Cuando era joven e ingenuo estaba muy influenciado por las Rimas de Bécquer y las series de adolescentes americanos. Creía en la pureza del amor y, por tanto, me pisotearon el corazón con tacones de aguja en múltiples ocasiones. Quise a quien no me quería, quise a quien no lo merecía, redacté cartas de amor cincelando mi ortografía con el mimo de Miguel Ángel al esculpir los genitales del David, escribí poemas tan empalagosos que harían vomitar a Laura Pausini y lloré como Lydia Lozano.
Ahora, con la lucidez que me da la edad, me sonrojo al recordar lo ridículo y absurdo de alguna de mis acciones amorosas. Con 14 años recuerdo una vez en la que saqué las bolsas de basura de un contenedor y las alineé en forma de corazón en la calle para que mi, por aquel entonces, amada saliera por la ventana a ver la silueta de mi afecto. Todo salió mal porque llegó su padre con el coche y tuve que huir de allí pitando.
No voy a utilizar excusas hormonales. Fui un imbécil al creer que aquellos mentirosos ojos bellísimos se conmoverían con un acto tan macarra. No fue así, este gesto y el hecho de que soy guapo de cara (cara a la pared) la alejaron a ella (y a su padre) de mí.
Como decía antes, me sonrojo, me revuelco en una abyecta pocilga de indignidad al recordarlo, sí, pero no me arrepiento de nada. Porque estuve dispuesto a creer, porque también tuve fe, porque viví con esa gasolina del alma llamada «ilusión». ¿Hice el gilipollas? Sí. ¿Me jodieron ese y los mil rechazos que sufrí? Sí. ¿Me hirieron profundamente? Sí. Pero ahora, cuando palpo las cicatrices, me siento muy vivo.