¿Cuántas veces habrán visto ese famoso cartel en el portal de una finca que dice: «¡Ojo al pasar! Cuidado con el perro»? Seguro que le sobran los dedos de la mano para contarlas. Pues ese mismo cartel debería añadirse a las indicaciones del tráfico urbano en la zona. Al igual que hay señales que advierten del paso de animales domésticos y en libertad que pueden irrumpir en la carretera, unos identificados con la imagen de una vaca y los otros con la de un ciervo, y que sirven para poner alerta al conductor (aunque lo que aparezca en su camino acabe siendo una oveja o un caballo), lo justo sería también trasladar el reclamo al centro de las ciudades y villas cuando lo que proliferan son los perros paseando a sus anchas por las carreteras.
La limitación de la velocidad en el casco urbano ha ayudado a minimizar los daños, tanto para los vehículos y sus conductores como para los propios animales. Ellos son unas víctimas más. Porque es lógico que de vez en cuando una mascota se pueda escapar de su hogar y deambule desorientada por las calles o cruce la calzada sin ser consciente del peligro. Lo que no entra dentro de lo normal es que esto sea ya una tónica. Las imágenes se repiten en uno y otro concello, sin que nadie tome cartas en el asunto.
¿Que hay que recoger el cuerpo de un perro que alguien atropelló en la rúa Miguel Rodríguez Bautista de noche? Un coste mínimo. ¿Que casi se sale de la vía un conductor para no pasar por encima de otro iba persiguiendo a un gato, mientras sus dueños se ríen como si fuera una escena de animación entre El Coyote y el Correcaminos? ¡Que más da! Al final no hubo heridos. ¿Que día sí, y día también, alguien se la juega metiendo un frenazo en seco para no llevarse por delante a un animal? Pero reaccionó, ¿no? ¡Sí, lo hizo él y el que iba detrás suya también! Hasta que llegue el día en que esto no sea así.
Todo parece indicar que, aunque se empapelara todo Barbanza con el famoso cartel de «cuidado con el perro», de nada iba a servir si cada vez son más las mascotas que vagan por las calles y lo único que se valora es la vida de las personas. Quizás no entiendan por qué tanta sensiblería. Personalmente tengo una razón de peso y, a estas alturas, no me importa compartirla. En octubre del 2010 sufrí una agresión sexual. Estudiaba en Madrid y, como parte de una terapia para superar el estrés postraumático que me hacía castañetear hasta las entrañas cada vez que salía a la calle, me dieron una perra en adopción. Esto me obligaba a sacarla a pasear y a enfrentarme a mis miedos. Hizo en ese momento mucho más de lo que nadie podía conseguir. Hoy ya no está, pero cada vez que veo a un animal expuesto a morir en la carretera pienso en la crueldad de la raza humana.