicas stripers que acaban de llegar en el Auto Res y regresaron a Madrid en autobús nada más acabar su actuación. Entrevisté a una de ellas en el camerino, de nuevo un almacén con cajas de cervezas y cachivaches viejos. La muchacha hizo sus declaraciones amablemente y, solo cuando ya acabábamos, me percaté de que, mientras la entrevistaba, había estado depilándose el pubis ayudándose de un espejo cornucopia que sostenía entre sus piernas. Ni me inmuté. Cuando hago un reportaje, me da lo mismo un bocadillo de mortadela que una depilación púbica. Lo único que importa es conseguir una buena historia.