Aullidos en la caverna

Maxi Olariaga MAXIMALIA

BARBANZA

18 ene 2015 . Actualizado a las 04:00 h.

Me gusta el fútbol. Siempre me pareció un deporte maravilloso. Lo practiqué de niño y aprendí a curarme de la angustia y la soledad en el puesto siempre desvalido de guardameta. Guardameta; así llamaba al portero don Matías Prats. Sin esfuerzo alguno, en un salto atrás volatinero, aún puedo escuchar su voz: «Como un ángel vuela de palo a palo Ramallets y se hace con el balón en la mismísima escuadra. Luego el héroe, hecho un ovillo, rueda por su área ante la mirada atónita del nibelungo Uwe Seeler que no puede creer el prodigio alado que acaba de contemplar». Así piropeaba don Matías al mítico portero Antoni Ramallets del F. C. Barcelona en el partido homenaje contra el Hamburger SV en el Camp Nou con el que los culés le despidieron salpicando el césped con lágrimas y ovaciones.

Aquel fútbol total ungido en linimento Sloan y pañuelo a la baturra anudado en las cabezas de los defensas, se jugaba con la inocencia de las almas incontaminadas y, además de ser una forma de vida bien pagada, convertía a sus protagonistas en dioses de andar por casa a los que imitar por sus hechos deportivos y no por sus palabras o sus actos fuera del terreno de juego ya que, en aquellos días, poco de eso era conocido ni, ciertamente, interesaba a la afición.

Para un niño el fútbol era un álbum de cromos y una calle o un pedregal en el que, ignorantes de tácticas y sistemas, corríamos en tropel tras la pelota hasta la extenuación. Las penas de nuestra guerra y allende las fronteras, las de la guerra mundial, fueron poco a poco fundiéndose en el cemento de las gradas de los estadios y al tiempo que desaparecía de nuestra vida plana y cenicienta la agonía de un porvenir incierto, el verde brillante del césped, los tijeretazos de las líneas de cal y los cheques millonarios, como una ameba letal, silente y viscosa, fueron invadiendo las trastiendas del deporte y los sueños de cuento de hadas que dormían a las puertas de los destartalados vestuarios de los campos de pueblo. Llegaron el negocio, la banca, la publicidad y la televisión y, tocado por la varita de un mago amoral, se levantó sobre sus dudosos principios el Gran Teatro que hoy da función a todas horas.

El fútbol perdió la paradoja de la épica y la humildad y el contrario se hizo enemigo y habitó entre nosotros. Los heraldos se encargaron de trasladar el virus infectando la inocencia y el deporte entró en el cuarto oscuro de los psiquiatras. Llegaron noticias de muerte. Avalanchas, navajas, disparos. Ecos de padres que se peleaban en las gradas o agredían a los árbitros por expulsar a un hijo en una competición infantil.

Los perfumes más sofisticados envenenaron el recio aroma del linimento en las áreas y la soberbia y la sublimación del ego, el becerro de oro, fue glorificado sobre un altar de diamantes. Fue entonces cuando aquel dios, aquel engendro fabricado por un sino fatal, desde la inalcanzable necedad de su trono asentado sobre miles de frustraciones, se comunicó con los mortales. Bello como el mismo Apolo, osado como Hércules y ventajista como Aquiles, aquella divinidad comunicó que todavía no estaba satisfecha. Aulló patético el monstruo y yo sentí, una vez más, lo cerca que estamos de devorarnos unos a otros y de volver a empezar? en la caverna.