El efecto lavadora

Carlos F.Coto

BARBANZA

09 jun 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

El efecto que un tornado ejerce sobre un edificio es asimilable al del centrifugado de una lavadora sobre la ropa interior, desplazada al exterior por la fuerza centrífuga. Una fuerza inusitada capaz de desplazar todo tipo de elementos sobre el terreno, sin control y en trayectoria vertical para dejarlos caer parabólicamente, ni se sabe hasta dónde.

Sabemos diseñar edificios que resistan terremotos, sobretodo en países de alta actividad sísmica. Sabemos diseñar edificios altos que resistan cualquier intensidad de viento, con ayuda de la oscilación estructural que evita su rotura.

Pero no tenemos todavía un modelo estructural que pueda resistir el paso de un tornado, que no dependería únicamente del material, sino que habría que actuar también en su geometría: una forma arquitectónica capaz de desviar un elemento móvil de gran fuerza centrífuga, con el menor daño posible.

El único ejemplo que conocemos es un prototipo desarrollado en los Estados Unidos: una casa que se esconde bajo el terreno cuando detecta la presencia de un tornado, mediante un sistema de motores hidráulicos. Solo apto para millonarios. Diseñar toda una ciudad sería mucho más complejo. Surge una componente urbanística, no tenida en cuenta hasta la fecha. Si la Ría de Arousa es potencialmente un foco generador de tornados, ha de tenerse en cuenta a la hora de redactar los planes generales. Sabemos, eso sí, que debe evitarse la construcción de frentes marítimos compactos, compuestos de edificios altos, tres o cuatro plantas, que podrían abocarnos a una catástrofe, tanto material como humana. Habría que planificar localidades esponjadas, con frentes marítimos de muy baja altura, evitando en lo posible las aglomeraciones urbanas cerca del mar. Casi nada.

Vivimos el principio de las consecuencias de un cambio climático, que nos obligará a un cambio de costumbres. Habremos de reforzar la eficiencia de nuestras viviendas antes de seguir construyendo otras nuevas. Habremos de aprender a dejar nuestro coche en el garaje y reforzar el papel del transporte público. Habremos de sustituir las viejas instalaciones por otras más eficientes. Todo para cumplir con el Protocolo de Kioto. Después, esperar a que se avengan a él los chinos y los norteamericanos, reacios a la eficiencia. Y, mientras, tener resignación.